El prejuicio del paraguas O la mariconada de usar sombrilla

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A Francisco Masse, que domina el arte de burlarse de sí mismo, que es maestro del cagarse en todo, y que ha aprendido el secreto para no mojarse.

El que llueva en la Ciudad de México no es novedad. En realidad, aquí llueve desde que Dios es padre. O quizá no desde entonces (pues la ocupación de padre, tengo entendido, Dios la desempeña desde antes de que cualquier otra cosa sucediera).   Lo que sí podríamos afirmar es que en la Ciudad de México ya llovía cuando Cortés escribió la primera carta de relación; cuando Bernal tomó las primeras notas para su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Es más: en este pantanal ya llovía el día en que a Moctezuma le dio por mandar podar al ahuehuete más viejo y cuando tuvo la ocurrencia de mandarse traer pescado desde las Costas del Golfo.

Duré mucho tiempo sin entender por qué demonios las personas se resisten a usar paraguas. En un momento me llamó inclusive fuertemente la atención que no lo hicieran, ya si no por no mojarse, al menos para verse bien. Verán ustedes: el paraguas es muy elegante. René Magritte lo sabía. Un paraguas bien llevado, a diferencia de – digamos – un hule arrugado entorno al cuerpo, puede convertir al individuo más inocuo en un ser de cierta categoría.

René Magritte. Las vacaciones de Hegel

Creo que antes era distinto. Parece ser que el prejuicio se ha acentuado en los últimos tiempos. Quizá nací en una época equivocada – esto a menudo me lo pregunto – en la que la Ciudad de México pasó de ser una urbe lluviosa en la que el ciudadano usaba paraguas y abrigos largos hasta el piso, a una urbe lluviosa en la que el ciudadano se ha dejado el paraguas para esconderse debajo de los techos y para correr como papanatas cubriéndose la guaja con un portafolios o la gordura con una bolsa de basura.

Todas las tardes de lluvia (que son todas las tardes prácticamente del tiempo que transcurre entre que inicia junio hasta bien entrado octubre) ve uno manadas de pendejos (¿parvadas inmóviles de pájaros bobos?) parados debajo de los tejabanes. Son los que salen a las cinco de sus trabajos. O a las cuatro de las instituciones financieras. Salen, carne de cañón, con la prisa que no los acompaña cuando llegan, y se enfrentan con un chubasco puntual. Así que, desprovistos de paraguas (otra vez), se les ve ahí hacinados bajo los techos volados esperando a que aquello mengüe. No se tiene noticia de que ninguno de esos idiotas (idiotas es palabra generosa, pues evita a más de un político caer en la gazmoña precisión de hablar de pendejos y pendejas) haya sido descubierto diciéndose, en instantes como el que se describe, cosas como: “Caray. Me compraré un paraguas de esos que venden acá afuera del metro y que valen dos pesos; así, mañana podré llegar a casa sin tener que esperarme a que deje de llover”. No. No se les ocurre. O al menos eso yo pensaba.

En una segunda vuelta al sieso, quise dar al pueblo desparaguado el beneficio de la duda. Quizá todo tuviera que ver con el olvido. Con la distracción. Carajo. Pero, ¿diario? No es que de pronto la cosa fuera a cambiar radicalmente. No es que un buen martes de junio vaya a decidir dejar de llover para siempre. Así. De la nada. Con esto en mente, descarté que la distracción fuera un motivo que pudiera justificar la necedad de no llevar en la mano un paragüitas. Al menos uno de esos chiquitos que no estorban tanto.

La verdad de la costumbre de aferrarse a la no utilización del paraguas, en esta ciudad, obedece en gran medida a una tara que nadie normalmente creería. A la gente, descubrí un día, le parece una mariconada eso de andar para arriba y para abajo con un paraguas. Yo, que en las épocas de lluvia tengo la terca costumbre de traer siempre uno (al menos que no salga de mi casa, eso se da por descontado), he recibido miradas juzgonas, he observado gente cuchichear, e incluso he sido increpado por mi hábito que me hace ver afeminado y ridículo (tal cual: juro que se me han hecho este tipo de apreciaciones). Pues me veré como sea (es un horror esta memez: ya ni vale la pena incursionar en una reflexión acerca de la imbécil homofobia), pero no me mojo.

