Desde el Café

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Si no fuera por el café, no tendría ni la más mínima personalidad.
David Letterman.

Vámonos bien encafeinados: el café invadió la Nueva España a finales del siglo XVIII. En una Real Orden del gobierno español, de 1792, se “eximió de impuestos a los utensilios para el azúcar y los molinos de café que llegaban a la Metrópoli”, escribió Salvador Novo en su Cocina mexicana o historia gastronómica de la Ciudad de México (1967). A partir de ahí la fascinación por el negro brebaje de efectos milagrosos no se hizo esperar entre los novohispanos.

En 1789 se abrió la primera cafetería, misma que duraría hasta el siglo XX: el Café de Manrique, situado en la calle de Tacuba, esquina con la hoy Monte de Piedad, donde aparte de servir café, ya sea solo, con leche o con partes iguales de aguardiente (los famosos fósforos o fosforitos), también servía chocolate y pan tostado con manteca.

Sería hasta principios del siglo XIX que el Café (con mayúscula para referirse al establecimiento, no a la bebida) comenzó a florecer como madriguera de políticos, intelectuales, artista y bohemios. Eran sitios pequeños que se convirtieron en lugares donde se podía discutir y expresar opiniones sin temor a ser apaleados. En ellos la fauna variopinta bebía taza tras taza, disolviendo sus conversaciones con el tiempo que pasaba a ser reloj sin agujas.

El Café pronto se convirtió en testigo y coprotagonista de una homogeneización cultural y social sin precedente: la Revolución francesa y norteamericana se planearon en cafeterías. Y ni qué decir de Fidel Castro y el Che’ Guevara echando cotorreo profundo en el Café La Habana, que todavía existe en la avenida Bucareli, esquina Morelos, para derrocar a Batista de la isla.

Por cierto que gran frase la del doctor Che’ Guevara: “Si no hay café para todos, no habrá paz para nadie”.

'Che' Guevara y Fidel Castro
‘Che’ Guevara y Fidel Castro (Fotografía: Raúl Corrales).

Entrado el siglo XIX el Café ya era oficialmente “sitio de reunión, club político, de tertulia literaria, mentidero, guarida de confabuladores y espías, mesa para jugar dominó, ajedrez o cubilete y salón de lectura de periódicos”, como apuntó el historiador Luis González Obregón.

Por lo mismo no tardaron en modernizarse, sobre todo para atraer más clientela. Así, en 1842, el Café La Sociedad del Progreso fue el primer lugar en ofrecer helados italianos. A él asistían los de la high y uno que otro colado de la low. En 1851 abrió sus puestas el Café de la Bella Unión, que además de cafetería era fonda, heladería y pastelería fina. Ese mismo año el Café del Bazar, uno de los más prestigiados (donde se brindaba para asombro de todos pan caliente, mantequilla y servilletas), ofreció un helado que causó furor, el llamado Pío-Pio, en honor al Papa Pío IX. A la puerta de este Café, los carruajes hacían larga cola para que las señoritas, que regresaban del paseo vespertino, pudieran gozar de un vasito de helado de fresa: “Sólo las audaces se atrevían a bajar al salón para verse con el novio”, cuenta el escritor de la época, Guillermo Prieto.

La mayoría de los cafés eran bastante democráticos, como lo hace notar el mismo Prieto, hablando del Café del Sur: “la concurrencia iba muy de acuerdo con el destartalado café: militares retirados, vagos consuetudinarios, abogados sin bufete, politiqueros sin ocupación, clérigos mundanos, torerillos hambrientos y criminales por igual (…)”. Por otro lado, los exiliados italianos acudían al Café Cosalvi, mientras los franceses, belgas y austríacos que participaron en la invasión a México iban al elegante Café del Hotel Iturbide.

Un momento decisivo en la historia de las cafeterías fue cuando en 1875, el Café del Progreso abrió sus puertas y por primera vez se vieron mujeres atendiendo mesas. La polémica no se hizo esperar y la liga de la decencia puso el grito en el cielo, pero la clientela del Café no pudo más que aplaudir tan innovadora, inspiradora y bella propuesta.

Café Progreso.
Interior de El Café Progreso, ciudad de México, Litografía de Decaen (Fuente: El Universal).

Por ese tiempo el signiore Fulcheri, dueño del Café de la Bella Unión, dio a conocer a la familia mexicana la crema chantilly, el queso crema y los helados napolitanos. Para cuando Benito Juárez entró triunfante en la capital en 1867, dando paso a un régimen republicano, federal y laico, había veintinueve cafeterías en la ciudad. Dos años después se abrió el primer Café Cantante, en los bajos del Hotel Iturbide, donde además de beber un café, vino o licor, se disfrutaba de canciones y, ¡ay nomás!, del sugerente meneo de bailarinas de cuerpos regordetes.

