La historia de un rebelde alineado

Lectura: 7 minutos

 

Casa de Luis Buñuel en Félix Cuevas, Ciudad de México
Casa de Luis Buñuel en Félix Cuevas, Ciudad de México

 

Se parecía a la casa de mis abuelos.  Misma arquitectura años cincuenta.  Una casa con ladrillo aparente (o ladrillo a la vista, le dicen algunos), marcos de ventanas y puertas de fierro pintado en blanco, piedra oscura (que no volcánica) para los pisos y algunas chimeneas, por ejemplo.  Yo no sabía que las chimeneas ahora están prohibidas en la Ciudad de México.  Dato curioso que para efectos de lo que acá viene a decirse no tiene ninguna relevancia.

 

Aquello de la casa nunca me lo hubiera imaginado.  Sabía que iría a conocerla ese lunes que se celebraban treinta años de la muerte del gran cineasta de Aragón, pero quizás en mi mente había algo, digamos, más imaginativo como vivienda.  Algo más avezado.  No una casa como la de mis abuelos, carajo.  La casa de mis abuelos nunca me gustó.  Ahora me entero que la acaban de tirar.  A toro pasado se aprecian muchas cosas, hasta las casas feas y descuidadas y las ideas escandalosas de algunos ingeniosos.  También la estética de ciertos muebles que a nadie gustaban, si nos fijamos.  Parece que la arquitectura de aquella casa invadida por la hiedra hoy sería icónica de la arquitectura urbana de moda en México a mediados del siglo XX.  Lo mismo pasa con la de Luis Buñuel, naturalmente, nomás que a esa– afortunada ella – la han logrado rescatar de las destructoras garras de algún entusiasta de la arquitectura minimalista.

 

Luis Buñuel filmando
Luis Buñuel filmando

 

Entré junto con mi amigo el fotógrafo de Cantabria.  Me preguntaron mi nombre para comprobar que estaba en la lista.  Nada excepcional hasta ese punto, salvo que me hicieron esperar un poco más de la cuenta porque no me encontraban anotado, supongo, y eso me hizo sentir incómodo: tal vez no sólo no estaba en la lista, sino que posiblemente, además, tenía cara de quien entra a una casa ajena con el firme propósito de robarse un cenicero.

 

Ya más de rato (dijera mi compadre) me dejaron pasar.  A Bernardo también. Adentro todo seguía igual que afuera de la privada, aquella calle cerrada de Félix Cuevas en la muy convencional colonia del Valle de la Ciudad de México.  Lo único distinto: gentío de gente (dijera también mi compadre).  Muchos de los presentes,me di cuenta (siempre he sido muy perspicaz) pertenecían al llamado club de la tercera edad.  Individuos muy divertidos, resultaron ser después.

 

Silvia Pinal en Vidiriana
Silvia Pinal en Vidiriana

 

La sala de la casa de Luis Buñuel, donde ahora hay un piano vertical sin pena ni gloria y fotografías conmemorativas que informan al despistado de los quehaceres cinematográficos del hombre de los ojos saltones, fue durante años escenario de encuentros memorables.  Ahora cortaban el pavo, en media luna respetable al fondo del recinto, Silvia Pinal, Gabriel Figueroa (el hijo), Arturo Ripstein, don Pepe de la Colina, el inefable padre Julián Pablo et al.  La idea era que, en presencia del fantasma del aragonés, se leyeran algunos pasajes de sus memorias, se dijeran algunas historias, y se recordaran algunos chistes y aventuras que divirtieran a los presentes.

 

Mucho se dijo.  Poco se me quedó grabado.  El intercambio de anécdotas duró poco más de tres horas.  Muy difícil para alguien que está parado al fondo de la sala, sobre todo si de aquel lado del vidrio unos meseros enfrían botellas de vino blanco.  Los ritmos son distintos para todo mundo.  Estoy convencido de que las gentes de edad venerable, a pesar de tener poco tiempo ya, suelen tardar cinco veces más en relatar una historia que lo que tarda un hombre de veinte, que tiene tiempo de sobra.

 

Escena de El ángel exterminador
Escena de El ángel exterminador

 

Volteé a ver el piano varias veces durante esas horas tan largas.  Me quedaba a la derecha.  En una ocasión, inquieto, fui a apoyarme en él.  Fue más o menos en el momento en que empezó a hablar un hombre que había sido hijo de Jeanne Rucar, y que se puso a contar cómo fue que el piano había vuelto a esa casa.  Parece que la joven Jeanne se lo había pedido a Buñuel, y que éste había accedido a regalárselo… a cambio de tres botellas de champán.  Mientras esto se relataba yo me sentía muy extraño: se hablaba de un piano sobre el que yo me recargaba y al que todo mundo prestaba la atención que se presta a un conferencista que cuenta buenos chistes.  Recurrente en sus películas, el piano había estado en Un perro andaluz, en El fantasma de la libertad, en El discreto encanto de la burguesía…  Y seguía estando ahí, al lado de un imbécil que se apoyaba en él luciendo una perfecta cara de subnormal.

