Matando al creador

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“La escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen.”

 Roland Barthes

 

Cualquiera tacharía de audaz una afirmación semejante.  Para cualquier lector, desde una perspectiva empírica, la lectura de un texto novelístico conlleva el conocimiento de elementos no susceptibles de desprenderse del autor.  Lo mismo pasa, me aventuro a decir, con la obra de arte, hija y sustancia de quien la genera.

Este tema ha sido tratado, en lo literario, por autores de lengua española tan notables como don Miguel de Unamuno y Jorge Luis Borges.

En su “Nívola” – que así bautiza a su inefable texto el vasco porque decide que así ha de llamarse aquello que los críticos no han querido aceptar dentro de los parámetros del género clásico de la novela –, Unamuno se enfrenta a su propio engendro.  En realidad, es el protagonista de la Nívola quien se apersona ante el filósofo, en la universidad de Salamanca, para retarlo y tratar de demostrarle que él es un individuo real y que por ningún motivo podrá matarle a su antojo para darle desenlace al ejercicio de escritura. A continuación los personajes – que aquí Unamuno se introduce en el texto para convertirse en uno de ellos – discuten acaloradamente y se refieren a Cervantes y a su Quijote, tratando de decidir si el Quijote existió por sí mismo, si su existencia depende de la voluntad del autor, o si Alonso Quijano en realidad existe independientemente del Manco de Lepanto.  Dicho de otro modo, el quid de la discusión es – al igual que en el ensayo filosófico de Roland Barthes – si el Quijote es en sí mismo y el texto ha nacido para el lector a costa de la muerte de su creador.

Por su parte, Jorge Luis Borges, en “Pierre Menard, inventor del Quijote” (de nuevo es imposible desligarse de esta obra cumbre de la literatura) postula que es en realidad el lector quien crea el texto, y no quien lo escribiera originalmente.  Quizás el ciego de la biblioteca de Buenos Aires se refiera a la innegable verdad de que un mismo texto puede ser textos distintos para diferentes lectores (así como la experiencia que cada observador goza o sufre ante una obra de arte visual tiene tantas realidades como espectadores), o quizá quiera decir, como afirmó luego Barthes, que el creador muere para dar nacimiento a su obra.

Roland Barthes, en lo concreto, se refiere al autor moderno.  Para el filósofo francés, el autor “debe” morir para dejar nacer a su propia creación.  Lo mismo puede aplicarse al arte, de forma tal que un paseante cualquiera pueda inventar sus escalofríos al ver un honesto desnudo de Lucien Freud; que otro en una latitud distinta sea capaz de sentir por vez primera el vértigo de las profundidades del alma propia al contemplar un paisaje de Caspar Friedrich; que un hombre sin trascendencia, entretanto, se vincule de sopetón con la historia de la Conquista de Tenochtitlan al ver un mural de González Camarena y otro más, al tiempo, se confunda y atiborre de color y trazo entre los Blue Poles de una tela inmensa de Pollock.  No es sino hasta que ocurre esta fusión entre receptor que esta última tiene lugar en el mundo.

Bruma Friedrich
Bruma Friedrich

En cualquiera de los casos existe un juego implícito: a final de cuentas, y si bien el lector-observador-receptor de la obra puede ser el creador final de la misma, el autor estará presente en ella, pues nadie es capaz de desprenderse de su esencia al momento de transmitir las ideas, y un creador no está exento de vivir en su obra – y a través de ella inmortalizarse – muy a su propio pesar.

Blue Poles Pollock
Blue Poles Pollock
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