¿A qué hora perdimos la privacidad?

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Me siento a escribir estas líneas con el tintero a tope e infinidad de ideas revoloteando en mi cabeza, producto del sinfín de elementos valiosos para el análisis y la reflexión, que estos tiempos recientes parecen prodigarnos.

Desde los más inquietantes, hasta aquellos francamente alentadores, sobran en esta ocasión motivos para echar a andar la pluma. Bien podría dedicar este espacio a reflexionar acerca del excelente sabor de boca que nos han dejado los Juegos Panamericanos Guadalajara 2011, cuya acertada organización y logros deportivos dan claro y gratísimo ejemplo de cómo se pueden hacer bien las cosas… o bien del hecho de que parecemos aferrarnos como clavo ardiente a la obtención de veintitantas preseas áureas como para exorcizar décadas de mediocridad en competencias internacionales.

Cabría también dar oportunidad para celebrar –no sin las reservas del caso– esa dosis de esperanza que, en estos aciagos tiempos de crisis, ha venido a representar los acuerdos alcanzados recientemente en la eurozona para fortalecer el alicaído sistema financiero del Viejo Continente.

En tono menos favorable, podría también abordar las poco alentadoras conclusiones del Índice de Competitividad Internacional 2011, recién difundido por el Instituto Mexicano de Competitividad, que evidencia hasta qué punto la parálisis legislativa y las diatribas políticas que han venido a dominar el escenario de la ya prolongada, longeva en su incapacidad y cada vez más languidecida transición mexicana, han venido a provocar un sostenido rezago de nuestra economía, frente al dinamismo mostrado en la última década por las potencias emergentes de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.

Si bien vivimos tiempos en que la sociedad gusta cada vez más de exhibirse y convertir su vida cotidiana en un asunto digno de compartir a cada segundo, lo cierto es que se trata de un fenómeno de renuncia voluntaria y controlada de la privacidad.

 

Podría, en fin, también meditar hasta qué punto las atroces imágenes de un Gaddafi vejado, zarandeado y, finalmente, asesinado a sangre fría, parecen también llevarse a rastras –junto con el tirano de Sirte– los residuos de esperanza que aún conservaba la llamada Primavera árabe, y nos enfrentan a la brutal realidad de estas rebeliones que –desprendidas del idílico halo en que las envolvimos hace apenas unos cuantos meses– parecen demostrarnos que en el Magreb las cosas no han cambiado, ni cambiarán, con la celeridad ni en el rumbo esperados.

Podría… podría escribir de esto y mucho más, de no ser por el piquete de interrupciones telefónicas que, desde las ocho de la mañana, me ha prodigado un insolente ejército de voces anónimas que –ya sea para ofrecerme una línea de crédito jamás pedida, o bien para ensalzar mi “extraordinario historial crediticio”– me arrebatan la concentración para despacharse con la oferta de los más estrafalarios, por no requeridos, servicios financieros: desde un seguro para automóvil, hasta un préstamo con el cual lo mismo puedo realizar un viaje a la Patagonia, que comprar muebles o, de plano, para invitarme a crear un fideicomiso educativo para los hijos que no tengo.

Desafortunadamente, si bien esta mañana se han ensañado en su insistencia estos testarudos gestores, se trata de un fenómeno que desde hace ya tiempo ha venido a contaminar mi día a día: dos, tres, cuatro o más son las llamadas telefónicas que interrumpen mi quehacer cotidiano y, peor aún, me despojan de la privacidad sin que yo haya siquiera tenido la oportunidad de consentirlo y, todavía más grave, cuente con los medios para impedir que siga ocurriendo.

Lo peor de todo esto, es que el mío no es un caso aislado, sino el calvario de millones de personas que, sin deberla ni temerla, se ven privados de uno de sus más preciados derechos: .la intimidad.

Si bien vivimos tiempos en que la sociedad gusta cada vez más de exhibirse y convertir su vida cotidiana en un asunto digno de compartir a cada segundo –lo mismo en redes sociales, mediante blogs o tweets–, lo cierto es que se trata de un fenómeno de renuncia voluntaria y controlada de la privacidad; sin embargo, lo que han logrado estas hordas de call centers (y, desde luego, las empresas que contratan sus servicios) es apropiarse de nuestra atención, nuestros espacios más íntimos y, claro está, nuestro sentido de privacía, sin siquiera darnos la oportunidad de admitirlo o rechazarlo…

Señores: ¿y si, para variar, nos devuelven la privacidad?

 

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