El año que vivimos en peligro dirigida por Guy Hamilton en 1982 recrea los días de la caída de Sukarno en Indonesia a mediados de la década de los sesenta. En ella un joven reportero tiene la oportunidad de su vida para cubrir eventos que se suceden vertiginosamente, en medio de una intriga política compleja en la que diversos vectores tanto tácitos, como explícitos confluyen, dejando en evidencia crueldad, traición y miseria humana. Así y todo, pequeños gestos de los protagonistas apaciguan el dolor y la muerte reinante; y aunque no alcanzan para evitar el derrumbe, en ellos aparece un profundo instinto de supervivencia que logra sobreponerse a casi todo y, así, salir adelante.
El miedo, al igual que el dolor, opera como un agente a veces incómodo y otras muchas como un aviso, un signo de que algo no anda bien y que debemos estar alertas, despiertos y lúcidos para escuchar con atención a nuestro cuerpo y a nuestro entorno. Como buenos mamíferos, los seres humanos contamos en nuestro cerebro con altos mecanismos de conservación y adaptación heredados de miles de años experimentando ciclos de bonanza y precariedad. Glaciaciones, revoluciones, guerras, erupciones, plagas, dictaduras, hambrunas y una larga lista de padecimientos, conviven en nuestra memoria libidinal en una articulación con la temporalidad de ciclos más plácidos de vacas gordas, cosechas abundantes, grandes avances tecnológicos y científicos, prosperidad económica, paz social, creatividad, renacimientos y percepción de control del entorno. En otras palabras, en nuestro inconsciente habitan profundas huellas de tiempos estables y otros de gran incertidumbre.
Ahora poco sabemos acerca de lo que nos espera. Nuestro estado psíquico, casi permanente, es la duda, la pregunta: ¿cuándo termina todo esto, cuánto falta?, ¿cómo lo haremos?, ¿cómo será el mañana? Y en lugar de llenarnos de expectativas que nos den esperanza, nos encontramos alerta, con los sentidos vueltos hacia el exterior, tratando de oler, escuchar y ver a tiempo, tal como lo hicieron tantas veces nuestros antepasados, amenazas reales e imaginarias.
Buscamos mecanismos de control por todas partes y, mientras más intensamente lo hacemos, mas nos atemorizamos. Cada bocanada de duda, de desasosiego, nos insufla más y más miedo, angustia y sensación de desamparo. Y, no, no se ve luz al final del túnel en el corto plazo; de la pandemia, nos iremos a la crisis económica, de ella a la de la política, a la pobreza, al desempleo, a la inseguridad, la violencia, la delincuencia, la intolerancia, la xenofobia y el populismo. Entonces, ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo evitamos una probable década de dolor y pánico? La respuesta puede sorprender: evitando el miedo al miedo.
Aunque nos cueste creerlo tenemos herramientas para salir adelante. En nuestros genes y memoria ancestral reposan cientos de años de valentía, perseverancia y adaptabilidad, capacidad creadora y fuerza, infinita fuerza a la que podemos echar mano en estos tiempos. No podremos saltarnos ninguna de las crisis, ni desafíos que tenemos por delante, tampoco podremos evitar sentir miedo; pero podemos y debemos “echarnos al hombro” nuestra dudas y temores y confiar, eso, leyó usted bien, confiar.
La confianza es una elección, que, a diferencia de la fe, no es un don, sino una opción consciente, una apuesta por uno mismo y por los demás. Se trata del convencimiento, asociado a una alta capacidad de esfuerzo, de que cada uno de nosotros será capaz de construir respuestas y soluciones que nos permitan volver a territorio seguro. De ésta salimos juntos o no salimos, se dice con frecuencia por estos días; probablemente sea cierto, tal vez sea bueno dejar de lado por un rato el individualismo, que también nos es necesario, y darle una nueva oportunidad a la reciprocidad. Tal vez nos evitemos la década del pánico y cuando miremos atrás la veamos como ese periodo áspero y complejo en el que nos reinventamos, como tantas veces, y nos hicimos un poco mejor personas.
En definitiva, después de todo, como en El año que vivimos en peligro, redescubramos que “el amor es, acaso, la única utopía que nos va quedando” pero por la que bien vale la pena dejar de temer tanto y ponerse a trabajar.
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