Un pentito (“arrepentido” en italiano) es aquel que confiesa los secretos de la mafia a la que pertenece. ¿Es Emilio Lozoya, en las actuales condiciones, un pentito? El peso de la respuesta a esta pregunta es relevante para entender el fondo del problema. La figura del pentito ha sido tradicionalmente usada en el contexto de la lucha antimafia en Italia, pero también se ha transformado en una figura jurídica de enorme relevancia para la investigación criminal. Los dichos de los pentiti han sido históricamente demoledores. En Sicilia, por ejemplo, sirvieron para terminar de derrumbar la hipótesis de aquellos que seguían pensando que la mafia era un mito. Y a la par, también se convirtieron en sólidos ladrillos judiciales que los magistrados antimafia utilizaron para construir y conducir el mayor juicio en contra de la mafia en la historia de aquel país, el famoso Maxiproceso.
Tommaso Buscetta es el nombre del primer pentito reconocido públicamente en Sicilia. Después de permanecer prófugo de la ley por años, y de dejar de ser respaldado por la Cosa Nostra, Buscetta no tuvo mejor opción que confesar para salvar su propio pellejo. El resultado fue el teorema Buscetta, clave para llevar a cabo el mencionado juicio, pero también una herramienta analítica valiosa para la comprensión de la mafia siciliana. En Estados Unidos, la mafia italoamericana también tuvo su pentito. Joe Valachi, nacido en Nueva York pero de descendencia napolitana, se convirtió en miembro de la Cosa Nostra en Estados Unidos. Sin embargo, alrededor de dos décadas antes que Buscetta, Valachi testificó en contra de su organización mafiosa ante una comisión instalada en el Senado de Estados Unidos.
Sin las confesiones de Buscetta y Valachi, no se podría haber construido un caso judicial sólido en contra de los grupos mafiosos. Pero además, tampoco se habrían podido construir análisis sobre la operación y condiciones del crimen y su organización en ambos contextos. Las revelaciones de Lozoya son igual de importantes en ese sentido. No se trata únicamente de conocer nombres y acciones concretas (aunque saberlo también es fundamental), sus confesiones también permiten conocer y entender sobre prácticas, estructuras, códigos y demás formas de socialización que habilitan y alimentan el crimen y la corrupción. Además, al igual que en los otros casos, Lozoya también se encuentra en una posición de vulnerabilidad que le abre una posibilidad para comportarse disruptivamente y confesar sobre lo que, teóricamente, no debería confesar.
¿Qué hace distinto al caso Lozoya respecto a sus colegas arrepentidos? Tanto Valachi como Buscetta pertenecían a una mafia, es decir, a un grupo criminal con estructura y rasgos identitarios que, aunque con intereses económicos y políticos específicos y una histórica construcción local de autoridad, no ocupaba necesariamente cargos oficiales y mucho menos de representación pública. La historia de Lozoya, en cambio, es diferente en este sentido. O al menos eso parecía. Antes de convertirse en presidente, el diagnóstico de Andrés Manuel López Obrador sobre la decadencia del régimen político mexicano era que estaba dominado por una mafia del poder. Aunque se dedicó más a nombrar y enlistar miembros de la hipotética mafia que a detallar su funcionamiento, el caso Lozoya parece darle cierta razón al presidente.
A los pentitos se les suele creer de antemano. Son individuos ilegítimos a priori como producto de su filiación a grupos y personas concretas, pero cuyos dichos se transforman ágilmente en legítimos a partir de la creencia casi ciega de sus dichos. La lógica de la opinión pública en este sentido es tan contundente como difícil de cuestionar: hay tanta pobredumbre de donde vienen que no pueden estar mintiendo. Sin embargo, una eficaz impartición de justicia es el fiel de la balanza a la tentación del linchamiento. Afirma con razón Jacobo Dayán que “La justicia genera pedagogía, el escándalo no”. La tentación por la espectacularización del castigo es tan peligrosa como el potencial uso político que la actual administración pueda hacer del caso Lozoya. Ojalá que la presumible razón que tuvo el presidente en el diagnóstico, no se utilice para justificar el uso público de la justicia como instrumento político en favor de su administración. Después de todo, esa película ya la hemos visto en múltiples versiones a lo largo de los sexenios.
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