En este muladar que llamamos Ciudad de México nos falta mucho para madurar. Para dejar de mojarnos, tenemos que madurar mucho. O dicho con mayor acierto: para empezar a madurar, tenemos, primero, que aprender a dejar de mojarnos.

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Melissan

Lo que siempre me ha molestado del paraguas es la mentira. Al abrirlo, se miente uno a sí mismo, creyendo sin premura que protege de la lluvia. Al abrirlo, también le miente uno al prójimo, difundiendo la idea de que se puede ir por la vida con un refugio bajo el brazo. Quien salió por la mañana dispuesto a encarar la verdad de que deberá ajustarse a las inclemencias del clima, tuerce camino al ver un paraguas, volviendo a la ilusión de que se vale ver llover y no mojarse.

Cuando vivía fuera de México, llevaba un paraguas para, como tú, protegerme de las miradas burlonas. Cuando suspiraba y me levantaba el cuello de la chaqueta para no dejar que las gotas juguetonas bajaran como en resbaladilla por la espalda, justo antes de dar el primer paso decidido fuera del edificio, veía (o creía siempre ver) la desaprobación de quienes esperaban que volviera el portero con la sombrilla. A veces, cuando además de reproche asomaba angustia, tenía ganas de reconfortarles, aclarándoles que al no ser de azúcar, los seres humanos no se derriten con el agua. Entendí después que mi falta no era salir de la protección del edificio sin paraguas, sino haberles engañado con mi presencia en el elevador: sólo los pobres se mojan. Para no incomodarlos, durante un tiempo recordé salir siempre con un discreto y moderno paraguas.

En esas tardes lluviosas en que la gente iba y venía por la calle como si no hubiera cambiado su circunferencia, siempre temí perder un ojo o regresar a casa con ojos de más, incrustados en las varillas del paraguas como aceitunas de cóctel con todo y relleno de pimiento. Aprendí después a usar el paraguas: como caballos de tiovivo, suben y bajan, aprovechando las tres dimensiones en que pueden moverse para evitarse unos a otros. Esto me divertía, pero no perdía el mal sabor de boca. Llegaría a mi destino con los pies mojados y con gotas en las gafas; se maltratarían el saco y la bufanda de lana si ya empezaba la primavera; se mancharía la camisa de algodón si ya era verano. Tendría con quien me esperaba, resguardado en mi destino, la misma silenciosa conversación: “¿Llueve?” “Sí, llueve” “¿No traías paraguas?” “Sí, pero ya ves que es inútil” “¿Para que lo traes, entonces?” Siempre hay quien denuncia que el embajador va desnudo, con el trabajo que costó confeccionar el traje.

Acabé comprando la metafísica tranquilidad del impermeable sobre el que todo se resbala.

francisco javier de castaños

ancestralmente en la provincia mejicana todos nuestros campesinos incluyendo nuestros ancestros a caballo por el campo no traian paraguas. El sombrero ancho que protegía de todo y una buena cobija de palma a manera de impermeable que por 500 años se usó. Nunca el paraguas cabalgsndo por los desolados campos mejicanos como dijera mi tio Ricardo Garcia Granados y Ramírez nieto de don Jose Fernandp al compararlos con los de Europa. Asi que todos los hacendados por siglos con sus peones usaron esa vestimenta protectora de tormentas en los campos.
La invención ridícula para algunos del paraguas, es para proteger el craneo, porque de la mitad del cuerpo se empapa sin remedio.
Aun ahora los que andamos en pueblos vemos el ningun temor a la lluvia para trabajar en el campo recogiendo el producto sembrado que nos servirá de alimento. Solo agachan sus sombreros para escurrir el agua y seguir trabajando. Dicen que los paraguas son para los fifis de las ciudades que ignoran todo lo del campo.

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