Los falsos liberales

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La palabra Libertad es una que se usa con demasiada frecuencia, presente siempre en el discurso político y con un fuerte significado en el  imaginario colectivo, o la conciencia común. Y es que esta palabra, más allá de ser un simple signo o significante, representa un concepto-valor de la mayor relevancia; la libertad como elemento consustancial de la democracia, como valor fundacional de la cultura occidental. Si bien muchos podrían afirmar respecto a este punto, y no sin razón, que el término “Occidental” se presta a generalizaciones, e incluso a prejuicios, sobre todo cuando se presenta como una categoría destinada a diferenciar terminantemente entre dos polos, entendiendo a Occidente y Oriente como homólogos opuestos, no podemos obviar que cómo construcción ideológica encuentra asidero precisamente en el sentido que se le da a la libertad como principio de identidad.

Tenemos pues que el Estado constitucional de derecho nace en Occidente, en las dos costas del Atlántico, y casi simultáneamente. Esta construcción de soberanía política, o constitución de  poder político, por medio de un acto jurídico y fundador de derecho, no entiende al poder sin la noción de libertad, o más claro aún, es para asegurar la libertad que el individuo decide ceder derechos en un intercambio de índole contractual. Tener seguridad para tener libertad.

Desde entonces la doctrina liberal no ha hecho más que profundizar el concepto de libertad, ampliando la esfera de acciones individuales ajenas a la regulación del poder público. Hoy podemos ubicar, como afirma Norberto Bobbio, cuatro grandes libertades, o las llamadas libertades de los modernos: la libertad personal, la de pensamiento, la de reunión y la de asociación. Estas libertades esenciales, consagradas como derechos fundamentales en la mayoría de las constituciones de nuestro tiempo, aunque muy bien definidas, tienden a ser aglutinadas y mal interpretadas por una noción muy amplia y vaga del concepto de libertad.

Y es que ése es precisamente el problema; el término libertad presenta varias acepciones diferentes, propias del estudio que la filosofía analítica ha hecho al respecto desde siempre, especialmente desde la segunda mitad del siglo XX. Se puede hablar de libertad negativa y libertad positiva, de posibilidad-licitud, de libertad objetiva o libertad subjetiva; un debate muy rico destinado a desentrañar  que queremos definir cuando decimos libertad, en tal o cual contexto. Sin embargo, éste nivel de especificidad escapa a la percepción generalizada que existe del  concepto, en gran medida porque el discurso público no consiente divagaciones al respecto, sobre todo cuando utiliza a la LIBERTAD, en mayúsculas, monolítica, medio y fin en sí misma, para aglutinar voluntades y solidificar la cohesión social. Es éste el discurso de los falsos liberales, donde nunca se habla de ¿Qué libertad? ¿Libertad para que o para quién? O de si acaso todas las libertades son iguales.

Quien utiliza la retórica de la libertad, afirma Michelangelo Bovero, tiene como objetivo capitalizar el fuerte significado emocional del término;  ocultar y producir el olvido de que no toda y cualquier libertad es un valor, y que en cuanto tal puede ser deseable o merecedora de la aprobación de todos. Es decir, ¿podemos igualar la libertad de credo con, por poner un ejemplo, la libertad de adueñarse de los medios de comunicación, condicionando la vida política de un país? Claro que no, pero los falsos liberales se empeñan en ello, sabiéndolo hacer además, pues se han adueñado del discurso.

En ninguna parte del mundo vemos esta peligrosa tendencia tan arraigada, en las formas y en el fondo del debate político, como en Estados Unidos. El término libertad es tan genérico, tan poco definido, tan obtuso y arbitrario que se convierte, junto con el concepto de Dios, en pilar de una ideología beligerante y ocupacionista. Los políticos hablando de la libertad como aspiración, como medio para ser felices, como fin de toda acción colectiva; algo que  hay que conservar a toda costa, aunque esto implique imponerla.

Es entonces que nos volvemos coparticipes de la locura, de la infamia. Atestiguamos como un discurso fundamentado en la libertad es capaz de permitir tales transgresiones, no sólo a la doctrina liberal, sino a la razón misma. En nombre de la libertad se reducen derechos fundamentales (Patriot act), se invaden países  (Irak) y se institucionaliza la tortura (Abu Grahib); se trata de fomentar la autonomía por medio la ocupación; se obliga a ser “libre”.  Estos hechos no sólo avalan el fracaso de la democracia liberal, pervertida, tiránica, sino que sirven también como testimonio de que los falsos liberales son más peligrosos que los dictadores confesos.

 

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