La vida en un segundo

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A Gonzalo Sánchez de Tagle

“En el espacio de unos pocos minutos, algunos individuos viven el lapso de toda una vida”

                                                                                                                          Henry Miller

Aquella vez mi amigo me contó una historia que parecía macabra. En algún lugar de nombre ya olvidado, esta persona había estado paseando a modo de turista. Los turistas se mueven, ya se sabe, papaloteando. Estos seres van a visitar lo que se les indica, y observan lo que les es obligatorio para efectos de cumplir con una lista de pendientes. Pero mi amigo era un poco más avezada que un turista convencional. En su afán aventurero, llegó a un lugar desierto en cuyo centro se erguía un árbol centenario. Descubrió, lleno de sorpresa, que el árbol era un cementerio. Todo él estaba tapizado de plaquetas de madera que daban datos de personas y de lapsos de tiempo. Leyó: “Jacinto, dos meses”. “Alonso, un año.” “Magdalena, seis meses.” Antonio, un año dos meses”. “Asunción, siete meses.” Y había muchas otras. Un cementerio de niños, pensó. Y lloró.

Después le fue revelado el secreto: en ese árbol se anotaban los nombres de los habitantes de la población cercana conforme se iban fugando a través de las puertas de la muerte. Pero no eran niños. Habían sido todos, al momento de la muerte, personas maduras. Los lapsos de tiempo anotados no eran otra cosa que el registro de la acumulación de los momentos felices de que habían gozado a lo largo de sus vidas.

Y parece que así es: a pesar de que se nos explica que este mundo nos es dado para alcanzar la felicidad, en el trayecto comprobamos que esta acontece solamente por espasmos. No se tiene noticia de una persona que haya experimentado la felicidad como un estado constante e incambiado. Tal vez algún día aparezca un sujeto semejante, y entonces se nos habrá revelado de un milagro.

Henry Miller, en su libro “The world of sex”, nos narra la emoción que sintió cuando contempló un autorretrato de Rubens. En la pintura, el joven artista se representa con su primera mujer, Isabella Brandt. Se pinta recién casado. Se retrata tranquilo, con mirada plácida y satisfecha. A la mujer la pinta con toda su hermosura. Con la jovialidad de quien no conoce la tragedia. Los colores de los vestidos hacen pensar en luz; las joyas que le adornan las manos a la joven, los brocados de los cuellos de ambos, las pecheras bordadas finamente, nos transmiten la idea de prosperidad y desenfado. Miller nos confiesa haber sentido el vigor de Rubens, que estaba en los años juveniles y a quien aguardaba, quizás, un futuro brillante; relata haber sentido la belleza eterna de la mujer, y la alegría que su compañía le hacía experimentar al artista; recuerda haber sentido la fuerza de un amor romántico, de ese que sólo existe entre dos personas que no se conocen todavía lo suficiente. Miller no niega haberse conmovido. Estaba seguro de contemplar la dicha eterna de un instante incapaz de ser modificado ya.

 Peter Paul Rubens.  Autorretrato con Isabella Brandt

Peter Paul Rubens. Autorretrato con Isabella Brandt

La historia, llevada a la abstracción, puede ser vista como tragedia o como bendición de inocentes. Miller reflexionó: ignoraba si el matrimonio había sido feliz o si había fracasado. Ignoraba lo que había sucedido después del congelamiento de ese instante por la mano de un pintor que se fraguaba. De alguna forma, con un pincel y una paleta, el retratista nos contaba su historia. La historia de un momento. La de un momento de dicha, que al final puede ser todos los momentos y significar la longitud completa del viaje y la razón nodal de la existencia. Para Miller, esa era el registro completo y absoluto de una historia de dicha conyugal. El registro, completo y absoluto, de una historia de felicidad. Lo que hubiera sido antes no existía. Lo que viniera después no importaba. “Lo que haya sucedido después del momento registrado – dijo el escritor – carece de importancia para mí”.

Si de niños supiéramos que estaríamos condenados al sufrimiento, al tedio, a la angustia, y al agobio, y entendiéramos lo que todos estos sentimientos significan, quizás pediríamos al enterrador prematuro que grabara ya las tumbas con el registro de los cortísimos momentos de dicha vivida.   Pero si sospecháramos que, en todo lo largo que pueda llegar a ser el trayecto, existe la posibilidad de vivir al menos un destello más de alegría, entonces tal vez tomaríamos – sí – la decisión de arriesgarnos a seguir.

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