Los que otrora fueron palacios, bellos, nobles, entregados a una misión de continencia de lo privado de familias notables; los que antaño fueron gabinetes para estudio y contemplación de unos pocos capacitados para entregarse al placer de conocer un solo objeto a la vez, hoy se han convertido en espacios públicos; dieron origen al museo en la modernidad. Lo que se ofrece a la mirada pública en un acto de develación mistérica automáticamente se convierte en estatua de sal. Y quien, sin observar, recorre la mirada en acto de posesión simbólica, también.
Cuando algo que por años fue privado y que simbolizaba lo inaccesible para las mayorías se libera a su fuerza de consumo visual, sangrante, secante, ese algo pierde sentido. En palabras de Walter Benjamin, se despoja de su aura en aras de su mostración a los ojos profanos.
En esta columna hemos hablado en varias ocasiones de la importancia de la configuración discursiva y de las intenciones narrativas con las que se inaugura una exposición, un espacio cultural que contiene arte, un museo de lo que sea. Es tan intencional elegir un tema o sujeto para hacer una exposición como el número de piezas que se selecciona para construir la trama de lo que ahí se va a contar. Hay ocasiones en que sólo es posible tener un ejemplar que debe ser musealizado para que dé cuenta cabal de su importancia y con eso, el público ha de estar satisfecho. Pero generalmente no lo está.
El museo de la revolución no es sólo una acumulación de objetos, sino también de gente (U. Eco, https://docs.wixstatic.com/ugd/93d1e7_78ba151857c44ff3b8848fea0da8066f.pdf). Y se refiere a la revolución de la modernidad, de la que implica el inicio de la masificación y de una determinación de la marcha de esas masas mediante un control del Estado a través de los medios a su servicio. Y por eso nos obsesionan los números y los museos y recintos culturales tienen que rendir informes sobre cuántos visitantes “atendieron” al año. Se convierte en la tónica pensar que un recinto “es mejor” que otro porque es más atractivo para las multitudes. Y con tal de que lleguen, se recurre a cualquier estrategia mercadológica, sabiendo que los museos y los recintos culturales no son, en general, la Meca del público mexicano.
En tan solo dos días, unas 90,000 personas se pasearon por la que fuera la Residencia Oficial de Los Pinos. La apertura de este espacio se debe a las instrucciones del presidente Andrés Manuel López Obrador, ya que estimaba como un lujo superfluo llevar el estilo de vida de sus predecesores (al respecto, dejemos que el tiempo responda). Lo que llama la atención es qué fue lo que llevó a Los Pinos a tal cantidad de paseantes curiosos. Placer fetichista, se abrió el arca de lo prohibido: quien no podía estar ahora puede y eso se celebra, ¿cierto? Me preguntaba en primera instancia si alguien tomó la precaución de colocar algunas pistas para guiar al visitante en el recorrido, a más de la presencia de los guías quienes, en estas circunstancias, sin duda son necesarios, esperando que no repitan anécdotas frente a ciertos lugares y que consigan hilar una narración sobre el conjunto. Lo que motivó a esos miles de visitantes fue la posibilidad, de ver, de penetrar y de capturar con sus teléfonos lo que antes estaba prohibido poseer mediáticamente.
La apertura de Los Pinos me recordó dos cosas, fundamentalmente: al Tiers état entrando al Louvre después de su apertura en 1793, no por interés en las colecciones sino porque podía hacerlo y la lectura de un texto que considero de mucha aportación, escrito por Umberto Eco y llamado “Museos en el tercer milenio”, que he citado varias veces en esta colaboración y en donde, entre otras cosas, se narra el hastío que produce estar en el centro de una masa deseosa de una fotografía, como si colectara con un arma una imagen de algo que no le significa nada pero que tiene que ver. Eco refiere el episodio en que Zacharias Conrad von Uffenbach, a comienzos del siglo XVIII, se queja de no haber podido asistir al Ashmolean Museum, abierto al público desde 1683, a causa de que las leyes permitían el acceso a todos. Y eso no es malo, todo lo contrario, pero sí se convierte en una experiencia de cacería descarnada, sin posibilidades de redundar en el encuentro estético para el visitante. Sin duda, esto es significativo porque plantea lo que está en el origen de todo museo: el deseo de encontrarse con el placer del conocimiento que reporta un objeto o un conjunto de ellos. Pero “Por muy bien organizado y subdividido en épocas, géneros y estilos que esté, el museo moderno se convierte en un lugar donde quien quisiera ver todo lo que hay en él no vería nada, y si se limitase a mirar, no podría memorizar nada” (U. Eco). Conste que no estoy comparando Los Pinos con un recinto museístico. Y que la acumulación de objetos, hecha por diferentes personas a lo largo de los años, tampoco creo que reporte una visión de conjunto que resulte enaltecedora, estética o al menos didáctica. La visita por Los Pinos, fuera de la curiosidad que produce lo que estaba vedado a los ojos profanos del público, no ofrece nada más que la posibilidad de ver cómo vivían los poderosos. Precisa mediación y deseablemente la tendrá. Aunque, por lo menos, el Louvre tenía arte digno de verse. Cerremos con la consideración de Paul Valéry, citado por el propio Eco: “[…] nuestra herencia nos aplasta. El hombre moderno, extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, se ve empobrecido por el mismo exceso de sus riquezas […] Un capital excesivo y por tanto inutilizable.”
Magnífico artículo, excelente…
¡Excelente artículo! Gracias por compartir su visión, tan acertada, a propósito de la apertura de Los Pinos. ¡Felicidades, doctora!