La deriva de los tiempos

8M 2021, continúa la marcha

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No fui a la marcha. Me dio miedo comprometer todo un año de confinamiento, pero también me dio mucho pesar no participar con el cuerpo. A las 6:50 del lunes, previo acuerdo en redes sociales, me uní a la iniciativa de escribir en el chat de la mañanera el de #NoSoyBotNiSoyPartido, #8M. Me sorprendió la cantidad de mensajes. Recordé lo que sucedió hace un año, las jacarandas como metáforas del color del movimiento, el calor, el sentido de unidad. Salí a caminar y me encontré con gusto y no poca sorpresa ciertas acciones, tímidos actos comunicativos, que no vi el año pasado: carteles morados en las puertas de varios edificios, calles cuyos nombres fueron modificados temporalmente por cartelitos escritos a mano, mujeres de todas edades caminando solas, como yo, pero con playeras que ostentaban los principales hashtags.

Antier, no obstante, se asistió a otra jornada histórica: la continuidad a la marcha del 8M de 2020, cuando salimos a las calles hasta las más renuentes a las participaciones de ese tipo, cuando sentimos unidad e identificación, a pesar de nuestras incontables diferencias, porque salimos a reclamar por nuestra seguridad y por la justicia que, simplemente, no llega para las víctimas de violadores y feminicidas. Dadas las condiciones del confinamiento voluntario y el peligro de contagios, me llamó la atención no recibir información desde la semana previa sobre qué haríamos para apoyar quienes decidiéramos no salir. La información tardó en llegar, pero finalmente se hizo presente, y a raudales, máxime a raíz de la colocación de las vallas en torno al perímetro del Palacio Nacional desde el fin de semana. La valla fue indignante, pero la respuesta de las mujeres fue inmejorable: la escritura de los nombres de las desaparecidas, la colocación de las flores, la creación de un memorial efímero (paradójico, pero cierto) que dio un impulso a la simbólica del movimiento y que generó, desde luego, todo tipo de reacciones adversas, pues ese aparato de “defensa y protección del patrimonio”, como se dijo que era, aparecía, en realidad, como una fortaleza de la estulticia, la necedad y la represión ciega.

8m marcha
Cortesía: Sara Baz.

Quizá los eufemismos resultaron más ofensivos y provocadores que nunca: “el muro de la paz” es una designación indignante, para propios y extraños. Lo más contrastante, después de ver la represión, fueron las declaraciones que AMLO hizo en la mañanera del 9 de marzo. Acusó a las mujeres de cometer actos de “evidente provocación”, mismas que las fuerzas del orden aguantaron “estoicamente”. Al ser cuestionado por una periodista sobre su apoyo irrestricto a la candidatura de Salgado Macedonio a la gubernatura del estado de Guerrero, AMLO manifestó que “no podemos permitir los linchamientos políticos”, ya con visible fastidio, pues las imprecaciones no han sido pocas. Si no podemos permitirlos, ¿entonces por qué sí podemos permitir la impunidad y la represión?

Cerca de 22,000 personas ocuparon el espacio público este 8 de marzo. Salieron, a pesar de la pandemia, a reclamar una agenda de derechos que, en años, no se ha visto cumplida. Salieron también en otras ciudades y sin importar su edad. Cientos se acercaron a la plancha del Zócalo, a pesar de las intimidaciones de la policía y de la presencia misteriosa e inquietante de los apostados detrás de los merlones, en el techo del Palacio. Los miembros del comando “antidrones” evocaron esa imagen terrible de los francotiradores en las fotografías del 2 de octubre de 1968. Lo sé, no es equiparable y a pesar de que ayer hubo lesionadas, no se puede (no-se-puede) ya abrir fuego contra la población civil por manifestarse. Al menos algo hemos aprendido en tantos años, quiero pensar. Pero el tejido de los imaginarios crece, se intrinca y se proyecta cada vez más rápido. Sin duda, las redes sociales y las actuales estrategias de comunicación contribuyen a ello. Desde la colocación del muro, los memes no se hicieron esperar. El meme es un articulador icónico y se dispersa en segundos. Se enriquece, se resignifica, se constituye como bandera momentánea. Me dediqué a buscar y a escuchar testimonios de participantes en la marcha, de la prensa… ¿Para qué las vallas? ¿Realmente se iban a hacer tremendas afectaciones al edificio del Palacio Nacional? ¿Más que las que sufrió en el motín de 1692? ¿Para qué protegemos el patrimonio si, justamente porque es significante, se pretende vulnerar?

