Ibargüengoitia y sus pasos inmortales

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A 30 años de su fallecimiento, recordamos la obra del escritor Jorge Ibargüengoitia.

Nací en 1928 (el 22 de enero) en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras (…)

Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y se quedó ahí. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir a la capital, cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, murió.

Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión “lo que nosotros hubiéramos querido”, decían, “es que fueras ingeniero”, más tarde se acostumbraron.

Esto narraba Jorge Ibargüengoitia sobre su vida, uno de los escritores más ingeniosos, críticos, sátiros de México. El único hombre capaz de describirse, pues su peculiar forma de narrar las cosas hace que los lectores viajen, en tres párrafos, a las diferentes etapas de su vida.

El 27 de noviembre de 1983 murió, dejando inconclusa la que sería su próxima obra “Isabel cantaba”, que se dice, hablaría de Maximiliano I y Carlota de México. Obra que se llevó a la tumba, pues la llevaba consigo el día del accidente de avión que lo redujo sólo a cenizas y letras.

Ibargüengoitia fue graduado en Literatura dramática y teatro por la UNAM, y sus compañeros fueron también famosos y grandes dramaturgos, Emilio Carballido, Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández y Héctor Mendoza. La envidia de muchos,  por ser alumno de Rodolfo Usigli, la máxima figura del teatro mexicano, quien llevó a cabo una completa renovación escénica, convencido de que la función del teatro era decir la verdad sobre la sociedad. Quizá el maestro Usigli fue quien inspiró a Jorge a decir la verdad, entreteniendo y divirtiendo al público.

Escribió 16 piezas teatrales, entre las que se encuentran: Susana y los jóvenes (la primera que se puso en escena), Cleotilde en su casa,  La lucha con el ángel, El loco amor viene,  la más emblemática y con la cual se dio a conocer fue “El atentado” con la cual ganó el Premio Casa de las Américas, y por la que decidió convertirse en novelista.

Comenzó  haciendo en sus novelas, críticas y farsas sobre hechos que sucedieron y sucedían en México, como lo muestra su primera novela “Los relámpagos de agosto”, la cual relata la última fase de la Revolución Mexicana con hechos fantásticos, planes complejos, traiciones y un reloj que cambió el rumbo de esa historia, “usted disculpe, cualquier parecido a la realidad es mera coincidencia” me atrevería a decir, ya que sus libros, además de entretener, criticaban los hechos sociales y las monstruosidades de las que los seres humanos somos capaces frente a cualquier situación.

Con “Los relámpagos de agosto” se avecinaron los cuentos de “la ley de Herodes” (luego pasada a la pantalla grande, como muchas otras obras que plasmo en tinta y papel), y las extraordinarias novelas Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982). La última quizá la más divertida por las aventuras que vive un soldado sin experiencia que mandan al ruedo los corregidores y  “Domingo”, además de explicarnos la historia de la Independencia de México tan bien que me atrevo a repetir “usted disculpe, cualquier parecido a la realidad es mera coincidencia”.

Publicó en Excélsior y Vuelta infinidad de artículos, que fueron recopilados en los volúmenes  Viajes a la América ignota (1972), Sálvese quien pueda (1975), Autopsias rápidas (1988) e Instrucciones para vivir en México (1990).

Realizó múltiples actividades, como ser becario del Centro Mexicano de Escritores, de la Fundación Rockefeller, de la Fairfield  y de la Guggenheim. Se desempeñó como Profesor de Teoría y composición dramáticas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, dirigió en 1964, la Escuela de Verano de la Universidad de Guanajuato. Fue crítico de teatro, de donde lo vetaron por dar puntos de vista violentos hacia las puestas en escena.

Si el maestro Ibargüengoitia no hubiera muerto, imagínense que no hubiera escrito. Tal vez se hubiera burlado de la mediocridad de Díaz Ordaz, alguna historia de amor y ciencia ficción con la matanza del 2 de octubre de 1968,  un título como “Las orejas del mal” o “Las botas que dieron un mal paso”. Tal vez su novela más reciente habría sido “Gavilán o Paloma”. Sin duda, el escritor estaría dispuesto a  escribir para divertir y para llegar a la verdad por medio de la lectura, puestas en escena o a través del cine.

Recordemos leyendo las obras de Ibargüengoitia, solo así es como los escritores nunca mueren, evocando lugares, personajes y eventos que están plasmados en sus extraordinarios libros.

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