Mientras que un insulto puede no herir a quien lo recibe, definitivamente daña la reputación del que lo profiere.
La expresión de frustración o desesperación, sobre todo cuando es soez, refleja negativamente al hablante.
Nuestra paciencia se acabó, nuestra inteligencia se agotó y nuestra imaginación se extinguió,
así que lanzamos palabras como si fueran cuchillos romos.
Sakyong Mipham.
Cuando imparto talleres de lenguaje claro en empresas u organismos públicos, le pregunto a los participantes sobre los problemas que perciben en relación con su comunicación escrita. Una de las respuestas más comunes es: “mi problema es que soy muy directa (o)”. Es una respuesta que me llama mucho la atención. Como fanático del lenguaje claro, me parece que lo deseable es ser lo más directo posible con base en el contexto y las personas que te rodean. Esto me lleva a preguntarme, ¿será que de verdad son “muy directos”, o más bien se trata de que son poco amables, por no decir groseros?
¿Te ha pasado que los comunicados que te dirigen en tu trabajo (hablados o escritos) te hacen sentir mal? Nuestra intención de ser claros y directos puede parecer una falta de amabilidad. Con la idea de ser claros, llegamos a ser agresivos. Y, en el peor de los casos, ni siquiera nos damos cuenta de ello.

Creo que, lamentablemente, la rudeza innecesaria, la brusquedad gratuita, la exclusión y la ostentación del poder son frecuentes en la comunicación laboral. Por ejemplo, hay quienes consideran que usar palabras como “por favor” y “gracias” no es necesario (“es su trabajo, no le estoy pidiendo un favor…”). Menos todavía, consideran necesario reconocer los esfuerzos y aportaciones de sus pares o colaboradores. Otros llegan a considerar que su posición en el organigrama los autoriza a regañar, insultar y denigrar a quienes están “abajo” de ellos. ¿Hablar de emociones? Es improbable bajo el pensamiento: “Esto es serio, aquí estamos trabajando…”.
Algunas personas, aunque reconocen que las formas de comunicar de alguien son agresivas o groseras, lo justifican por la “gravedad” de las circunstancias, es decir, porque el comportamiento de la persona atacada la hace “merecedora” del mal trato. Me parece que esa justificación no es válida. Creo que nunca, bajo ninguna circunstancia, las formas groseras, agresivas o irrespetuosas son permisibles en la comunicación laboral. Más allá de los efectos en el ánimo de la persona agredida, ¿qué dicen de nosotros nuestras conductas insultantes o prepotentes?, ¿qué dicen de nuestra inteligencia, de nuestro temple?
Un lenguaje claro y directo debe ser amable, respetuoso e incluyente en todos los casos. Además, suele enfocarse en los hechos y los resultados en vez de descalificar a las personas.

Tampoco se trata de usar fórmulas de cortesía que, por exageradas y desgastadas, dejan de ser creíbles. Cosas como: “Distraigo su fina atención…” o “Quedo de Usted como seguro servidor…”. Me refiero a una amabilidad genuina que, como casi todo lo que es genuino, es también clara y sencilla.
En suma, existen muchos mitos en la comunicación laboral que se creen sin cuestionarse si quiera. Uno de ellos es la eficacia informativa como sinónimo de agresividad. El verdadero valor de cualquier organización laboral radica en las personas y sus relaciones; entre más cuidado se tenga en comunicar, más se fortalecerán esos vínculos y esto impactará en el rendimiento del trabajo. Como les enseñan a los niños en el preescolar: “con ‘por favor’ y ‘gracias’, todo funciona mejor”. Lo cortés no quita lo valiente. Ni lo claro, ni lo sencillo.