“¿Puedo ver la temporal con el mismo boleto?”, “¿aquí está lo de Velázquez?”, “¿qué día es gratis?”, “¿tienen cafetería?”. A esta serie se suman las más contemporáneas: “¿Hay WiFi?” y “¿puedo tomar fotos con mi celular?”. No son preguntas punzantes, son de índole meramente informativa, pero esconden necesidades, anhelos y aspiraciones. En última instancia, son preguntas que no deberían plantearse si la oferta de servicios del museo estuviera claramente presentada. Quienes trabajamos en una de estas instituciones nos preguntamos cuándo tendremos audiencias 2.0, es decir, cuándo los públicos estarán más calificados y competentes para recibir provocaciones arriesgadas. Tenemos una historia que indica que no será pronto, y que debemos trabajar más afanosamente en mostrarle al visitante el camino hacia la salida de la caverna platónica.
En sus orígenes, al menos en México, el museo se concibió como una institución destinada a conservar el patrimonio y a producir sentimientos de orgullo y pertenencia en el público mediante la contemplación de esos objetos sacralizados. En 1952 surgió el Departamento de Acción Educativa en el seno del Instituto Nacional de Antropología e Historia; básicamente orientado a la impartición de talleres y visitas guiadas, este Departamento estaba encaminado a dirigir sus esfuerzos al público infantil y juvenil de primaria y secundaria. Esto nos dice que el museo estaba pensado para decir al visitante qué debía ver, cómo debía interpretar la propuesta curatorial y los objetos exhibidos, qué debía sacar como conclusiones. Parece que han transcurrido muchos años, pero algunos sectores del público todavía piensan que el museo es la instancia encargada de decirle qué hacer, cómo reaccionar ante los discursos y las colecciones. Otros sectores más aburridos del discurso oficial (¿o más progresistas?) se esfuerzan por participar en actividades que actualmente ya no apellidamos como “educativas” sino que ahora denominamos “de mediación”. En nuestro esfuerzo por mostrarle al visitante el camino para salir de la caverna (recuerden el mito de Platón: hay personas atadas al fondo de una cueva y sólo tienen oportunidad de ver las sombras que proyectan las figuras que otros hacen desfilar frente a una hoguera), hemos hecho innúmeras pruebas de ensayo y error. Si dejamos todo a la construcción participativa del visitante, a veces hay quejas porque no hubo una adecuada conducción (visitante a la deriva, visitante molesto). Si explicamos demasiado, corremos el riesgo de pasar por dogmáticos y de aburrir a la población con cedularios temáticos y subtemáticos que sobrepasan el monto esperado de caracteres y que terminan por no ser leídos. ¿Entonces?
Crecimos, muchos de nosotros, sobre la idea de que existe en los museos un sector de profesionales hiperespecializados (hoy llamados curadores) que proponen los discursos expositivos, seleccionan el corpus de piezas y materiales de apoyo (si es que hay tal cosa) y le presentan al gran público su enunciación. Ya quedará en ese gran público la tarea de completar el discurso como el curador quiere. Los estudios de público, o encuestas con menos pretensiones metodológicas, nos han llevado a saber que esta recepción activa no ocurre en la mayoría de los casos. No todos tenemos la misma capacidad de captación, la misma receptividad ni la misma disposición al visitar un museo; no todos asistieron de motu proprio ni deseaban encontrarse allí. Otra cosa que hay que notar es que, para bien o para mal, los hábitos de consumo cultural se han modificado a lo largo del tiempo. Los visitantes del museo pueden pertenecer a una delgada franja de especialistas en construcción que asistan periódicamente y con avidez de agotar los contenidos propuestos… Otros van porque los mandaron de la escuela, porque les pidieron realizar una tarea específica (como traer el folleto, o el boleto sellado) y otros llegan porque tenían tiempo libre y el museo resulta más barato que el cine. En el estudio publicado en 2010 por el Sistema de Información Cultural observamos que la mayoría de los asistentes a los 15 museos participantes (todos en la Ciudad de México) son jóvenes de entre 15 y 24 años, así como de entre 25 y 29. Este grupo está encabezado por mujeres, al igual que otros registros etarios. A los públicos se les busca conocer, desde hace ya algunos años, por su perfil sociodemográfico, nivel de escolaridad, procedencia por delegación si son oriundos de la CDMX, se pregunta con quién se asiste al museo, cuál es su preferido y con qué periodicidad se le ve por ahí. Las proyecciones estadísticas nos han ayudado muchísimo a saber cómo está compuesto este universo que constituyen nuestros públicos, pero poco nos dejan saber sobre la valoración de su propia experiencia en cada museo, en cada exposición, y nos hemos hecho de otros métodos cuantitativos para saber en qué obra la gente invierte más tiempo, cómo se desarrolla su recorrido por las salas o si se detienen o no a leer las cédulas. Encuestas de salida por exposición, interactivos y propuestas novedosas de guías descargables a los teléfonos celulares nos están proporcionando hoy la información que antes se obtenía con un altero de encuestas y muchos entusiastas dispuestos a pasar sus fines de semana aplicándolas. Más allá de lo que los números nos permiten conocer, los visitantes, cuando pueden y algo les molesta, dejan una impronta iracunda en los libros de quejas y sugerencias, en las plataformas que las áreas de Mediación y Comunicación idean para recoger experiencia. Colectar estas vivencias no es sencillo: hay que deslindar el coraje de los hechos. Si los medios están bien planteados y son atractivos, tal vez el visitante no se resista y caiga en la provocación que no se hace sólo con un bombardeo de preguntas, sino con la planeación de actividades que nos dan diversos niveles de recuperación (desde cuántos vinieron, hasta cómo se enteraron; desde si les gustó la experiencia porque se sintieron tomados en cuenta o porque les gustó o impactó lo que vivieron).
