A lo largo de dos años de gobierno de la autodenominada Cuarta Transformación muchas veces me han preguntado, en público y en privado, sobre el presunto secreto del éxito de la comunicación del presidente de la República con lo que él llama el pueblo bueno y sabio.
En su enésimo discurso-informe de gobierno, con motivo del segundo aniversario de su toma de posesión, el presidente de la República aseveró que cuenta con el respaldo del 71% de los mexicanos, según una encuesta que sólo él y sus allegados conocen, y que con eso le sobra.
Es probable que los resultados de esa encuesta presidencial sean falsos (ahora ya se sabe que la pregunta correspondiente no era sobre aceptación, sino sobre si debería renunciar, lo que es absolutamente diferente), pero lo cierto es que otras tres encuestas hechas públicas por tres periódicos distintos (Reforma, El Financiero y El Economista) sitúan la aprobación promedio del actual titular del Poder Ejecutivo federal en un 60%.
Es muy probable que ese promedio sea cierto. Habría que decir que sus antecesores estuvieron en el mismo rango: en su segundo año de gobierno, Enrique Peña Nieto tenía una aprobación del 58% en promedio, y en el mismo lapso de gobierno Felipe Calderón llegaba al 62%, dos puntos porcentuales más que los del actual presidente.
Pero, preguntan y afirman sus detractores, ¿cómo es posible que mantenga esa cifra si son tan evidentes sus fracasos en sus anunciadas luchas contra la inseguridad y la violencia, la corrupción, y la economía que todos los días empeora? Y, no se diga, la salud pública, entre otras muchas; bueno, ha fracasado hasta en vender un avión.
Las cifras en cualquier ámbito de la vida nacional son espeluznantes, ¿por qué no cae su popularidad?
Muy sencillo, como buen y experto propagandista, el señor presidente de la República apostó y sigue apostando a los sentimientos, a las emociones. Esos son, si no se han dado cuenta, “los otros datos”.
Esencialmente, ha apostado al resentimiento social (un sentimiento, una emoción), que incita la confrontación entre nosotros los buenos y ellos los malos. Por eso, hasta ahora, no ha perdido su popularidad.
Y esa confrontación nada tiene que ver con la realidad del país, con los datos reales. Por eso la adjudicación de las culpas a los conservadores, neoliberales y fifís y otros calificativos contra sus críticos, quienes de acuerdo con el discurso oficial impiden la cristalización del “índice de felicidad” de pueblo bueno y sabio de México.
Ese discurso demagógico y casi bélico le ha permitido al presidente de la República concitar una mayoría aplaudidora, que recibe “becas” y otros apoyos gubernamentales, que (cree) se verían amenazados si alguien más llega al poder, y que esencial y principalmente promete una revancha social. Y el presidente sabe que necesita de esa mayoría y le dice lo que le gusta escuchar: el resentimiento necesita de la revancha, “pa´que vean lo que se siente”.
Sin la confrontación social, la presunta y exitosa “política de comunicación social” del actual gobierno quedaría huérfana.
Siempre hay que buscar un enemigo y si a éste se le puede convertir en el enemigo de la mayoría, mucho mejor. El presidente de la República lo ha conseguido hasta hoy. Ha hecho creer que es hora de la venganza, del desquite.
Pero, la venta de espejitos no terminó con la Conquista española. Si no lo creen, pregúntele al espejo de la reina malvada en el que se ven todos los días los políticos mexicanos, que les contesta que ellos son los más bonitos.
Desde los tiempos bíblicos, o quizás desde antes, se decía “el que quiera oír, que oiga”; “quien quiera ver, que vea”; “quien quiera comprender, que comprenda”. Desde entonces: no hay engaño, aunque hoy muchos dicen y dirán: ¿cómo se iba a saber? La confrontación, la polarización, siempre atrae… a la mayoría de los apoyadores.
Ése es el secreto.
También te puede interesar: Los que no se morían…