Tuve la oportunidad de conocerla hace tiempo. Fue mi primer encuentro con arquitectura gótica y recorrer su interior, a mis 13 años, fue tremendamente impactante. ¿Por qué me tocó tan profundamente? Al final no pude más que guardar silencio. Sólo recuerdo estar ya afuera de Notre Dame, en agosto de 1989, y volverme de nuevo a contemplar la enorme estructura; entendí de súbito su relación con el espacio circundante y me dije “quiero hacer esto toda la vida”. Y no fue a la arquitectura a lo que me refería, fue a la reflexión sobre lo simbólico y sobre las grandes creaciones, las bellas creaciones del ser humano. Me tocó en lo más profundo conocer Notre Dame porque me hizo consciente de la capacidad de crear, pero también de apreciar un símbolo, un modo de hacer y un modo de estar en el mundo.
Una vez más pudimos ser testigos de cómo el fuego nos gana la partida y con una velocidad pasmosa consume lo que considerábamos eterno. No sólo ardió Notre Dame el pasado 15 de abril: ardió también la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén, afortunadamente sin graves consecuencias. Lo que perturba es saber que no basta con entregar algo que consideramos preciado al abrigo de la palabra “patrimonio”: las fuerzas de la naturaleza siempre estarán por encima de las realizaciones humanas. Por el fuego perdió México el Altar del Perdón y la virgen con el Niño de Simón Pereyns, por el movimiento de la tierra perdimos la unidad de las tres virtudes teologales que colocó Tolsá en lo alto de la fachada de nuestra catedral. Su ausencia es una cicatriz que nos recuerda el terremoto de 2017; la de Notre Dame, desgraciadamente, será una herida que tarde mucho más en cerrar.
La tragedia del incendio de Notre Dame nos permite reflexionar nuevamente en las pérdidas recientes de Río de Janeiro: el continente y lo contenido son valiosos porque representan acumulación de saber, generación de conocimiento por centurias que nos identifican como humanidad, porque más que considerar sagrado a un sitio de oración, lo es porque ha estado de pie durante siglos, como un palimpsesto arquitectónico que recibe una y otra vez escrituras de otros tiempos. Muchos nos conmovimos al ver caer, consumida por las llamas, la estructura de la aguja que proyectara Violet Le Duc en el siglo XIX: fue como ver caer en el campo de batalla al que lleva el estandarte; fue el signo de la derrota ante una fuerza constante y no controlada. En medios se comentaba una y otra vez que se consumía un legado de cerca de 800 años, pero pocos repararon, hasta el recuento de los daños, en que ese legado lo es a condición de ser de incremento gradual. Me refiero a que, como en el caso de nuestra catedral, Notre Dame no era testimonio fijo, no era esa “cápsula del tiempo” que preserva sin alteraciones un aura medieval. No: lo rico del patrimonio es que es aditivo, que incorpora memoria y posee cicatrices, se rehace todos los días en su función significativa y da prueba de que se ha rehecho después de varios golpes. El patrimonio se va constituyendo a partir de la duración en el tiempo y de múltiples intervenciones.
Sin importar si se es católico o no, si se es francés o mexicano, la gestión simbólica del patrimonio es tal que nos apela a todos. La reconstrucción se hará, entre otras cosas, gracias a donaciones millonarias que han comprometido ya varios interesados. La tragedia implica, una vez más, afinar los protocolos de seguridad para evitar la destrucción de los bienes culturales. Pensemos en la importancia del símbolo: lo es a condición de que congrega. Los parisinos y turistas que se congregaron a cantar, inermes contra el fuego, pero resguardados en la comunidad que da la admiración y probablemente la fe, rinden testimonio de ese poder. Emmanuel Macron se expresó de Notre Dame diciendo que es “nuestra historia, nuestra literatura, nuestro imaginario”. En el patrimonio se vive, como Ortega y Gasset planteaba sobre las creencias. “Las ideas se tienen, en las creencias se está”; los símbolos que nos congregan nos sostienen, profesemos o no profesemos una religión, sea el cristianismo o sea la de la fe en el Estado-nación. El lunes, ante las imágenes y la información que se generaba por segundo, ante las transmisiones en vivo que mostraban la caída de la aguja, no pude más que desear fervientemente que el símbolo no se destruyera, que el testimonio arquitectónico siguiera en pie y, en la deriva de los tiempos, recordándome por qué hago lo que hago; que siguiera congregándome a mí y a otros miles más, aunque sea por los medios, en una sola plegaria por su perdurabilidad.