La sofisticación de lo vernáculo

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Soñé con Frida.  Estaba más fea que de costumbre (sí: a mí me parece incontemplable).  Un sarpullido pertinaz le había invadido la frente.  Jugaba, ignorando mi presencia, con un chango de dimensiones diminutas.  Le explicaba varias cosas acerca del comportamiento ideal de los changos.  El chango obedecía y corregía cuando se equivocaba en alguna maroma, y Frida se sentía feliz de tener a la mano a un simio tan sensato y obediente.

 Frida Kahlo.  Frida con changos.

Frida Kahlo.  Autorretrato con changos.

Desde hace varios años se ha generado una verdadera revolución de entusiasmo desbordado por la pintura de la hija del fotógrafo húngaro.  Ignoro qué es lo que, de sus creaciones, tanto llama la atención a tanta gente.  Supongo que algo tendrá que ver con su imaginario de sufrimiento y la manera en que logró plasmar las diarias tribulaciones que vivía en su extrañísima obra.  No lo tengo por cierto, pero en alguna parte leí que alguien la había calificado de surrealista, y ella se distinguió de veloz forma para sacudirse el epítome y decir que de surrealista nada tenía, que todo aquello era lo que le pasaba.  Eso me parece que está muy bien.  El caso es que su importancia cobró fuerza después de su muerte.  Como una avalancha, o algo similar.  Como alguna de esas cosas que suceden paulatinamente y luego son incontenibles hasta llegar al grado de abrumar.  Sólo lo supongo, como Jaime Sabines, ese chiapaneco a quien un amigo detestaba.

A mí me interesa en este momento Frida.  Pero no por su obra.  Su obra me entretiene cuando la veo, pero nunca me ha gustado y me tiene sin cuidado.  Olvidémonos de su obra, que para efectos de este artículo no es relevante, y concentrémonos en ella, en su imaginario y en su parafernalia.  Me interesa ella, porque creo que puede ser considerada la precursora inconsciente – inimputable, diría algún abogado – de la sofisticación de lo vernáculo.  Y como justo ahora vivimos en el auge de esta corriente que me parece tan graciosa, no hay más que referirnos a la pintora de los huipiles y las cejas bien tupidas para explicar cómo ha venido dándose esta enaltarización de cosas ordinarias, esta divinización de lo cotidiano: también como una avalancha, como una de esas cosas que se generan au fur et à mesure a pesar de quien se oponga.

Antes de seguir, quiero hacer una aclaración para que todo quede tan claro como el agua de tamarindo: los huipiles y los trajes autóctonos son elegantísimos y no entran en esta categoría.  Hay una muy discreta raya que divide una cosa de otra.  Muy sofisticada se veía Chabela; muy elegante Frida con sus camisas de manta; muy distinguidísima (sí: “muy distinguidísima”) Marie Pierre Colle vestida de tehuana.  No dejo de insistir en lo adecuado de la frase aquella del ilustre político: una cosa es una y otra, muy distinta, es otra (sé que he abusado de esta fórmula: pido disculpas sin verdaderamente sentirme apenado).

 Frida Kahlo.  Las dos Fridas.

Frida Kahlo.  Las dos Fridas.

Definamos: vernáculo es aquello que es nativo, lo que es doméstico, y por tanto (de domus) aquello que pertenece a nuestra casa, lo que surge sin esfuerzos de manera natural.  Lo sofisticado (del latín sophisticus), en cambio, se refiere a lo falto de naturalidad.  A lo que está refinado afectadamente.  A lo elegante.  A lo técnicamente complejo o avanzado.   Con esto en mente, podemos cavilar sobre lo rebuscado que resulta el esfuerzo de sofisticar lo vernáculo.  Veamos algunos ejemplos:

La sofisticación de lo vernáculo tiene un campo de experimentación verdaderamente enloquecido en el mundo de la gastronomía.  Ingeniosos chefs se han dado a la tarea de reinventar la comida cotidiana, elevarla al grado de arte culinario, y venderla a precios exorbitantes.  Es así como de pronto nos encontramos frente a creaciones tan inverosímiles como las quesadillas frías de humo de cuitlacoche con crema de hígado de puerco de granja; como los esquites congelados con nitrógeno fluorescente de colores incomibles aderezados con espuma de fresa salada; como las tortas a la esencia de cochinita pibil hechas con pan de masa de tamal esponjoso y aguacate de árbol crecido en una pared, incrustadas con chispas de frijoles refritos; y como los tacos líquidos (¡!) de espuma de haba con tortilla de maíz azul en espejo de jugo dulce de flor de calabaza, y como otras miles tomaduras de pelo de semejantes características.  Sofisticación de aquello que, para efectos de no perder su esencia, normalmente no sería susceptible de ser sometido a ejercicios de transformación destructiva.

