Doy clases de historia y lo disfruto mucho. Creo que lo que más disfruto es encontrar continuidades o conexiones entre procesos que sucedieron en diferentes momentos. Cuando uno imparte historia de tiempos muy lejanos, como la Edad Media o el siglo XVII en el Mundo Ibérico, parece más difícil notar estas continuidades. No obstante, hay que jalar la cuerda lo suficiente (sin extrapolar condiciones de análisis hasta lo imposible) para hacer que las nuevas generaciones de estudiantes encuentren propósito en estudiar la primera cruzada, convocada en el Concilio de Clermont en 1095. ¿Qué hay allá que nos apele ahora?
Por ejemplo, hay una idea de ecumenismo que permea a toda la cristiandad. El papa Urbano II respondió (no sin intereses personales e institucionales) al llamado del emperador bizantino Alejo I para unir esfuerzos en contra del asedio de los turcos selyúcidas. Una pretensión de “universalidad” cristiana se apoderó de quienes escucharon, al parecer, la prédica de Urbano II en el Clermont. “Deus lo vult” (Dios lo quiere), respondieron los arengados, y se lanzaron en etapas y contingentes a una defensa de los Santos Lugares por rutas diversas.
Las cruzadas no fueron una campaña homogénea con una sola finalidad. Fueron rutas de peregrinaje y expiación, compuestas por hombres y mujeres de diversas condiciones sociales que se ponían al abrigo del llamado a “tomar la cruz” y abandonar las posesiones y la familia en aras de purgar los pecados. Parece romántica la idea, y seguramente algún resabio de romanticismo permanece al ser ésta también una construcción historiográfica decimonónica, como mucho de lo que sabemos de la Edad Media. Las cruzadas, según sabemos por crónicas, cantares de gesta y otros testimonios, entre ellos, los visuales, fueron también revueltas crudelísimas entre musulmanes y cristianos. No todos los cruzados estaban capacitados para el combate cuerpo a cuerpo: muchos enviaban vasallos competentes o pagaban soldados profesionales o mercenarios que tomaran su lugar en las campañas. Las cruzadas fueron, entre otras cosas, movimientos de gente y cultura al amparo de una naciente economía moral fundada en la concesión de privilegios e indulgencias. La cuestión que desde los primeros momentos de su historiografía se hizo patente, es si cada convocatoria tuvo realmente una finalidad que justificara las masacres.
Con motivo del jubileo del año 2000, el papa Juan Pablo II invocó el perdón por todos los pecados cometidos por los “hijos de la Iglesia” mediante un documento denominado “Memoria y reconciliación: La Iglesia y las culpas del pasado”. Si contamos las innumerables vejaciones que se han cometido en nombre de Dios, no acabamos. Sin ánimo de defender lo indefendible, es por demás decir que no podemos juzgar hechos del pasado desplazando categorías del presente. Condenar decisiones tomadas en el siglo XI desde nuestra plataforma ideológica del XXI no conduce a sanas conclusiones. Mientras nos explicamos esto, vale la pena, no obstante, “jalar el hilo” de pensamientos y formulaciones cuyos remanentes llegaron a procesos históricos tales como la Reforma protestante y antes, las discusiones que se tuvieron en el seno de Salamanca para definir el estatuto ontológico y jurídico de los indios occidentales (es decir, los nuestros). Mientras Juan Ginés de Sepúlveda hurgaba en la Política de Aristóteles para explicar por qué la monarquía hispánica tenía el derecho de intervenir en los territorios recién adjudicados al Consejo de Castilla y de tutelar a sus ingenuos pobladores, argumentaba también, junto con el jurista Juan López de Palacios Rubios -autor del Requerimiento– que los indios que no reconocieran la autoridad del monarca se verían en serios problemas y su ruina sería completamente adjudicada a su rebeldía. Los enunciados que se esgrimieron para fundamentar a cada cruzada (siglos XI al XIII, fundamentalmente) como una “guerra justa”, se pusieron de nuevo sobre la mesa en el siglo XVI. La condena contra la venta de indulgencias plenarias que Martín Lutero realizó públicamente al clavar sus 95 tesis en la puerta del ayuntamiento de Wittenberg en 1517 lleva parte de esas antiguas discusiones (finalmente, las cruzadas eran una peregrinatio, como lo explica Jonathan Riley-Smith (¿Qué fueron las cruzadas?, Introducción).
Esto es lo que nos trae la deriva de los tiempos. Las cuestiones relativas a la eticidad de planteamientos elaborados conforme a circunstancias históricas que hoy nos parecen inexplicables desde nuestros propios marcos, no deben ser juzgadas (antes, bien, analizadas sin perder un carácter profundamente restitutivo). Vale la pena ponderar si hoy nos arrojaríamos a trashumar por medio mundo por una razón eminentemente espiritual: muchos lo hacen, emprenden su propia cruzada, al margen de cualquier preceptiva religiosa y se encuentran a sí mismos en una tierra que jamás sospecharon pisar. No obstante, la petición de perdón que el papa hizo en el jubileo del año 2000, la Iglesia, como institución, nos sigue debiendo muchas explicaciones (no precisamente históricas) sobre el comportamiento de sus agremiados. ¿“Dios lo quiere” es suficiente explicación?