Cada vez nos esforzamos más para que el visitante deje de ser un profano en el templo. Para que deje de deambular apabullado (por la incertidumbre, no por el asombro) y verdaderamente encuentre un instante de experiencia significativa en lo que le proponemos. Algunos no son parcos, afortunadamente, y dirigen fuertes invectivas contra directivos y organizadores de exposiciones. Lo cierto es que, sea cual sea la experiencia que un visitante tenga, la recepción pasiva está pasada de moda, y confiamos en que habrá quien interpele. Cambiar las preguntas que abrieron esta colaboración por otras como: “¿Por qué propusieron el tema de esta exposición?”, “¿están de acuerdo con tal o cual línea historiográfica?”, “¿por qué no incluyen arte contemporáneo?”. Son preguntas más deseables porque hablan de que se removió algo en el interior de la persona. Incluso un “¿por qué no hacen las cédulas más grandes?” nos conmociona más que “¿dónde está el baño?”, pues quiere decir que el sujeto se esforzó por leer los contenidos. Hoy por hoy, todos tenemos derecho a opinar: la apertura de las redes sociales nos ha conferido cierto poder para ello, de la misma manera tal vez en que popularización de la cámara fotográfica nos convirtió a todos en artistas potenciales. Nos gusta construir una mirada, un encuadre, en lo general, aunque hay muchos que todavía desean la conducción. No está en el visitante adquirir como por arte de magia la capacidad de aprehensión de contenidos curatoriales complejos, ni la criticidad frente a debates en materia de arte contemporáneo, ni tampoco saber de la noche a la mañana cuáles son los hitos o los highlights de una muestra temporal. Está en el personal especializado del museo entender que no todos tienen por qué contar con el mismo trasfondo de conocimiento o la misma base de apreciación. A veces leemos comentarios lapidarios pero honestos. Eso es lo que le quita poco a poco al visitante su carácter profano y lo impulsa a jalar la toga del especialista entronizado para decirle “háblame, estoy aquí”.
En el Museo Pedagógico de París se conserva un texto escrito por un niño de 10 años que hace la descripción de un animal, la vaca: “La vaca no come mucho, pero lo que come lo come dos veces, así que ya tiene bastante, cuando tiene hambre muge, y cuando no dice nada es que está llena de hierba por dentro. Sus patas le llegan al suelo. La vaca tiene el olfato muy desarrollado, por lo que se puede oler desde lejos, por eso es por lo que el aire del campo es tan puro” (http://www.jornada.unam.mx/2014/05/17/opinion/030o1soc). Si logramos que cada visitante pueda elaborar una interpretación personal de lo que el museo propone, tal vez la idea de que hay un sector que enuncia lo que “se debe saber y sentir” vaya quedando de lado hasta finalmente diluirse. Salida de la caverna, encuentro con la luz, pensamiento original y transformador. No es que no valoremos la experiencia adquirida y desarrollada por los académicos, todo lo contrario: mediar no es emitir un discurso que, aunque vanguardista y fundamentado, termina siendo incomprensible para muchos (los “profanos”). Mediar, labor indiscutible de todo museo, es hacer que el que viene se sienta incluido y que su participación es valiosa para construir conocimiento en conjunto.
Gracias, en particular a Fabiola Hernández y a los que, como ella, me han hecho ver que sí podemos ir a un nuevo modelo de museo.
¡Gracias!