Autorretrato del otro

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Boris: Oh, if only God would give me some sign. If He would just speak to me once. Anything. One sentence. Two words. If He would just cough.
Sonja: Of course there’s a God! We’re made in His image!
Boris: You think I was made in God’s image? Take a look at me. You think He wears glasses?
Sonja: Not with those frames.

(Extracto de un diálogo del film “Amor y muerte: la última noche de Boris Grushenko”, de Woody Allen)

Sí. El título podría parecer extraño. Contradictorio. Una imposibilidad sintáctica. Sin embargo no es nada de eso. Y eso puede ser muy preocupante.

Desde un muro en el Museo de Bellas Artes de La Habana me contemplaba José Martí. Recordé que con no poca frecuencia era representado así. Con cara de santo. Con expresión de espíritu superior. Un hombre aparentemente intocado por los rasgos de maldad que – cada vez me convenzo más de ello – son casi inherentes al hombre.

 jorgearcheretratodejoseemartiJorge Arche. Retrato de José Martí

Me quedé un rato frente a la pintura. Me gustaba. Me ponía en paz. En el fondo, el paisaje tropical hacía pensar en desenfado. En abundancia. En riqueza y casi en plenitud. La mano al pecho del prócer cubano me hablaba de idealismo y de bondad (aunque – inevitable pensar siempre en lo terrible – también de sacrificio por un fin considerado superior).

Avancé y vi el siguiente cuadro. “Primavera o descanso”. Solaz. Quién fuera ese hombre descamisado acompañado de esa mujer de tanto pelo, con su flor en la mano; quién tuviera el despreocupado cerebro para darse el gusto de echarse en la yerba a contemplar el infinito (o tal vez sólo las nubes que atraviesan a distintos ritmos los cielos tan azules, algo menos agobiante que el infinito, en todo caso) con la cabeza puesta sobre las manos entrelazadas y el pecho casi al descubierto. Buen clima.

 jorgearcheprimaveraodescansoJorge Arche. Primavera o descanso

Al día siguiente de mi visita al museo hablé con un amigo sobre el cromatismo en Arche. Sobre sus paisajes recurrentes – tropicalismo, verdor, opulencia – y sus personajes de figuras sólidas. – ¿Te has dado cuenta de que todo en Arche son autorretratos? -, me preguntó. No estuve de acuerdo. Le recordé el retrato de Martí. Me dijo: – precisamente. Es él COMO Martí.

Fui aprendiendo que Jorge Arche había pintado muchos autorretratos. Pero también había retratado a muchos contemporáneos suyos – y no tan contemporáneos -. Hombres y mujeres. Yo seguía convencido que ese tipo del bigote tupido y la mano al pecho era decididamente Martí. Además, Jorge Arche tenía el pelo crespo, una piel algo más obscura, unos ojos más redondos y una estructura facial menos macilenta. Y era un poco menos flaco; más bien tirando a robusto. No. Mi amigo se había equivocado. Ese con al fondo cerros verdes era José Martí. Arche era el hombre primaveral recostado junto a la mujer de la flor.

Tardé muchos meses en tener la epifanía. Quizá porque abandoné la reflexión. Tal vez porque me dediqué a pensar en otras cosas (tampoco iba a pasar todas las horas de mis días a acordarme de Arche, por alegres que fueran sus retratos llenos de naturaleza colorida y fresca). Pero un día creí entender. ¡Claro que ese hombre era también él! Martí y Arche. Arche y Martí. El mismo individuo. Por supuesto. – ¿Quién es ese tipo? -, me preguntó luego una voz que había visto la foto del retrato de Arche que a escondidas del guardia había tomado yo en mi viaje a Cuba. – Es Martí -, le contesté. – Es Arche. Soy yo. Eres tú. Somos todos -. La voz ya no dijo nada. Se convirtió en pensamiento – ajeno – que aseveraba que yo, con todo y bigote, decididamente había perdido la razón.

A Moravia le preguntaron un día que qué tanto había de autobiográfico en sus personajes. Dijo que nada. En lo absoluto nada. Todo es una creación. No hay nada de mí en mis personajes. Nunca. En ninguno de mis libros (no lo estoy citando textualmente. Tampoco estoy traduciendo con precisión lo que respondió el escritor en su entrevista. Pero poco importa). Mentía. Y bromeaba al mentir, claro. El entrevistador reprodujo la respuesta sin captar la burla – la broma – clavada en ella.   A Capote le preguntaron lo mismo. El autor de Breakfast at Tiffany’s contestó sin ironía y con absoluta seriedad. Dijo que todo. Admitió que era imposible para él como escritor no dejar algo de él mismo plasmado en los personajes que pintaba en sus libros.

La conclusión se impone. El pintor de retratos, pinte a quien pinte, se pinta siempre a sí mismo. El escritor de novelas no inventa personajes de la nada: se reproduce autobiográficamente en todos los casos. Ambos ejercicios son irremediablemente así. No sólo porque el creador no puede más que recrearse a sí mismo, sino porque además todos somos – como ha aventurado más de un teórico – una unidad en la universalidad gigantesca.

Y la conclusión impuesta, me parece, propone un cuestionamiento ulterior. Si en el otro está uno a la hora de la creación, ¿está uno en el otro a la hora de la muerte?

Boris Grushenko tenía que matar a Napoleón. Así acabarían las guerras y él podría dedicarse a la contemplación, al descanso, al amor, y a la vida tranquila en una casita con su mujer, comiendo pasteles de nieve y atrapando mariposas (otro lepidepterólogo, mire usted nada más). Pero no se atrevía. Mientras el conquistador de media Europa yacía inconsciente en el piso, merced del golpe que la mujer le había propinado en la cabeza con una botella de champán, el “pacifista militante” reflexionaba sobre la mala idea de matar al prójimo: como estamos unidos en una universalidad, matar al otro es matarse a uno mismo.

Si consideramos todo lo anterior como cierto, entonces, parece que no hay redención. Estamos condenados a estar suicidándonos todo el rato, ya que nos da tanto por la guerra. Y si no nos matáramos en algún descanso, estaríamos siendo todos a la vez. Esto podría ser halagüeño, si pensamos que un pintor puede ser Martí (que era buen poeta aunque fuera un tanto cursi), y si imaginamos que a la vez un indigente que no encuentra colillas de cigarro para fumar es, al mismo tiempo, Winston Churchill. Pero veámoslo al revés. Y pensemos – con miedo, ni hablar – en que también somos Stalin, y Mao, y Hitler, y el Padre Maciel.

Todo es inútil. George Orwell relata su vida en la miseria parisina y en la pobreza londinense y recuerda a su amigo Bozzo, el que dibujaba con colores en las banquetas de Londres para ganarse unos centavos. Hay que hacer como él al final del día, que tenía que borrar perfectamente las pinturas de la jornada para no ser sometido por los gendarmes. Para no angustiarnos con pensamientos tenebrosos, mejor hay que deshacerse de esas ideas que no conducen a ninguna alegría. Es mejor – como Bozzo el pintor urbano, repito – meterse en un bar a tomar cerveza hasta perder la vertical y, de paso, la conciencia de estar vivos. Aunque sea temporalmente.

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