Suelo es la tierra que sostiene, el piso que ampara,
la fundación de la existencia humana.
Sin él no se implantan ciudades ni puede alzarse el poder.
Y de repente
el suelo se echa a andar,
no hay amparo:
todo lo que era firme se viene abajo.
José Emilio Pacheco.
Era un jueves, como cualquier otro, cuando Evangelina Corona se levantó, como cualquier otro día, muy temprano. Alistó a su hija y salió a dejarla a la escuela. De ahí, se encaminó a su trabajo, en la calle San Antonio Abad, en el centro de la capital, donde ejercía como costurera.
Al llegar lo que vio le cambió la vida para siempre: frente a sus ojos, lo que ella conocía como un robusto edificio de once pisos, estaba convertido en una masa apocalíptica de escombros humeantes, en cuyas entrañas de hormigón y metal retorcido más de seiscientas de sus compañeras fueron literalmente aplastadas… Era el fatídico jueves 19 de septiembre de 1985…
Ante la calamidad del terremoto, los mexicanos se unieron como nunca; ya lo decía Carlos P. Rómulo: “La hermandad es el mismo precio y condición de la supervivencia del hombre”. Sin embargo, Evangelina y sus compañeras sobrevivientes recibieron un golpe injusto que les generó una gran indignación: después de los dos tremendos sismos, las últimas en ser rescatadas por los servicios gubernamentales fueron las costureras: “Muchos de sus cadáveres salieron de los escombros cuando sólo podían reconocerse por un anillito o un collar. Había pasado un mes. ¿Por qué? Porque eran mujeres, porque trabajaban en talleres clandestinos en San Antonio Abad, porque a la hora de la verdad sus patrones buscaron primero la caja fuerte que salvar las vidas de sus trabajadoras”, comenta Evangelina.
Conforme pasaron los días poco a poco se fue destapando la cloaca apestosa con que se manejaban aquellos talleres de costureras. Al ser clandestinos, los dueños se deslindaron de toda responsabilidad desde el principio: “Como no sabíamos nada de nada, creímos que los patrones eran buenos”, dijo Evangelina. Ahí, junto a “esas ruinas que ves”, quedó su buena voluntad e ingenuidad enterrada: 1,326 talleres quedaron inservibles y 800 totalmente destruidos.
El mundo se enteró de las horrendas condiciones de trabajo de las costureras mexicanas, pues la mayor parte de esos talleres estaban enclavados en edificios inestables, diseñados para casa habitación, no para fábrica. Además, eran espacios atiborrados de máquinas y toneladas de gigantes rollos de tela, lo que provocó un subcolapso más rápido y fuerte por el sobrepeso. De las normas de seguridad después hablamos…
Pronto la situación de las costureras se tornó crítica: “cuarenta mil se quedaron sin empleo debido al sismo y en estado de indefensión, porque 50% de la producción se hacía en talleres clandestinos, 51% de las trabajadoras tenía sólo contratos semanales y apenas 18% era de planta”.
Inmediatamente después de la tragedia, Evangelina sintió en su corazón que el pasó a seguir debía ser, en sus palabras, “no apachurrarse”, sino transformar el dolor en acción. Mujer de carácter férreo, con una increíble capacidad de convocatoria, pero sobre todo una sinceridad y sensibilidad humana abrazadas en la fe de su religión, comenzó a animar y organizar a sus compañeras: “El 85 fue para mí un antes y un después en mi vida. Si no hubiera ocurrido el terremoto seguiría yo muy campante, conforme con que me dieran de trabajo. Pero el salto que me hizo dar esa tragedia fue mayúsculo”.
Agrupadas, las obreras del vestido fundaron el Sindicato de Costureras 19 de septiembre. Como líder, Evangelina hizo cosas nunca vistas, desde prohibir a punta de palos que los dueños se llevaran la costosa maquinaria rescatada del terremoto, hasta pararse frente al entonces presidente Miguel de la Madrid, y lejos de intimidarse, decirle en su cara: “No, presidente, las cosas no son como usted las dice”. No fue desfachatez, era autenticidad y la convicción de hacer lo correcto con todas sus consecuencias.
Con una fantástica presencia en público, un don excepcional para dirigirse a los demás con vocabulario sencillo y directo, Evangelina hizo escuchar la voz de un sector industrial cuya fuerza de trabajo era, y sigue siendo, esencialmente femenino. Exigieron pagar indemnizaciones, se pelearon contratos colectivos y se trató de asegurar la titularidad del sindicato en otras fábricas. Durante aquella primera etapa el sindicato tenía ocho mil agremiadas provenientes de cuarenta fábricas.
