Supongamos que hace un poco más de un año, en un mercado de algún país del mundo, mientras una epidemia de influenza estacional asola la ciudad donde está emplazado, los habituales comensales de éste devoran sopas y guisos de murciélagos, cocodrilos pequeños, gatos, puercoespines, perros, ratas de bambú, crías de lobo, patos, carne de camello, marmotas, conejo y pollo. Los pueblos que conocen lo que son las hambrunas, saben, desde siempre, que todo lo que se mueve se come, y la nación en cuestión, bien sabe de ello.
Supongamos que la fórmula influenza estacional, sumada al virus de la gripe animal presente en alguno de los platillos que se consumen traspasan fronteras fisiológicas y, potenciándose, dan origen a una nueva cepa de coronavirus el que comienza a contagiar a velocidad exponencial a los habitantes de la ciudad, de la región y del país.
Supongamos que las autoridades políticas de esa nación deciden ocultar lo que está ocurriendo, forzando a autoridades locales y sanitarias a callar. Supongamos que una cadena de muertes “accidentales” ocurre en esos mismos días, afectando al equipo médico que ha dado la alarma de la nueva enfermedad. Supongamos que el jefe de ellos –el que primero que dio cuenta de un virus que se parecía al SARS, otro coronavirus mortal–, aquel que la policía le dijo que “dejara de hacer comentarios falsos” y fue investigado por “propagar rumores”, muere de la nueva enfermedad a pesar de su juventud.
Supongamos, ahora, que la organización de salud internacional, que agrupa a 193 países, decide acoger las peticiones del Estado donde ha nacido el, ahora llamado, Covid-19, y evita declarar inconveniente viajar y salir de éste, permitiendo que la infección se propague en aviones y barcos por todo el orbe.
Supongamos que diversas naciones presionan a dicho organismo para que no declare la “pandemia”. Supongamos que lo hacen por criterios meramente políticos y económicos, desconociendo las recomendaciones de las sociedades médicas más prestigiosas.
Supongamos que la población mundial se niega a cambiar su estilo de vida, que millones creen que sólo se trata de una estrategia para controlar las grandes explosiones sociales de los últimos meses y años. Supongamos que hay protestas contra las medidas sanitarias y de autocuidado.
Supongamos que la mayoría de los países europeos se demoran en tomar medidas básicas de salud pública. Supongamos que se cree que la nueva enfermedad será controlada en unas pocas semanas o, a lo más, en meses.
Supongamos que se gastan miles de millones de litros de tinta y neuronas tratando de decidir si vale la pena o no implementar el uso de mascarillas. Supongamos que hay naciones latinoamericanas que declaran cuarentenas totales de más de nueve meses y supongamos que hay otras que nunca lo hacen.
Supongamos que hay Jefes de Estado que “compiten” a través de masivas ruedas de prensa con otros primeros mandatarios para ver cuál de sus naciones tiene mayor o menor cantidad de fallecidos.
Supongamos que el presidente de la primera potencia del mundo decide abandonar la principal organización de salud internacional en plena pandemia y que, además, ridiculiza todo el gigantesco trabajo que hace el personal sanitario de su país y del planeta, exponiendo su salud a diario, por salvar a los millones que enferman, declarando que la pandemia es una exageración construida por la prensa. Supongamos que ese mismo sujeto cree y fomenta la creencia en “teorías conspirativas”.
Supongamos que se desata una monumental crisis económica, supongamos que millones de puestos de trabajo se pierden, supongamos que la industria aeronáutica y del turismo se paraliza. Supongamos que los Estados, para paliar la crisis, generan la mayor deuda pública de la historia; en el caso de Latinoamérica dejando a sus principales economías con deudas en torno al 62% del PIB.
Supongamos que el verano del hemisferio norte del 2020 transmite una falsa sensación de confianza y, por ello, la segunda ola es mucho peor que la primera, en términos de tasa de contagios y letalidad. Supongamos que, además, durante el curso de la pandemia las muertes asociadas al Covid-19 es muchísima más alta que lo que las cifras oficiales admiten.
Supongamos que creemos que por el hecho de contar con vacunas a fines de 2020 el problema está resuelto. Supongamos que el invierno de 2021 del norte del planeta y el verano del hemisferio sur resultan ser uno de los períodos más complejos, desde el punto de vista sanitario, de los últimos 100 años.
Supongamos que las fronteras se abren antes de tiempo potenciando rebrotes del virus por doquier. Supongamos que la producción y distribución de las vacunas toma mucho más tiempo del imaginado, supongamos, entonces, que muchos países viven una tercera ola de la enfermedad.
Supongamos que, debido a todo lo descrito, la tecnología se transforma, en forma vertiginosa, y nuestro modo de vida cambia como no lo habíamos soñado. Supongamos que surgen múltiples focos de conflicto de origen político, social y económico y, con ello, que los ejes del poder se alteran en forma dramática. Supongamos que nuevos códigos culturales dan inicio a una profunda transformación societaria. Supongamos que el siglo XXI ha llegado definitivamente y que nos espera una nueva era desde todo punto de vista.
Supongamos que aprendemos algo de todo esto.
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