Vivimos tiempos políticamente correctos, tiempos plagados de frivolidad y terquedad. Hace unas semanas HBO respondió a los vientos y tempestades de las redes sociales censurando y des-censurando en unos pocos días a “Lo que el viento se llevó”; salomónicamente zanjó su contradicción con una explicación que intenta dejar a todos felices: “un drama épico de 1939 que debe verse en su forma original, contextualizarse y debatirse”. Tiempo después, intelectuales del mundo redactan la carta sobre “justicia y debate abierto” en la que hacen un llamado a la tolerancia; se trata de un ejercicio de igual impacto que el de un Papa orando por la paz en la Plaza de San Pedro. Todo esto mientras diversos movimientos de iluminados asolan estatuas y monumentos por el mundo, gritando y cantando mantras de igualitarismo, justicia y dignidad; declarando, simultáneamente, que hoy es tiempo de revancha y reivindicación.
La lógica de este nuevo puritanismo es sencilla: si no se puede con la historia se derriba sus símbolos. Si no se está dispuesto a dialogar, ni mucho menos a confrontar posiciones, se denuesta al adversario, se le convierte en enemigo, se le estigmatiza y se le enviste con todos los atributos que la masa considere políticamente incorrectos. Todo esto, desde luego, en nombre de la inclusión y la democracia.
En 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Karl Popper en La paradoja de la tolerancia ya nos lo advertía: para mantener una sociedad tolerante, la sociedad tiene que ser intolerante con la intolerancia.
No se trata aquí de defender al racismo o la brutalidad policial, la defensa de los derechos humanos no tiene matices. Pero así también, la democracia liberal tiene el deber de mantener el orden público e institucional y debe siempre protegerse de todo totalitarismo. La mejor forma para ello es aprender con memoria; no olvidar es la única forma de evitar caer en los mismos errores y horrores que nuestras sociedades han cometido en el pasado.
La historia no se puede cambiar, pero se puede estudiar, analizar, interpretar y comprender. Desde luego, ello no se hace en un quirófano aséptico, muy por el contrario, los hechos se enfrentan con ideología y argumentos, con posturas claras puestas sobre la mesa, arriesgado incomodar y hasta provocar.
Vivimos tiempos de frivolidad y de banalización de la política; tiempos de terquedad y oscurantismo reflexivo. En nombre de la tolerancia hemos ido transando diálogo y rigor intelectual, permitiendo que se instale entre nosotros el temor y su silencio cómplice. Decimos cada vez con más cuidado lo que en verdad pensamos, medimos palabra e intención y transamos, en nombre de la corrección social transamos, acumulando, al mismo tiempo, cada vez más cansancio, desconfianza y frustración. De ese ensimismamiento al encandilamiento por un discurso populista hay un mínimo paso.
El estalinismo y el nazismo, disfrazados de ideas de inclusión, tolerancia y buenismo nos soplan en las orejas; nosotros, mientras tanto, asentimos y callamos.
Memoria e historia corren por caminos distintos, pero inevitablemente paralelos, entrecruzando siempre ecos de un lado a otro. Como ya se dijo, el olvido es el gran enemigo del aprendizaje.
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