Pero no tardaron en aparecer los problemas. Totalmente inexperta en los bretes políticos, Evangelina comenzó a darse cuenta de que, como decían en su pueblo, cuando la perra es brava hasta a los de casa muerde: “Las primeras diferencias empezaron a surgir porque las asesoras querían que yo me ciñera a lo que ellas me decían que yo tenía que decir. Y yo me rebelaba: ‘¿Por qué voy a tener que decir eso, si no es lo que estamos viviendo? Además, ellas manejaban un vocabulario diferente al mío; hablaban con ajos y cebollas y ese tipo de palabras yo no las manejo. Yo no podía calificar en público al presidente Miguel de la Madrid como un hijo de quien sabe quién, como ellas querían que lo hiciera. El distanciamiento empezó porque las asesoras querían que yo le entrara al mismo aro en que ellas andaban rodando’”.Evangelina rompió con el sindicato en 1991.
Los orígenes de Evangelina fueron humildes. Nacida en 1938 en el pueblo de San Antonio Cuaxomulco, Tlaxcala (no lejos de Apizaco), su familia no tuvo recursos. Ella terminó hasta tercero de primaria, mientras sus ocho hermanos se dedicaban al campo, “a sembrar y a recoger frijol, haba, maíz, trigo, cebada y, los domingos, piedras para ayudar a su papá a levantar su casa, a unos cien metros de una barranca”.
Evangelina nunca le tuvo rencor por su pobreza. Como miles de otros, partió a la capital en busca de oportunidades. Comenzó a trabajar como sirvienta, pero con el tiempo fue haciendo oficio en la costura, que le encantaba, hasta conseguir un trabajo como costurera. No tardó en dominar la overlock, “una máquina bonita que hace remates, cierra bien las costuras y las clausura”. A lo largo de los años aprendió a manejar con destreza la dobladilladora, la ojaladora y la botonadora, pero sobre todo a tener una vida, como dijo, “verdaderamente cristiana”. A fuerza de lucha y de un carácter indomable, Evangelina se sobrepuso a los peores augurios, mediante la perseverancia y el empeño de quien afronta la vida siempre con un espíritu positivo.
En 1991 fue nombrada Diputada Federal por el PRD, puesto que ejerció hasta 1994: “¿Cuándo una costurera que sólo cursó el tercero de primaria iba a llegar a la Cámara?”. Al subir a la tribuna en la Cámara de Diputados hablaba con la misma sinceridad fresca y honrada de siempre. Su mejor arma como mujer ante la “jauría de lobos” fue su sentido común, que partía simplemente de su realidad. Elena Poniatowska recuerda que “nunca dejó de decir la verdad y recibir, atender y defender a los más pobres. (…) Al ver que sus compañeros diputados no hacían lo mismo se preocupaba, los consideró farsantes y opinaba que ‘el trabajo en la Cámara de Diputados’ es una farsa, una completa pérdida de tiempo y se desperdicia dinero que le cuesta al pueblo”.
Ayudó a la reforma de varios artículos de la Ley del Seguro Social para incrementar las pensiones, porque “…arribar a la tercera edad en este país, es empezar a enfrentarse a una serie de privaciones, penurias e ingratitudes que arrojan a los abuelos a la mendicidad; pero lo más grave: se les excluye de la productividad, se les abandona, orillándolos de esta forma a llegar a la miseria extrema. Tal es el caso de los jubilados, pensionados del país”. Estuvo a punto de ser alcaldesa de Nezahualcóyotl.
No se puede hablar de Evangelina Corona sin mencionar su beta religiosa. Educada en la tradición protestante, si bien después fue metodista, su fe la llevó a trabajar en centros de ayuda a niñas violadas y mujeres víctimas de violencia. Su rechazo al catolicismo fue por una sencilla razón: “no dejan ordenarse a mujeres”. Del metodismo pasó al presbiterianismo, desde donde dio un testimonio que le permitió llegar a ser un referente de la lucha de las mujeres por el acceso formal a los ministerios eclesiásticos. Sin que ella se vanagloriara, tuvo una importante participación en congresos como Las iglesias evangélicas y el Estado mexicano (1992), el Congreso de ministerios femeninos en el Seminario Presbiteriano (1996) o la asamblea de la Fraternidad Teológica Latinoamericana en Chile (1992): “Dentro y fuera de México ha sido reconocida como una de las pioneras en la reivindicación de los ministerios femeninos”, comentó el obispo Juan Calvino.
En el 2008 se publicaron sus memorias Contar las cosas como fueron:
“Más que triunfos, lo que he tenido son cambios bruscos en mi vida, cambios que no esperaba. Nunca me imaginé que sería la secretaria general del sindicato de costureras, nunca pensé estar en la Cámara de Diputados, nunca me puse como meta formar parte del Consejo de Ancianos de mi iglesia, ni tuve sueños de conocer otros países o de luchar por una alcaldía… (…) Pienso que hay que despertar con alegría y con los ojos alzados al cielo para contemplar las maravillas que Dios nos permite ver. Y si a veces tenemos problemas, pues hay que llorar cuando los tenemos. Y si tenemos dolores, pues hay que curarnos. Pero no apachurrarnos. Hay que superarlo todo. Cada momento tiene su propio consejo, cada momento tiene su propia inspiración, cada momento tiene su sabor, sea agradable o desagradable”.
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