Que subsista la incompatibilidad de caracteres

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“Hay que fomentar la sustitución del hombre usual por el hombre lírico, porque sólo sustituyendo al hombre gracias al arte y la literatura, puede salvársele de la idea fija persecutoria”

Ramón Gómez de la Serna, en La torre de marfil

 

 En medio de libros, debajo de goteras, enmohecido en su buhardilla, yace un muerto-de-hambre-que-juega-a-ser-poeta. La cara es la de un individuo satisfecho. El pintorcillo de revistas ha decidido dar la idea al observador de que su personaje ha logrado hallar la felicidad en un mundo que no es palpable.

CarlSpitzwegEl pobrepoeta
Carl Spitzweg. El pobre poeta

Parece ser que el creativo (el escritor, el poeta, el músico, el pintor), el intelectual, el alma sensible (el ser superior, diría Pessoa), debe ponerse bajo llave en aislamiento saludable para producir ventajas para la humanidad. Ventajas deseadas por las almas de los hombres, según Gómez de la Serna (“de lo que las almas están ávidas es de lo que se inventa en la Torre de Marfil”). Ventajas creadas, también ha de decirse, sin querer: Forster afirmaba que de cualquier forma el trabajo del habitante-del-mundo-de-las-ideas era egoísta: ora de un egoísmo estéril, cuando el artista se encerraba aparte por miedo a la vida, ora de uno que diera frutos, cuando el aislamiento se practicaba por nobles motivos. Se cree que en este segundo caso es en el que la creación puede dar lugar a productos que tengan eco en el mundo.

La Torre de Marfil es, pues, reducto de creativos. Es el espacio inaccesible – a menos de que el torremarfileño decida abrir las puertas y dejar que las escaleras se desplieguen diagonalmente hasta allá arriba, facilitando la entrada curiosa de quienes pretenden acceder a la sabiduría – en donde las ideas florecen, la creatividad se desboca y los universos se generan. Huelga decir: la torre de marfil es un espacio miserable.

La concepción que existe del habitante de la torre de marfil es una muy categórica: se trata de un pobre hombre dedicado a alimentar el alma (que pocas veces el cuerpo), aislado del mundo, despreciativo – sobre todo – de la tierra y de sus gentes; un ser que desde lo alto de su posición contemplativa observa cuando le da la gana aquello que le resulta menor, mientras sobrevive en la pobreza. Un creativo es un bohemio. Y un bohemio es casi un famélico. Malditos estereotipos que tranquilizan las mentes de los que se niegan a comprender las sutilezas que viven entre las luces y las sombras, las escalas de los grises y las tonalidades desvanecidas.

Las perspectivas del mundo en lo tocante a la torre de marfil son polares. El torreófilo – que no es un estilita, entendámoslo de una vez: el torrebúrneo sí que se pasea por el mundo con frecuencia, pues es a veces también un flâneur que precisa entender al hombre a fin de generar el universo – delezna al hombre de a pie, lo considera estéril, insulso e improductivo, mientras él mismo se yergue, mano en pecho, como el gran sensible entre los millones de insensibles; como el lúcido dios que mira desde su montículo – apestando a rancia pobreza – el ir y venir de los que sólo se ocupan en la sonsa tarea de ganar dinero. Por su parte, el torreófobo (los adjetivos son de don Ramón el humorista) ve al creativo aquel de la buhardilla, al pintor muerto de hambre ese, al escritor condenado a una vida de privaciones, como una carga para la sociedad; un individuo que no sirve para nada; un pseudo-intelectual que no genera una migaja de valía para el mundo en el que malvive como una rata.

El que vive en la torre de marfil es, en principio, indiferente a las cuestiones económicas; por su parte, el detractor del inútil de la torre aquella vive para crear dinero (que da satisfacción contante y sonante), y considera insulsa la ocupación ociosa del que pierde el tiempo pensando, escribiendo, pintando o esculpiendo.

