La transformación es paulatina y se realiza cuando uno está listo para pasar a otra etapa. Cultivar es transformar para hacer espacio a algo mejor, es cuidar la tierra y dejarla apta para producir, es arrancar las brozas que estorban para que pueda crecer algo nuevo y nutritivo. “En la cultura del campo, primero arranca el labrador las hierbas dañosas, y después planta las buenas” […]. En una idea de transformación, me parece que esta metáfora es provechosa para pensar en el trabajo que todos los que nos hemos desempeñado, de una manera o de otra en “Cultura”, deberíamos realizar.
El trabajo de desbrozar, preparar y arrojar nueva simiente ‒sí, tal cual es el del agricultor‒ puede tener parecido con el que llevan a cabo los docentes en las aulas; también lo encuentra con lo que tratamos de hacer en los museos, de un modo bastante más despersonalizado, pues nuestra comunidad es más dinámica y elusiva: no se reduce a un grupo cerrado con el que se trabaja cotidianamente, sino que es fluctuante, creciente y demandante. El público castiga con su ausencia o con su crítica si la experiencia en el museo no fue de su agrado. El público pide productos que lo entretengan pero que también le dejen una satisfacción. “Metafóricamente [cultura] es el cuidado y aplicación para que alguna cosa se perfeccione: como la enseñanza en un joven, para que pueda lucir su entendimiento”. (Diccionario de Autoridades, 1729, “Cultura”). El sustantivo cultura se utilizó refiriéndose al trabajo de la tierra casi en forma exclusiva hasta el siglo XV; existió, sin embargo, un uso analógico para el “cultivo” de las facultades humanas (Giménez Montiel, Teoría y análisis de la cultura http://ru.iis.sociales.unam.mx:8080/jspui/handle/IIS/5035).
Esta noción, recabada de un diccionario de 1729, implica la existencia de dos partes: el cultivador y lo que se cultiva. Parecería que lo cultivado es pasivo y sólo responde a los estímulos que recibe; tal vez ésta es una de las analogías más productivas con el público de un museo: quien recibe la simiente puede hacerla germinar y quedarse allí, o desarrollar el producto en toda su plenitud. Si bien la noticia de los recortes presupuestales al sector no es para nada halagüeña, hay que recordar que trabajamos ideando, plantando, cuidando y cosechando. Jugamos con lo que tenemos y nunca ha sido mucho. Administramos lo que tenemos para hacerlo florecer.
Los pensadores alemanes del siglo XVIII abordan el término cultura de una manera más totalizante, de modo que se constituye como ideal de vida colectiva, como un programa que no puede ser refutado porque refutarlo sería equivalente a ir contra natura. Naturaleza comenzará a reflexionarse en oposición a cultura y cultura se asumirá a la red de conocimientos y acciones, simbólicas y materiales que le permiten al hombre desarrollarse en su medio. La naturaleza del ser humano es la cultura. De ahí que se explique la necesidad, muy paulatina, de ir desarrollando un programa político que intente poner cotos a esa red material y simbólica. Desde el siglo XVII, si no es que un poco antes, la cultura no se entendió como hoy, sino que se convirtió en aspiración para ciertos sectores. La burguesía de los Países Bajos comenzó a encomendar la elaboración de obras de arte que representaran su gusto y no el de la aristocracia. Lo mismo sucedió más adelante en Francia. Ahora resulta que, en el siglo XX la cultura es un “derecho” y como tal, hay un garante de su cumplimiento y de su gestión. La realidad es que la cultura también es resistencia y no se produce verticalmente. Si no hay política cultural, ciertamente que como sector perdemos, pero eso no implica que dejaremos de producir cultura. Como dice Gilberto Giménez Montiel, el problema de la cultura es su polivalencia semántica. Yo pienso que en esa polisemia radica su riqueza.
La cultura nos ayuda a resistir, a plantear cómo sembrar en otros, a pensar que un sector minado presupuestalmente y con enormes problemas de precarización de sus agremiados tiende, en esa lid, a parecerse a cualquier rama de una burocracia gris. Lo que nos distingue en “Cultura”, es que podemos plantar menos semillas y seguir viendo un florecimiento, lo que tal vez no sea tan sencillo en otros sectores. Todo en perspectiva: de ninguna manera cuesta lo mismo la nómina de honorarios de un museo pequeño que una exposición internacional o que un espectáculo operístico. No cuesta lo mismo el papel de baño que una intervención especializada de conservación arquitectónica. Lamentarnos porque nos quiten o no nos den más dinero, no resuelve problemáticas mayores: más bien, siendo consecuentes con los recortes, lo que nos correspondería es vigilar y ser garantes de lo que nos toca administrar. Y eso incluye tiempo extra y gastos superfluos. Con poco dinero se produce poco en términos materiales, pero se puede trabajar en muchos sentidos para ampliar una red (más allá del sector gubernamental y, por tanto, más allá de sus derroteros simbólicos) de participación que redunde en la productividad de un sector que tenemos que hacer entre muchas facciones. Tenemos el poder de visibilizarnos, de ganar estímulos internacionales, de dejar de ver el apoyo a la creación artística como eso, una dádiva, y de pensar en términos de calidad. Deberíamos trabajar en un mecanismo para dar valor de exportación a lo que producimos como ninguno (lo que nos toque: espectáculos, exposiciones, libros, festivales). Pagar para traer cultura de calidad, pero también cobrar por dejar salir lo bueno que producimos. Exigir más dinero es muy necesario, pero en este escenario económico y de decisiones políticas tal vez es poco práctico; tal vez sería mejor exigir que se nos permitan mayores y mejores mecanismos de fondeo. Eso sólo lo podemos lograr, generalmente, con apoyo de patronatos, asociaciones de amigos o fundaciones, pero algunos todavía podemos. ¿Nos vamos a quedar quejándonos de que tenemos poquito? Podemos resistir y seguir produciendo cultura, que el boomerang del recorte consista en una cosa muy lógica: el que aporte menos, que tenga menos derecho a opinar. Recordemos que, en todo caso, cultura es la capacidad de lograr que las cosas se perfeccionen.