Pero quienes rotundamente ganaron sobre sus competidores años después, fueron los dueños del Café Colón, cuando en 1883 adquirieron un aparatejo futurista fuera de serie llamado refrigerador, de donde salían ¡cervezas heladas!

Para la década de los ochenta ya había cuarenta y cuatro cafés en la ciudad.

Famosa es la fotografía de 1914, cuando los Convencionistas tomaron la capital y el fotógrafo Casasola disparó su cámara inmortalizando a dos zapatistas remojando sendos bizcochos en sus tazones de café, esto en el Café Sanborns, establecimiento fundado en 1903 por los hermanos Walter y Frank Sanborns sobre la calle de Filomeno Mata. Una vez que el negocio prosperó, se mudaron en 1918 con bombo y platillo a la famosa Casa de los Azulejos, comenzando así una deliciosa tradición cafetera hasta nuestros días (aunque el café sepa a agua de calcetín atareado).

Zapatistas en el Sanborns.
(Fotografía: Archivo Casasola).

Ya en la década de los cincuenta y sesenta del siglo XX, existieron otros cafés de gran zarandeo artístico e intelectual, como el Café París, sobre la calle 5 de mayo, abrigadero de grandes pintores de la escuela mexicana y jóvenes poetas, como Octavio Paz y Efraín Huerta. A este Café también acudían personalidades, como Pablo Neruda, o el destronado rey Carol II de Rumania, o la divina Estela Ruiz Velázquez, aquella mujer de belleza natural que por tres décadas pasó por las manos de millones de caballeros, pues estaba retratada como india tehuana en los billetes de $10 pesos (jamás recibió un peso en regalías).

Ahora bien: A principios de los años veintes del siglo pasado, el abogado, escritor y poeta veracruzano Manuel Maples Arce, caminaba en un día lluvioso por la entonces Avenida Jalisco (hoy Álvaro Obregón), en la colonia Roma. Como buen poeta se le había olvidado el paraguas, por lo que cuando arreció el chubasco prefirió guarecerse en lo que parecía una cafetería, esto en el número cien de la misma avenida: “No había nadie en el lugar. Pasó a otra pieza, donde sólo halló una cafetera que hervía. Se sirvió, regresó a su mesa y se tomó el café. Como nadie vino a cobrar le pagó a nadie y dejó una propina a una camarera que nunca vio. Y así fue y así regresó otras noches al café donde nunca encontró… a nadie”, comenta Marco Antonio Campos en su El café literario en ciudad de México en los siglos XIX y XX (2001).

Fue así como el misterioso lugar pasó a llamarse el Café de Nadie, convirtiéndose en guarida del grupo de artistas de vanguardia más interesante de ese entonces en México: los Estridentistas, sinónimo de escándalo en poesía, música, pintura y literatura.

Estridentistas en el Café de Nadie.
De izquierda a derecha: Arqueles Vela, Manuel Maples Arce, Salvador Gallardo y Luis Felipe Mena en el Café de Nadie, 1923 (Fotografía: Febronio Ortega).

Si más de un movimiento intelectual estuvo ensopado en café, el vanguardismo mexicano no fue la excepción. Maples Arce, conocido por su pulcritud en el vestir (polainas, bastón, flor en el ojal incluido que rayaban en lo estrambótico y un fervor apasionado por las mujeres), estaba desengañado y quiso buscar una nueva sensibilidad que reflejara la complejidad del nuevo siglo, su modernidad. Fue así como Maples Arce propuso “ser ruidoso, estrepitoso, estridente: exaltar las máquinas, vivir emocionalmente y ponerse en marcha hacia el futuro. Somos la informidad, el grito lírico para sacudirse la pesadez”.

Así nació, en diciembre de 1921, el Estridentismo, cuyo cuartel general fue el Café de Nadie, donde Maples Arce lanzó un encafeinado manifiesto, pagado por él mismo, que decía:

“Es necesario exaltar en todos los tonos estridentes de nuestro diapasón propagandista, la belleza actualista de las máquinas, (…) el humo de las fábricas, las emociones cubistas de los grandes trasatlánticos (…), el régimen industrialista de las grandes ciudades (…)”.

La búsqueda artística de los estridentistas estaba regida por la imaginación, pero sobre todo por el humor. Al llamado a formar la extravagante cofradía, acudieron poetas y escritores como Luis Quintanilla, Germán List Arzubide, Arqueles Vela y Salvador Gallardo; artistas plásticos y músicos como los hermanos Fermín y Silvestre Revueltas, Diego Rivera, Manuel M. Ponce y Carlos Chávez, aunque también asistían personajes como el fotógrafo Edward Weston y Tina Modotti, o el director ruso Sergéi Eisenstein, desesperado porque no conseguía dinero para seguir filmando. La meta era ser absolutamente moderno, “a pesar de nosotros mismos”, dijo Maples Arce.

Café de Nadie.
(Facsímil: Redalyc).

