¡Seamos políticamente incorrectos!

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Aún cuando todavía nos encontramos en un supuesto impasseelectoral, en una veda política a la que nadie respeta y por tal, más bien parece un limbo inundado de propaganda que no lo es, infestada de debates que (claro está) tampoco lo son y de candidatos que (¡faltaba más!) ni cercanamente lo son, aunque vaya que pierden el sueño por lograrlo… Cuando todavía nos encontramos en ese limbo, en ese territorio incierto de las “precampañas” que el Instituto Federal Electoral (IFE) pretende extender hasta mediados del mes entrante, es innegable que desde hace ya buen rato entramos en la fase final de las campañas. Particularmente, la presidencial, joya de la corona del proceso electoral que ¿concluirá? el próximo primero de julio y, con ello, hemos ingresado de lleno en esas resbaladizas tierras en que el ejército de pretendientes a un cargo de elección popular se aplica de tiempo completo a cuidar cada uno de sus pasos, a calibrar una a una sus palabras para decir, no lo que piensa ni lo que cree, sino aquello que más agrade o, en otras palabras, lo que menos incomode a sus posibles votantes.

Es decir, acabamos de ingresar sin aduanas de por medio al espacio de la hipocresía rampante, en la que la realidad y su interpretación quedan olvidados en un cajón y la discusión, el discurso, se centrará de lleno en expresar sólo aquello que resulta aceptable de escuchar: aquello que se desea, más no aquello que en verdad es… es decir, entramos en los farragosos terrenos de lo políticamente correcto, esa moda que, al principio, todos aplaudieron pero, poco a poco, empezó a dar muestras de sus peores oficios: entre sus entresijos y mil rebuscamientos, podía ocultar las más flagrantes mentiras y, peor aún, las más atroces injusticias.

Cuando comenzó la moda de lo políticamente correcto, todo mundo parecía estar encantado, porque al fin serían desterrados los apelativos de desprecio que habían ido engendrando el racismo, el sexismo, la xenofobia, la homofobia o la misoginia.

Más adelante empezaron a dejarse ver excesos realmente ridículos en el lenguaje, pero en el fondo se trataba de poner las cosas en su sitio, de alcanzar una reivindicación igualitaria entre los seres humanos sin discriminación por sexos, razas, pueblos, religión, orientación sexual o alguna que otra peculiaridad.

Actualmente, hemos pasado de la corrección en el lenguaje a la perversa corrección en lo político, una corrección que nos impide rebelarnos, denunciar o criticar abiertamente los extraños consensos de la clase política.

Pero lo que ahora menos necesitamos es, por incendiario que parezca, olvidarnos por un rato de lo políticamente correcto. Hacer a un lado el cuidado hipócrita del lenguaje y abordar, sin ambigüedades los problemas, designándolos por su nombre, sin eufemismos ni verdades engañosas y edulcoradas.

Y cuando hablo de hipocresía no me refiero sólo a la clase política, sino a la sociedad en su conjunto, a usted y a mí, que nos hemos adaptado gustosos a escuchar a quienes dicen lo que esperamos escuchar, y abominamos de las voces que ponen el dedo en la llaga en los temas sociales, políticos, económicos, de seguridad y de justicia social que, sin ambages, necesitan sí o sí de toda nuestra atención.

No es momento de sutilezas, de medias tintas ni de medianías…

¡Seamos políticamente incorrectos!

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