Del mundo en el aire y otras irreverencias

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“[…] The Flying or Floating Island is exactly circular […] [A]s it is in the power of the monarch to raise the island above the region of clouds and vapours, he can prevent the falling of dews and rains whenever he pleases. […]”

(Jonathan Swift, Gulliver’s Travels, 1726)

Estaban hechas de espuma, como las Camarasa.  Esas mujeres que vivían – o parecían haber paseado un día – en algún castillo (ahora inexistente por causa de fuegos nacidos de la negligencia de un loco de barba muy crecida) de cualquier recóndito paraje de los confines de la Francia boscosa que comienza a arrugarse hasta convertirse en montes escabrosos, culminando en aquellas puntas altas que hace tiempo llamaron Pirineos.  Flotaban las Camarasa, o eso creía uno.  Eso contó Selva-Nevada aquella tarde que oscureció demasiado aprisa, con un vaso de gin & tonic enfrente– pedazo de vidrio que casi no tocó en las dos horas que duró la conversa, tan absorto se encontraba en sus ensoñaciones – y mientras el interlocutor se distraía ante el vaivén del diente solitario que le adornaba estoicamente una encía desvencijada.

Mismo caso fue el de las mujeres orientales, si atendemos a lo que dicen los que las vieron moverse con la sutileza, la ligereza y el tiento cauto de un felino.  Podían aparecer y desparecer ochenta veces sin que uno lo notase.  Educadas para ciertos efectos – temas en los cuales es mejor no entrar para no caer en lo que a toro pasado resulta ya políticamente incorrecto –, supieron ser de un sigilo elegante, imperceptible, casi – perfecta paradoja – inasible.  La buena educación es la que no se nota, dijeron algunos.  En este caso no se notaba nada, salvo la perfección, lo inmaculado, lo pulcro.  Sólo la ausencia.  Eso se siente, como una energía que permite que todo exista en un mundo de vapores; en un mundo de ausencias; en un mundo que, por perfecto e inasequible, definitivamente es claro que no existe.

Utagawa Toyokuni
Utagawa Toyokuni

Don Álvar Carrillo Gil volvió de su primera visita al Japón maravillado con la sofisticación de la estampa japonesa.  Las líneas de las composiciones, la temática exótica, las texturas de grecas inverosímiles, la iconografía desconocida, el manejo magistral de la técnica del grabado sobre madera y, sobre todo, la novedad – para un ajeno – de la capacidad que tenían aquellos artistas de plasmar con genio escenas que no revivirían jamás.  Todos aquellos ingredientes le elevaron a estados espirituales a los que no había accedido antes, y comenzó desde entonces a volverse un voraz coleccionista de piezas que le levantarían a las nubes.  A don Álvar le anonadó con especial fuerza algo que para él no existía: el mundo flotante en el que todo aquello tenía cabida.

Claro que el coleccionista mexicano no había sido el primero en enloquecer ante la elegancia de arte japonés de las tintas.  Décadas antes un loco, un hombre rubio del norte que vivió mucho en Arles y que un día de desequilibrio enardecido se cortó de un tajo una oreja, había tomado como parámetro inspirador la línea disciplinada de las imágenes del Ukiyo-e.  En alguna época imitó esta técnica e hizo sus propias interpretaciones, dibujando incluso caracteres orientales cuyo significado muy posiblemente desconocía.

La obra anterior del holandés había sido reflejo cruel de la triste vida de la gente del campo.  Un día se mudó a Francia.  Parece que fue en los ochentas del siglo XIX.  Fue en esa coyuntura que entró en contacto con la estampa japonesa, y quedó patidifuso ante aquel descubrimiento.  A tal grado fue así, que poco tiempo después le estaría escribiendo a su hermano Theo diciéndole que todo en su obra se inspiraba en el arte del Japón.

Puente Van Gogh
Puente Van Gogh

No fue tampoco este loco de remate el único en su tiempo en ponderar el arte de las nubes.  Toulouse-Lautrec, su contemporáneo, ese aficionado a las golfas, el incesante vividor con ancla en el ajenjo, el de las piernas rotas y la madre omnipresente, recreó muchas veces estampas que veía venir del oriente lejano.  Nada tenía aquello que ver con su bagaje, el de un noble de provincia que bien hubiera podido tener suficiente material para retratar en los chateaux cubiertos de hiedra, en las cacerías de los campos, en los salones de baile y las salas de techos de cuatro metros de alto.  Siempre lo alejado será más atractivo.  Y si de tan lejano resulta inexistente, se convierte entonces en perfecto objeto del deseo.

 Hay una etapa importante, que es la de Edo.  Resalta Hokusai.  Siempre hay mujeres que flotan y que viven en un mundo sin sombras y sin perspectivas; hay puentes y cerezos, y también hay volcanes (uno, al menos: el que tiene nieve encima), trajes regionales y la natural composición en diagonal ascendente.  El teatro Kabuki y todo aquello también es temática constante del asunto.  El siglo XVIII parece ser la cima, según los estudiosos.   Para un europeo esto se convierte en un objeto de culto, y pronto el Ukiyo-e (el mundo flotante) se transforma en elemento indispensable para la comprensión de una variedad de facetas del impresionismo y de lo que le vino después.

Gran Ola Hokusai
Gran Ola Hokusai

La estampa japonesa generada con la técnica de la xilografía dejó estupefactos a artistas occidentales de finales del siglo XIX, entusiasmó a coleccionistas de mediados del siglo XX y nos sigue asombrando a todos.  Y no es por nada.  Siempre será motivo de azoro – e incluso de veneración – un mundo que sea tan irreverente como para tener la osadía de existir en el aire.

 

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