Les sugiero tres imágenes para comenzar. Es sencillo el ejercicio:
La primera es la de la línea de cajas del Costco, cientos de personas hacen fila y abarrotan el espacio con carritos llenos de rollos de papel de baño. Todos los que quepan en el carrito, aunque sean para una familia de cuatro personas.
La segunda imagen la vi en Internet –obvio, también la primera–. En un súper en Estados Unidos, una señora arremete violentamente contra otra y comienza el forcejeo por obtener un enorme paquete de papel de baño –aparentemente el último del anaquel–. El personal del súper acude de inmediato y un hombre separa a ambas mujeres.
La tercera es habitual en redes sociales, principalmente Facebook: foto de un jardín, en el que una orgullosa madre –quien seguramente ya se abasteció debidamente– se parapeta con su retoño –de rostro ilusionado, al menos por cinco minutos– en una tienda de campaña que no costó precisamente dos pesos. El texto es “Preparados para la cuarentena” –seguido de emojis felices–.
En 1998, cuando ya había decidido mudarme de mi casa paterna, todavía tuve que esperar… ganaba 4,200 pesos en dos trabajos, escribía la tesis de licenciatura y no veía mano amiga que implicara adelantar los planes. Me salía a dar clases y a entregar trabajo de investigación en una dependencia gubernamental que no me podía alojar por falta de espacio y equipos –nada que agregar de las decisiones del sindicato–. Regresaba a mi casa a eso de las 10:30 no sin antes pensar en el metro si, de verdad, no tendría que ir a otro lado.
Abría la puerta y estaba mi abuela viendo tele en el antecomedor. No había imagen más deprimente: se rascaba el brazo frente a un televisor que transmitía un programa matutino para gente sin cerebro. Me decía: ¿Por qué tardaste tanto? –apenas giraba los ojos para verme–. Y lo peor: “¿Para qué sales, si no tienes a qué salir?”. Yo me hundía como en hule espuma ante esa frase. Entonces era muy difícil ganar dinero quedándose en casa. Además, yo tenía 21 años. No quería ver su programa de las mañanas ni ser lo mismo que ella, ni quedarme en casa. En esos meses trabajé dando clases, entregando investigación y haciendo la tesis. Hoy, ante la andanada de comentarios en redes, tales como “si no tienen a qué salir, quédense en su casa”, me es inevitable recordar el episodio.
Desde siempre le tuve entre envidia y ojeriza a quienes se sentían felices “estando en su casa”. “Es que no me ha tocado”, pensé. Pero en realidad, nunca me sentí en mi casa, más que trabajando, haciendo lo que me gusta. Una contingencia como la que vivimos ahora –igual que la de 2009 con la H1N1–enfrenta con esa cualidad de “caracol”, mediante la que una tiene la sensación de andar por la vida con cosas a cuestas, pocas cosas, pero imprescindibles, esperando contar con lo esencial a donde sea que haya que establecerse. Lugar que te acoge con tu equipaje y tu bagaje, lugar que se convierte en tu casa. En ese sentido, he tenido la inmensa fortuna de sentirme bien hospedada en mis trabajos, en los que normalmente paso más tiempo que en mi casa.
Hoy tengo el privilegio de tener un trabajo más o menos estable –más de los que he tenido en mi vida– y de decidir a dónde quiero mudarme –sigo buscando el “sentirme en mi casa”–. Mucha gente no tiene lo que yo tengo. Frente a las circunstancias que hoy vivimos, muchos están desamparados y no viven más que con lo que ganan al día. Todos los que han ido a agotar provisiones al Costco podrían pensar 5 minutos en los que no tienen crédito o dinero para hacerse de provisiones, o en los que nos sentimos “homeless” eternos porque estamos y no estamos. Somos funcionales, pero sabemos que nos hacemos en el camino, no llegando a algún lado. Cargamos con dependientes a ratos y somos solventes, pero no sabemos qué sentido tiene eso para nosotros.
Cierto, quedarse en casa en la autoimpuesta contingencia actual, es un privilegio. Piensen en las empleadas domésticas, por ejemplo, y piensen en que viajan en transporte público por cerca de hora y media para ganar 200 pesos al día. Sí, traen gérmenes. Sí, dependen de esos 200 pesos. Piensen en el desplazamiento de mercancías en una situación de aislamiento y en los establecimientos que no libran el pago de empleados o de la renta si no hay clientes. Claro: ante las gráficas de los medios y las recomendaciones de las autoridades de otros países, es mejor romper la cadena de contagio y quedarnos aislados, dice la lógica. Así ayudaremos a que los servicios de seguridad y salud hagan un mejor trabajo siendo menos demandantes y reduciendo la incidencia.
Pero piensen también en quienes dependen de la venta diaria de sus productos, de las empresas que acaban de abrir o en los que nos sentimos más acompañados entre desconocidos, en la terraza de un bar, viendo a la gente que pasa en la calle. La solidaridad se manifiesta de muy diversas maneras y no se vale juzgar mal o echarle ojos de maldición al que no brinca en un pie de alegría por quedarse en su casa –con hijos, sin hijos, con dinero asegurado o con la incertidumbre de qué van a comer mañana–. Cierto es que, para acotar la pandemia, tenemos que vigilar cuidadosamente y ser conscientes de nuestras pequeñas acciones. Pero pensemos también y seamos solidarios con quienes dependen de su venta del día. El Costco y los grandes supermercados la libran, pero no las fondas, ni los vendedores de dulces ni las tienditas.
Como soy gente de calle, resulta que he trabado amistad con los dueños de los bares y restaurantes a los que voy habitualmente, lo mismo que con los vendedores de velas, dulces, chicles, cigarros. Hoy vi desesperación en sus ojos al percibir la curva que apenas empieza. El señor de las velas se regresó a pedirme que le comprara –lo que nunca hace–, porque en las semanas que vienen “va a tener que cambiar su ruta” si cierran los restaurantes. Y claro, van a cerrar. Cambiar su ruta no creo que lo ayude: habrá menos gente en la calle. Van dos días que no veo a Anselmo, un vendedor de dulces al que le calculo como unos 80 años a cuestas y que es conocido por todos en la ruta de restaurantes que visito. Anselmo está en riesgo por edad, por precariedad, porque anda en la calle y porque, encima de todo, no va a vender nada en varias semanas.
Fin del ejercicio: recuerden las tres imágenes que les propuse al inicio. ¿No se ven más absurdas?
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