En el Café de Nadie, Maples Arce hizo firmar a sus cofrades un segundo Manifiesto Estridentista:

“(…) A los que no están con nosotros se los comerán los zopilotes. El Estridentismo es el almacén donde se surte el mundo. (…) Sólo los eunucos no estarían con nosotros. Apagaremos el sol con un sombrerazo. ¡Viva el mole de guajolote!”

Los estridentistas usaron como vehículo publicitario el periódico El Universal Ilustrado. En él, Arqueles Vela publicó su novela corta La señorita etcétera (1922), texto quizás demasiado corto (diez páginas), pero que es considerado la primera novela vanguardista hispanoamericana.

Hacia 1926, Maples Arce consiguió trabajo (¡por fin!) y se mudó a Jalapa, Veracruz, donde trató de fundar su Estridentópolis, pero desgraciadamente el movimiento se fue apagando.

La única novela mexicana que tiene como motivo y escenario un Café es la escrita precisamente por Arqueles Vela, El Café de Nadie (1926): “Una pasmosa historia de amor imposible en un café que es un mundo”, dice la solapa. El tema no podía ser más “progre”: se trata de un café que tiene pocos clientes, pero hay dos que van todos los días a sentarse en el mismo gabinete a hacer nada. No piden nada, no toman nada, nada desean más que “estar y ser”. De ahí en adelante la novela se vuelve demasiado “modernista” y no se entiende ni papa, hasta que al final la protagonista, Mabelina, sale por la puerta del Café de Nadie “con la esperanza de algo nuevo”.

Como punto final: en la actualidad se consumen cerca de 100,000 toneladas de cafeína al año en el mundo, lo que equivale a catorce veces el peso de la Torre Eiffel. ¡Ah!, y Garfield es el único gato que toma café.

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ANGELES VILLANUEVA

Buenas tardes Gerardo,

Disfruto mucho la forma en que pone en su justo contexto cada una de las historias que nos relata, le da un valor agregado, como el sabor de un buen café. que por cierto, ni idea a que sabe un calcetín atareado, así que me siento muy satisfecha de no poder afirmar o negar su enunciado.
Creo que si en las escuelas se contara la historia como usted nos las cuenta, daríamos buena batalla a uno de los grandes males de la humanidad, la ignorancia y desconocimiento, ya no digamos el olvido.
De entre la múltiples historia que en ésta historia nos cuenta, me encanta la frase del Che! y sabe? yo creo, realmente creo que en algún episodio Don Gato saboreo un café mientras disfrutaba burlarse de Matute.

Reciba un abrazo y gracias por éstos regalos!!

Gerardo Australia

JAJAJAJA!!, mil gracias doña Ángeles (ya la extrañaba, oiga) por su comentario que me sigo riendo con Don Gato….Creo que ese pillazo de siete suelas era un gran bebedor de café, mucho antes que Garfiield.
Como siempre le agradezco sus grandes comentarios y que se tome el tiempo de leerme y escribirme, mil gracias y le mando un abrazo!!!

LUIS ENRIQUE AVILA GUZMAN

El único café que me ha quitado el sueño, el del café la habana a donde asistía con mi papá los sábados, después de entregar su artículo en Excelsior. Que sabroso y cálido artículo con un café que viene dese el pasado, pero que gracias a Dios, sigue presente. Y disfrutando con el aroma de la historia, corre en nuestras venas como la misma sangre. FELICIADADES Gerardo. Un abrazo

Gerardo Australia

¡Qué gran experiencia, Luis Enrique!, además de conocer el Habana también el Excelsior en su época dorada, junto con su señor padre que era un verdadero sabio…
Mil gracias por leernos y por tomarse el tiempo de compartir
reciba un abrazo

Enrique Obregon

Gracias Gerardo. Muy interesante como siempre. Increibles personalidades que desfilaron por tan historicos lugares.
Me recordo al Coffe Conection. Lleno de personajes que desfilaban diario por su shot de cafeina. No dejes de mandarme el semanario. Lo disfruto mucho

Gerardo Australia

¡Coffe Conection!!!, qué recuerdo, mi Enrique….Mil gracias por leer y tomarte el tiempo de escribirme…un gran abrazo!

Gerado A. Brabata Pintado

Como siempre tocayo, sumamente interesante el tema y tratado con tu fina ironía y sentido del humor. Y bueno que pena que ese tipo de Cafés, estén amenazados de extinción por los jodidos celulares y las televisiones que ya invadieron todo sitio de reunión. Son distractores que tienden a destruir las tan amenas y constructivas y/o destructivas, según el caso, pláticas que eran tan de Cafeés. En fin, muchas gracias por tan buen artículo.. Un abrazo

Gerardo Australia

¡Toda la razón, don Gerardo!…. Cada vez nos comunicamos menos entre nosotros, más que de manera electrónica. La “charla”, la “plática amena” está pasando a ser historia…
Le agradezco como siempre que me lea y le mando un gran abrazo de regreso!!

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