El legado humano del cineasta mexicano-venezolano Mauricio Walerstein

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In memoriam

Hablar de Mauricio Walerstein es hablar de un artista, un mecenas y un hombre devoto a la cámara cinematográfica. Desde pequeño, el cineasta estuvo inmerso en el asombroso mundo de la industria del cine, ya que su padre, Gregorio Walerstein, un abogado egresado de la UNAM, quien defendió con determinación la autonomía de la Universidad Nacional, fue un prolífico productor e impulsor del cine en la Época de Oro nacional. Gregorio Welerstein era considerado un apasionado del cine, quien de manera paralela decide ejercer el litigio y se desempeña en su entrañable labor en el medio cinematográfico nacional; destacan de su padre la colaboración de coproducción y develamientos de luminarias como María Félix, Joaquín Pardavé, Emilio “El Indio” Fernández, Cantinflas, entre otros.

Eventualmente, Mauricio Walerstein seguiría los pasos de su padre en el cine, pero a diferencia de sus contemporáneos, el cineasta rompería de manera radical y tajante con la idea del cine como un mero instrumento utilitario de entretenimiento banal. Para Mauricio, quien se caracterizaba por su inteligencia, empatía y calidad humana para con sus compañeros, el cine resultaba una especie de escaparate de la realidad que en ocasiones atormenta hasta al más lúcido pensador. Él vio en las cámaras cinematográficas la oportunidad de generar arte e historias que trascendieran más allá de la compra de un boleto de entrada; se fundió a sí mismo con el quehacer cinematográfico, integrando su profunda sensibilidad humana.

Oriundo de la Ciudad de México, nació en 1945. Walerstein trabajó con su padre, quien fuera partícipe de los sucesos más importantes de la industrialización y el reconocimiento del cine mexicano, hecho que impulsaría su viaje en el séptimo arte.

Mauricio heredó de su padre el amor por el cine; como un hombre de suma inteligencia supo depurar el legado de su sangre para purificarlo en un atributo estéticamente hermoso. Guionista, productor y realizador, el joven pero talentoso Mauricio comenzó su carrera como productor en las salas nacionales con películas tan emblemáticas como Los Caifanes.

A diferencia de su padre, el cineasta no incursionó en el medio con fines empresariales; sensible y consciente de las circunstancias sociales de su tiempo, el productor vio en la pantalla de proyección una oportunidad para crear historias que pudieran trascender las condiciones limitantes del tiempo y el espacio. Mauricio era un hombre que veía en el cine una posibilidad infinita y atemporal de realizar historias que rompieran con los paradigmas establecidos, que partieran a esa quimera que en muchas ocasiones resulta ser la moral.  

Atraído por la maravillosa oportunidad de realizar una adaptación de la literatura al cine, parte a Venezuela para dirigir el largometraje Cuando quiero llorar no lloro basada en la obra homónima de Miguel Otero Silva, cinta que le valió una nominación al Festival Internacional de Cine de Moscú en la categoría de Mejor Película en 1973. Es a raíz de este filme que la industria cinematográfica venezolana tiene un boom, a tal grado que con él surge una Época de Oro del cine de aquel país sudamericano, y es Mauricio Walerstein el encargado de revolucionar la producción de largometrajes en Venezuela. La apertura a temáticas sociales, políticas, sexuales y religiosas hacen de este periodo un esplendor de libertad consciente de trascendencia estética, tanto argumentativa como fílmica. Películas como Macho y hembra, Macu, la mujer del policía, Homicidio culposo, Más allá del silencio y Crónica de un subversivo latinoamericano, son cintas con temáticas homosexuales, protesta social, contenido político, entre otros.

Pero el cine venezolano, encabezado por Mauricio Walerstein, no era del todo subversivo y radical. Si bien oscilaba con contenido social, su visión era simplemente la de un libertador del quehacer cinematográfico, un hombre que veía en la realidad una gama de tonalidades, como las que se perciben a través de la luz blanca atravesando un prisma. El cineasta quebrantó la forma de hacer cine, para llevar a Venezuela a una era de creación cinematográfica, que más que generar contenido superfluo, podría considerarse artístico.

Siempre recordaremos a Mauricio Walerstein, quien lamentablemente falleciera el pasado 3 de julio en la Ciudad de México a la edad de 71 años, a causa de cáncer. Su memoria perdurará por siempre en su majestuosa obra. Pero más allá de su legado fílmico, el cineasta mexicano trascendió de la forma más sublime posible, se plasmó en el ideario de aquellos que tuvieron la oportunidad de establecer una conversación con él, se encarnó en perpetuo movimiento en la conciencia de sus seres queridos, quienes le acompañaron desde sus primeros estudios en el Colegio Israelita de México hasta su estancia en su segunda patria, Venezuela. Un hombre que exhortó a través de sus filmes al pensamiento crítico y objetivo, a la contemplación; suceso que sólo puede lograr un artista.

Por Carlos Ramírez

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