 Alacena.  María Izquierdo.

María Izquierdo.  Alacena.

Mi abuelo tomaba brandy.  En realidad tomaba casi cualquier cosa que tuviera a la mano, pero de preferencia brandy.  Una vez vino a comer a la casa de mis padres.  Antes de amagar al perro con una pistola porque el can había pasado y le había babeado la mano al saludarlo (esto lo hizo cuando ya se iba), comió quejándose de todo.  En la sala, antes de pasar al comedor, le ofrecieron de beber.  Quiso brandy.  Mi padre, tequila.  Mi abuelo, furioso.  Mi padre, extrañado.  Eso era bebida de albañiles, sentenció el viejo.  Bebida imbebible de última categoría, puntualizó.  Hoy, en cualquier restaurante de lo más principal, ante semejantes aseveraciones, recibiría el hombre la mirada recriminadora de más de un comensal escandalizado, mientras en mesas aledañas los sibaritas más exquisitos seguirían degustando, ofendidos, tequilas color almíbar envejecidos en barricas de roble inglés con esencia de Jamaica en copas coñaqueras, como mandan las Sagradas Escrituras.

En la Avenida Jalisco, que ahora se llama Álvaro Obregón, los domingos, se ponen unos tipos a vender sillas tejidas con plástico.  Son unas sillas-sillones de distintos colores (chillones, siempre), muy curiosas y populares.  De chico, en Aguascalientes, veía yo en las calles del centro a los viejos sentados en ellas cuando salían a tomar el fresco de la tarde.  Ahora las parejas jóvenes las consideran de gran trendiness, las compran por pares (de preferencia de colores incombinables) y van y las ponen en sus terrazas de sus departamentos muy chic del Parque México, en La Condesa, y del de los Espejos, en Polanco.  No hay nada más “divertido”.  Luego, convidan a sus amistades a comer en una mesa que compraron en La Lagunilla y que está toda apolillada (es mejor), y sirven la comida en trastes de peltre que sueltan plomo, adquisiciones estrelladas en blanco que la güerita fue un martes al mercado de Agustín Melgar a conseguir, y trajo de vuelta en una bolsa de mercado estampada con la Virgen de un lado y con Frida del otro, creación de lo más original que también aprovechó para mercar.

Los trastes de peltre, los mercados del diario, las tiendas de barrio, los talleres de oficios de las colonias populares, la vestimenta urbana de clase baja, las tlayudas con requesón de las esquinas, los huaraches de suela de llanta… todo aquello que normalmente sería calificado de ordinario y vulgar (ninguna pretensión peyorativa en el adjetivo, que en este caso se aplica en el sentido estricto), de pronto conforma el complejo universo de lo deseable.

¿En qué momento se convirtió lo vernáculo en objeto de veneración?  ¿Cuándo fue que dimos esa vuelta de tuerca para enaltecer lo ordinario en detrimento de lo complejo?  No estoy quejándome – nunca lo haría –; sólo pregunto.  Creo que, como observador ajeno al mundo que soy (nunca he sentido que vivo en él: aceptar mi protagonismo en el universo me llenaría de miedo) no puedo sino sentirme atolondrado y perfectamente confundido.  Quizás simplemente se trate del orden de cosas actual.  Tal vez se deba todo a la evolución circular natural del mundo.  Tal vez, tal vez, tal vez.  Pero algo me queda claro: no debemos olvidar que la sofisticación implica artificiosidad y elaboración consciente, y que lo vernáculo es lo natural, lo que carece de pretensiones, lo que surge de manera espontánea.  Y por lo tanto, me parece que no deberíamos confundir conceptos inconfundibles… por aburridos que nos encontremos.

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