“Bien que ces vaches de bourgeois
les apellent filles de joie […]
C’est pas tous les jours qu’elles rigolent
Parole, parole
C’est pas tous les jours qu’elles rigo – o – lent.”
Georges Brassens
“[…] ¡La vida aquí es gloriosa! Aun vosotros
[lo supisteis,
Muchachas que transitáis al margen,
[al parecer perdidas
en las más viles calles de las ciudades,
pudriéndoos y destinadas para el
[desecho.
Pues una hora a cada cual nos fue otorgada […]”
Rainer Maria Rilke
Espera. Espera y esperanza. Esperanza vana. Pero esperanza al fin. Luego llega el momento que ha hecho impacientar unos muslos fláccidos que se sostienen sobre unos viejos tacones de aguja. Todo sucede. Después hay que ponerse a la espera nuevamente: no se ha logrado resolver ningún problema existencial. No importa. Ni que fuera la pretensión. De todos modos el ciclo es así. Llegará el momento en el que la espera dure tan sólo lo que tarde en llegar la muerte.
A media tarde, después de toda una mañana oscura y fría, ha salido el sol por entre las nubes grises. Contra todo pronóstico. Lo cerrado del cielo hacía pensar que el astro no se asomaría en toda la semana. Pero ahí tenemos que de pronto resplandece y cala en los ojos: no tardará en calentar los adoquines como un par de senos calientan la cabeza del hombre lúbrico. Todo será fugaz; casi un espejismo. Volverá a venir la lluvia después a dar al traste con todo. Y de nuevo las suripantas irán a esconderse debajo de los tejados. La próxima noche puede que el agua no ahuyente a los paseantes.
Denuncia social. Queja. Molestia ante el rumbo que vienen tomando los acontecimientos. Sociedad podrida (alguien se ha atrevido a aventurar que la palabra puta tiene una etimología que le relaciona con la putrefacción). Podrida y – raro será – potencialmente pudrible. Venga a verlo Greenaway. ¿Se puede pudrir lo podrido?
La fealdad en el expresionismo alemán tiene que ver con un desencanto. Un desencanto y una conciencia del alma marchita. Un desencanto que todavía tiene fuerza en las manos para avisar de la importancia de cambiar las cosas. ¿Habrá que cambiar todo para que todo siga igual? Los esfuerzos desembocarán en lo mismo. No hay redención posible.
No es que una mañana se haya levantado pensando que sentía una vocación inexorable por abrir las piernas a las monedas. Hay de alcancías a alcancías. Marmeladof no pudo evitar que la hija se encontrara con un destino tenebroso. El alcohol tiene la severidad de un golpe de ataúd en tierra.
El consuelo difícilmente podrá encontrarse en otro lado. ¿Vale la pena pensar más allá de la satisfacción inmediata? El enano se levanta con un dolor de cabeza indescriptible. Ya no hay tiempo para el desayuno. Ni tampoco hay dinero que merezca ser gastado en eso. En Pigalle habrá forma de invertir mejor los fondos enviados por una madre que confía en un futuro promisorio.
Es en un cuarto inmundo que huele a amoniaco, a tela sucia y a ajenjo vomitado que se encuentran dos quimeras. Todo acaba muy pronto. La meretriz se guarda en una bolsa roída unas piezas de metal que no habrán de tener mucha vida. El voluptuoso se esconde en el pantalón las ganas de volver a tener con qué satisfacer un ímpetu insaciable (Ítalo Calvino tenía razón: la sed y el hambre se sacian con agua y comida. Lo otro sólo se alimenta sin jamás hartarse).
Habrá que ver por qué en el último compendio de pintura universal no aparece ninguna de ellas. En aquel olvido compartido no puede haber justicia (“¿y quién te dijo que la vida era justa?” le espetó preguntando el profesor de Derecho a la niña aplicada): pocas figuras en la historia del arte han sabido inspirar con tanto cariño el movimiento de los pinceles desalentados.
