Recuerdo bien el día que nos reunimos un grupo de ciudadanos con un procurador de justicia de la Ciudad de México para hablar sobre un delito que, en ese momento, asolaba a miles de capitalinas y capitalinos: la extorsión vía telefónica con diferentes formas de engaño y miedo.
La respuesta del entonces funcionario fue simple, aunque de ninguna manera satisfactoria: ése era un tipo de fraude que no constituía propiamente un crimen, porque la víctima caía en la trampa y colaboraba; además –dijo en ese momento–, en la Ciudad de México había delitos mucho más graves y apremiantes de solucionar, como el robo de vehículos o el asalto afuera de cajeros automáticos.
Sin embargo, la extorsión telefónica creció rápidamente no sólo en la capital del país, sino en toda la república cuando el celular se convirtió en nuestro principal vehículo de comunicación y sustituyó a las líneas fijas con sus diferentes opciones de intercambio de información, entre ellas, la posibilidad de usar redes sociales desde un teléfono móvil.
Al mismo tiempo, los delincuentes comprobaron que la extorsión era un delito barato –no requiere una gran nómina, ni gastos de logística o infraestructura–, con enormes ganancias y un riesgo muy bajo. Por medio de los mismos teléfonos celulares, podían marcar varias veces al día hasta encontrar a una víctima que, ante el terror ya incorporado por la percepción diaria de inseguridad, fuera fácil de manipular a distancia y quitarle sumas importantes de dinero que ella o él mismo se encargarían de depositar.
No pasaron muchos meses para que los extorsionadores idearan nuevos modus operandi y mejoraran sus habilidades para infundir temor; ya fuera personificando a un cártel del crimen más organizado o a un afligido pariente que había perdido su dinero en alguna central de autobuses, este tipo de delincuente se topó con una forma de vida, sin que importara mucho que estuviese en libertad o recluido en un penal.
A pesar de la resistencia inicial de las autoridades, el Jefe de Gobierno en esa época, el ahora canciller Marcelo Ebrard, entendió muy bien el impacto de este crimen y respaldó la organización de un consejo de ciudadanos que se especializó, entre muchas cosas, en atender en tiempo real la extorsión telefónica.
Gracias a ello, se podía evitar el 99 por ciento de los reportes que se hacían a un número gratuito atendido por psicólogos y abogados titulados, luego vino el diseño de una App que ahora se encuentra disponible para cualquier sistema operativo y la creación de una base de datos robusta que se compartió con autoridades para tratar de frenar un delito que, de tan común, sigue siendo de alto impacto para la ciudadanía.
Con eso pudimos reducir mucho el impacto de la extorsión en un entorno de expansión del uso de teléfonos celulares, de compra-venta descarada de aparatos robados o perdidos en muchas zonas de la Ciudad de México y del Estado de México, de miles de unidades que compartían el mismo IMEI (número de identificación del aparato) y de una baja denuncia a la hora de que eran sustraídos o extraviados, por la facilidad de ir y comprar otro, aunque fuera a plazos.
A la par, dimos cientos de pláticas de prevención y circulamos datos de interés públicos por todos los medios de comunicación posibles. Nuestra regla de oro, no engancharse, colgar y denunciar, tenían un fundamento simple: si la víctima no responde la llamada, no hay manera de que el extorsionador la ataque.
Aún así, la extorsión telefónica se mantuvo –y se mantiene– como el segundo delito más cometido en México. Apenas el lunes, la académica y articulista Denisse Dresser narró con lujo de detalle un caso de extorsión cometido en contra de su madre, a partir de una grabación de su voz (la cual no era muy difícil de montar al tratarse de una persona pública) para engancharla y hacerle creer un supuesto secuestro de su hija.
Una de las razones de que este crimen no disminuya es que nutre al primero en la lista: el robo a transeúnte, es decir, en la calle para robar principalmente teléfonos celulares que tienen un alto valor de recompra en el mercado negro. Con un bajo nivel de denuncia, debido a la desconfianza en la autoridad, y la posibilidad de adquirir uno en cualquier tienda de conveniencia sin identificación o comprobante de domicilio; en una década, estos son los dos crímenes con mayor incidencia en territorio nacional.
En alguna ocasión escuché que resolver cualquier problema es como andar en bicicleta: si dejas de pedalear, te caes. En el caso de la seguridad se aplica con mucha precisión, si no seguimos insistiendo, compartiendo datos, construyendo confianza en autoridades y organismos de denuncia, es fácil caer en las garras de los delincuentes, más en una clase que a lo largo del tiempo ha hecho del terror su mejor arma en contra nuestra.