Mientras tanto, aquel ser orgulloso, que se levanta distinto a los que desprecia por vacuos, por irrelevantes e improductivos (“ya que vivimos en sociedad, el único deber de las personas superiores es reducir al mínimo su participación en la tribu”, dijo Pessoa, lleno de amargura y de pedante autosuficiencia), se considera depositario de la obligación de hacer arte, de producir lo trascendente, de generar ideas y obras que (de pasada) beneficien profundamente a la ignorante humanidad. La incomprensión entre el torreósofo y el torreófago (sigo fusilándome adjetivos con los que Gómez de la Serna tardó meses en dar), radicada sobre todo en el gozne del dinero y la productividad – entendida esta última de dos formas casi incompatibles – deberá permanecer por siempre.

Una vez, uno que quiso habitar una torre de marfil (pues sentía que su sensibilidad exacerbada lo convertía en un desadaptado) fue y se asomó disfrazado de cuervo a la ventana de la buhardilla de un intelectual. Ahí dentro vio a un pintor que reutilizaba telas no vendidas, que volvía a mojar en óleo pinceles desplumados, que trazaba líneas de colores percudidos; vio a un hombre que leía algo incomprensible, abrigado por un saco cansado de tanto usarse. Espantado, voló para buscar otro lugar en el mundo: esa vida infecta no tendría que ser la suya.

CarlSpitzwegUnavisita
Carl Spitzweg. Una visita

Y aquí es en donde surge la necesidad de ponerse a pensar en un tema adicional: el de la comodidad. El de la riqueza. El de la opulencia, incluso. ¿Tiene el artista, el creativo, el intelectual, que vivir como piltrafa? Existe otro ente: el que vive, sí, en una torre de marfil, pero en una que está aderezada con oro y no con tierra; con plata y no con peltre; con alfombras persas y no con petates desgastados. Se trata de la torre del artista rico. ¿Un torreísta de este perfil tendría, pues, por el simple hecho salir de la definición de pasta dura, que desacreditarse?

Carl Spitzweg se entregó de lleno a la pintura una vez que heredó. Fue entonces que pudo ponerse a viajar para aprender a pintar mejor, a visitar museos y colecciones, y que tuvo la holgura que da el dinero – cuando uno entiende para qué es que sirve aquello – para encerrarse en una torre de marfil bien amueblada a pintar sin privaciones ni agobio. Spitzweg fue un artista vacunado contra la horrenda enfermedad del dinero: esa calamidad que muchas veces congela plumas, seca pinceles y enturbia cabezas.

¿Ha sido fútil el trabajo de Moravia, de Nabokov, o de Lampedusa, solamente porque eran ricos? ¿Han sido menores la obra cinematográfica de Visconti, la pintura de Menocal o los escritos de Sade, en razón de que sus creadores habían nacido con la vida resuelta? Creo que nos desviamos. Esta reflexión carece de importancia. Quizás el cuestionamiento sobre la comodidad de las torres no venga al caso. Las cosas son como han de ser, y creo que el quid está en otro lado. La torre de marfil será de barro o de alabastro, con tal de que sea torre. Lo nodal – volvamos – está en la dicotomía perpetua entre torrelefantinos y antitorreros.

Hay que dejar en paz a los torreros, vivan en la torre que vivan. Vivan en la torre que vivan, siempre y cuando su trabajo sea comprometido. Siempre y cuando estén comprometidos con la soledad. Y hay que dejar en paz, también, al que de plano se resiste a entender la vida en las torres. En contra de la aseveración del gran Ramón Gómez de la Serna, yo pienso que hay que dejar en paz al hombre lírico, e intocado al hombre usual. Sólo de esta forma (subsistiendo el desprecio del torreófobo por la incompetencia del torrero, y el desdén de éste por la inocuidad de aquel) prevalecerá en el universo un equilibrio necesario para la producción de las grandes ideas. Aquí es donde está el nudo de todo.

P.D.- Como título alternativo para este artículo se ha sugerido el siguiente: “Ejemplos de cómo abusar de las frases subordinadas mientras se platica de algo que a nadie interesa”

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