La familia, el trabajo y la vida humilde del pueblo
poseen de suyo una poesía santa.
Jules Michelet.
El pueblo no es un sujeto más que en el sentido gramatical; el pueblo es una entelequia, un concepto-vertedero en el que depositamos generalidades. Como herramienta de legitimación, el pueblo es una estructura fundada que permite dejar la responsabilidad, en un plural mayestático, de aquello que no podemos o no queremos asumir. Jules Michelet nació y creció en París, en 1798 “entre dos baldosas”, como él mismo sostiene, y recibió las letras con mucho esfuerzo de sus padres. Su familia, dedicada a la imprenta, enfrentó las dificultades de la Francia inmediatamente posterior a la Revolución. No traicionó los ideales familiares al elegir estudiar en el Lycée Charlemagne en vez de ingresar como trabajador a la Imprenta Imperial. Su estancia en el liceo le valió conocer de cerca el rechazo de sus pares por su condición económica y afirmar su sentido de pertenencia a una clase trabajadora que enaltecerá en el libro El pueblo (Le peuple,1846) (https://archive.org/details/MicheletJules.ElPueblo2005/page/n11) en el que asegura poder describirlo debido a que proviene de él, lo conoce y constata su ethos a partir de la observación empírica.
Michelet reconoce que su análisis se restringe al pueblo francés y encuentra en él el origen prístino, puro y libertario de su patria: en él subyacen las características que pueden salvar a Francia de todas sus dificultades. Así por ejemplo, afirma que “Suele replicarse que ‘la gente del pueblo es generalmente poco previsora, y que sigue el instinto de la bondad, el impulso ciego del corazón, porque no mide las consecuencias que acarrea esta actitud’. [Esta apreciación], aun si fuera justa, no destruye en modo alguno lo que se puede observar también de la abnegación constante, de sacrificio infatigable del cual a menudo dan ejemplo las familias trabajadoras, abnegación que no se agota ni con la entera inmolación de una vida, sino que se preserva, frecuentemente, de una generación a otra”. Abnegación, sacrificio, bondad a toda costa, convierten a la “gente del pueblo” en un conjunto de sujetos que, sin importar su condición histórica, económica y social están condenados, por un lado, a trascender su propia falibilidad por una virtud moral que nunca se somete a juicio crítico y que le es “inherente”. Por otro, este pueblo tendrá justificación para cometer fechorías y vejaciones siempre y cuando las haga en pro de su propia supervivencia (o eso parece). Algo de esto subyace en las palabras introductorias a la Cartilla moral de Alfonso Reyes, con las que el presidente Andrés Manuel López Obrador presenta la edición que recientemente se puso al alcance del “pueblo” vía internet (https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/427152/CartillaMoral_.pdf). La “decadencia de nuestros valores culturales, morales y espirituales” no se explica con ejemplos, simplemente se asume por parte del presidente y está justificada por “la corrupción del régimen y la falta de oportunidades de empleo y de satisfactores básicos”. Quiere decir que, en estricto sentido, la rapiña y la corrupción se explican por la necesidad, de donde se desprende que el pueblo, en el fondo, no es tan bueno. Tanto en la Cartilla moral como en el pueblo ideal que describe Michelet se encuentra el concepto del “bien común”: si se antepone la preferencia y el bienestar personal, se ocasiona daño a la sociedad. Ni Michelet es el primero en tratar este asunto, ni Reyes el último. En la edición online de la Cartilla moral se lee, por ejemplo: “El bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo como una felicidad más amplia o que abarcase a toda la especie humana, ante la cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros.” Tal vez Hobbes e Immanuel Kant fueron de los primeros autores que reflexionaron en la necesidad de dejar de lado el bienestar personal para abrazar el bien común, y en ello se percibe el amor a un ideal noble, fundado en varias tradiciones jurídicas y en el sentido común.