 

Escena de El discreto encanto de la burguesía
Escena de El discreto encanto de la burguesía

 

Recobré dignidad eventualmente y, mientras ocupaba mi remoto lugar al fondo de la sala, le pasaron el micrófono a un individuo que me cautivó: el padre Julián Pablo.  El dominico había sido el confesor de Buñuel.  El confidente de un ateo.  Un día, recordó el hombre de Dios, el gachupín le había preguntado si a él (al cura) le molestaría si él (el ateo) empezara a creer en Dios.  “Por supuesto que no me gustaría” – contestó el sacerdote –.  El artista pregunto el porqué.El padre respondió: “por la misma razón por la que a usted no le gustaría que yo dejara de creer en Él.  Me parece – agregó – que nuestra amistad tiene fundamento ahí”.

 

Un día Dalí despotricó en contra de su amigo Luis.  Se encontraron tiempo después en Nueva York, y Buñuel (boxeador en su juventud)sentó al catalán de un seco en el hocico.  El otro se levantó.  Buñuel le recriminó que hubiera hablado mal de él en sus memorias.  Dalí le contestó con franqueza: “escribí ese libro no para ponerte en un pedestal a ti, Luis, sino a mí.”

 

 

El marqués de Púbol

El marqués de Púbol

 

Gabriel Figueroa hijo iba a menudo a casa de don Luis.  Un día, el viejo le compartió una inquietud al joven: un museo del extranjero le rogaba que prestara el retrato que Dalí le había hecho, y él no estaba dispuesto a mandar la pieza en incómodo comodato.  Se le ocurría una solución: el joven Figueroa saldría al patio con la pintura y le tomaría una foto, y sería eso lo que enviarían en representación.  Mientras la contemplaban, el cineasta hacía observaciones: “pero mira qué mal pintor era! – decía – ¡Pero fíjate cómo se nota atrás, en el lienzo, que tenía que cuadricular la tela para poder pintar!  ¡No cabe duda que era pésimo pintor!”.  Figueroa tomó la foto.  Al tiempo, se la mostró a Buñuel, quien la juzgó – recordaba el fotógrafo – muy superior a la pintura.

 

Salvador Dalí.  Retrato de Luis Buñuel
Salvador Dalí. Retrato de Luis Buñuel

 

Hace varios años, el duque de S… me invitó a pasar unos días en una finca en C…   Al día siguiente de mi llegada, me levanté temprano, a eso de las once del día, y decidí salir a pasear por el jardín.  Al bajar de mi cuarto y caer sobre el zaguán,mis restregados ojos se encontraron con un elefantito con patas largas que cargaba en el lomo un obelisco.  Supe que por ahí debía de andar algún enamorado del arte surrealista del marqués de Púbol.  Salí al jardín.  Entre los robles me encontré al duque caminando, apoyándose (me imagino que nomás para quitar hojas del camino, pues no le hacía falta) en un bastón con mango de plata.  Le pregunté por aquel paquidermo.  Me dijo que en efecto lo había hecho él, como homenaje al genio de Figueras, que había sido muy su amigo.  Yo acababa de leer, hacía unos días, “Mi último suspiro”, que fue el resultado de las entrevistas que sostuvo Jean-ClaudeCarrière con Luis Buñuel con miras a dejar unas memorias.  Me había quedado con la impresión de que Dalí era un patán, pues en el libro relata Buñuel sus desencuentros con el ampurdanés, y platica cómo se terminaron peleando de forma definitiva en Nueva York, cuando Dalí ya incluso había sido expulsado por el Papa del Surrealismo de su selecto grupo de dementes internacionales.

 

Según mi anfitrión, Buñuel había tenido problemas para entender el humor de Dalí.  “Dalí siempre estaba bromeando”, me dijo.  “Yo, que lo traté mucho, hablé con él en serio solamente una vez” – luego levantó la barbilla, en una rápida reflexión y terminó su frase:“y no fue tan en serio”.

 

Sea como fuere, Buñuel quedó muy dolido con Dalí.  Nunca se reconciliaron.  A Dalí no le importó mucho, en realidad; a Buñuel seguramente sí, pues al querer dar su último suspiro no pudo dejar de evocar la figura de su compañero de la Residencia de Estudiantes.

 

Tomaba copa tras copa de vino paseando por un jardín sin pasto en el que a Buñuel seguramente más de una historia se le había ocurrido.  Pensé en todo esto.  Y en más cosas, que olvidé por lo inepto.  Luego hablé con quien me había acompañado y decidimos que era momento de irse: pasaban de las doce de la noche, y era un lunes cualquiera.

 

Salimos buscando coche público.  Sobre Félix Cuevas, famoso eje cuyos carriles extremos han sido confinados al uso del metrobús, transitaba alegremente un taxi.  Le hicimos la parada y obedeció.  Pero no era que se detenía para que subiéramos: lo hacía para preguntarnos adónde íbamos, y para a continuación ilustrarnos con la noticia de que no nos llevaría: él iba a una gasolinera y nuestro rumbo le desviaba.

 

Quizá la casa de Luis Buñuel no haya sido surrealista.  Tal vez me haya resultado en exceso convencional.  Seguramente, al final, hasta los surrealistas se cansaban de vivir en un mundo onírico e improbable.  Cuando analicé los sucesos diarios de una vida en México, me di cuenta de que había tenido sentido que Buñuel viviera y trabajara gran parte de su vida en estas tierras.  Y entendí también que Dalí no hubiera querido volver nunca a un país que era más surrealista que él.

 

 

 

 

 

 

 

 

0 0 votos
Calificación del artículo
Subscribir
Notificar a
guest
0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
0
Danos tu opinión.x