En su discurso, López Obrador se ha referido varias veces al pueblo “bueno y sabio”. La frase está por demás gastada y sobre comentada en los medios. Dice Reyes: “Algunos han pensado que el bien se conoce sólo a través de la razón, y que, en consecuencia, no se puede ser bueno si, al mismo tiempo, no se es sabio. Según ellos, el malo lo es por ignorancia. Necesita educación”. Para Michelet, en cambio, la sabiduría no consiste en desarrollar el raciocinio, sino en una especie de intuición que surge naturalmente en un estrato social que está acostumbrado a sacrificarse por los demás (generalmente, sus hijos, sus familiares, así que el sacrificio por el “bien común” es automáticamente relativo). La pregunta es, entonces, si el pueblo sólo está constituido por menesterosos o por familias pertenecientes a las clases “trabajadoras”. El “pueblo” excluye entonces a las clases con capacidad adquisitiva. Y la sola idea de capacidad adquisitiva implica que esos caudales se heredaron y engrandecieron sin mucho esfuerzo. ¿En serio? No dudo que las fortunas más cuantiosas del país hayan tenido ese origen, pero no quiere decir que sus tenientes no las hubieran trabajado. Esto también es sumamente reduccionista. La recurrencia a la entelequia romántica conlleva, además, resentimientos enormes. Planteó Michelet que “Casi siempre los que suben se pierden, puesto que se transforman, se tornan híbridos, bastardos, pierden la originalidad de su clase, sin ganar la de la otra. Lo difícil no es subir sino, al hacerlo, seguir siendo uno mismo”. El dinero, las oportunidades de educación, la vida cómoda, engendran la destrucción moral. Reyes afirmaba que el bienestar sólo se alcanzaría mediante la educación: “Por fortuna, el malo por naturaleza es educable en muchos casos y, por decirlo así, aprende a ser bueno.” Pero para gobernar un país es necesario dejar de lado las entelequias funcionales que permiten hacer oraciones entimemáticas y lograr una pieza de oratoria digna de aplauso, pero hueca, como todo discurso cuyo fin último es la persuasión y la escisión.
En la deriva de los tiempos encontramos la recurrencia a una crítica de la cultura y de la civilización que, al tiempo de generar un entorno ajeno a lo agreste, a lo salvaje, engendra envidia por parte de los rústicos y su propia destrucción en la corrupción moral que conlleva la comodidad de la urbe. Estas reflexiones ya estaban implícitas en Tácito, analizado por Miguel Ángel Ramírez Batalla en su artículo “Las dos caras de Jano: la imagen del bárbaro en el Imperio Romano” (UNED, Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, t. 22, 2009):
Tácito decía que una táctica de Julio Agrícola en Britania fue mostrar los placeres romanos a los nobles britanos. La lengua latina, la vestimenta romana, los baños y banquetes sedujeron a los britanos y fortalecieron el dominio romano en la provincia. Así pues, este panorama abría algunas cuestiones: ¿la vida civilizada provocaba la relajación de las costumbres? ¿La civilización era sinónimo de decadencia? Los romanos pensaban que tal vez la paz era la causante de que la apatía y la tranquilidad sustituyeran al valor y al afán de libertad, que los productos obtenidos por el comercio ocasionaran el gusto por el lujo y el desprecio de la vida sencilla y moderada, y que la búsqueda de placer y comodidad explicara la codicia y el abandono de hábitos sanos.
¿Lo bárbaro desea la civilización? Si es más conveniente preservar la naturaleza buena y salvaje del pueblo, entonces la educación obrará en contra, pues lo hará desear progreso y comodidades y generará su corrupción moral. Dirá Michelet: “Nosotros, bárbaros diferentes, tenemos una ventaja natural: si las clases superiores poseen la cultura, nosotros poseemos mucho más calor vital. Ellas no viven la descarga, la intensidad, la aspereza y la conciencia en el trabajo.” La intensidad de lo irracional, la pasión que se experimenta por una causa, por un familiar, serán suficientes para dirigir la acción, aunque ésta no medite ni en el bien común ni observe un comportamiento ético. “No hay que culparlos demasiado: es el exceso de voluntad, la sobreabundancia de amor, a veces la exuberancia de savia, de una savia mal dirigida, atormentada, que se daña a sí misma, que quiere dar todo a la vez: las hojas, los frutos y las flores, y que al hacerlo tuerce las ramitas”.
¿Es el pueblo bueno y sabio? La realidad es que no podemos pretender proyectar las características de una entelequia construida en el Romanticismo por un historiador ‒por demás insigne‒ pero que no ha sido adecuadamente contextualizado en el momento de formar parte integral de un discurso demagógico. Esa entelequia podrá representar, en una oratoria bien dirigida, a un sector de la población, pero no encontrará eco en los otros, antes bien, producirá molestia por su carácter generalizante y aplastará cualquier posibilidad de análisis crítico. Que la experiencia de la historiografía nos sirva para estar al tanto de esto.