8m marcha
Cortesía: Sara Baz.

Se usó gas para dispersar a las manifestantes de la primera línea, por más que el gobierno local y federal lo niegue. Se filtraron, gracias a las redes y a los medios, fotografías y testimonios numerosos que dan cuenta de que la agresión provenía del otro lado del muro. Se observaron y viralizaron actos valientes y asertivos, actos hermosos que construyen una incipiente esperanza en la continuidad de los reclamos, hasta lograr que este país sea seguro para nosotras.

Al igual que en ocasiones anteriores, vi comentarios en redes sociales que me parecieron de lo más retrógrados. No, yo tampoco soy de la idea de agarrar un bote de aerosol y un mazo, pero me avergüenza no tener los arrestos para hacerlo, máxime ahora, cuando no se ve el más mínimo camino para el diálogo, el entendimiento y la comprensión de las demandas; cuando es más importante proteger la candidatura de Salgado Macedonio, convertir en una fortaleza la casa de Andrés Roemer y blindar “el patrimonio”. Me sentí igualmente avergonzada al ver la foto de una señora mayor, con su cubrebocas, haciendo una pinta en los escudos de las policías. Esto no es de edad, ni de partidismos, es solidaridad de género. Experimenté vergüenza y tristeza al saber que muchas de mis alumnas sí tuvieron el valor de ir a la marcha, pese al COVID, y que yo fui educada para no ser violenta. Claro, dicen algunos, que la violencia engendra más violencia y que “hablando se entiende la gente”, pero este gobierno ya ha dado varias, muchas muestras de no querer hablar y de permanecer montado en su macho, literalmente. Ningún cambio sustancial en la historia se ha hecho por la buena, ya se ha dicho y las revoluciones no se hicieron en una mesa de negociación. Quizá esta situación nos obligue a pensar en cómo fuimos educadas muchas de nosotras, y en cuándo vale la pena hacer una intervención más visible en el espacio público. Espero también que todas recordemos esto el próximo 6 de junio.


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La moral en tiempos de malas costumbres

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La moral es cosa de costumbres, según el diccionario de Nebrija, de 1495. Parecería que, cuando aludimos a la palabra “moral”, apelamos a una especie de tribunal inexistente pero superlativo, que se encarga de juzgar las acciones, inclusive las de los personajes públicos que, a través de actos oscuros, logran que la balanza de la opinión se incline a su favor. Secretamente, todos aspiramos, alguna vez, a la existencia de ese tribunal que puede, eventualmente, exonerarnos o darnos una especie de razón histórica, aún cuando todos, en nuestro entorno social, parecen reprobarnos. Y así, algunos esperamos que el ángel de la historia, (así es, esa impactante figura benjaminiana) se encargue de barrer a quienes cometen errores garrafales, que afectan a millones, aunque en su tiempo, sus contemporáneos parezcan no sólo no juzgarlos, sino incluso, aplaudirlos.

En ausencia de este tribunal de justicia superior, sucede que generamos instituciones, y que esas instituciones tienen como cometido gestionar los recursos, comportamientos, relaciones de los individuos que componen una sociedad. En su etimología, la palabra institución implica estar, colocarse, ser estable. Las instituciones se crean con una finalidad y para resolver o gestionar problemáticas concretas. Al regular comportamientos, las instituciones funcionan conforme a la experiencia colectiva, lo cual no sólo está en su génesis sino en su conceptualización histórica. “Durkheim concibe a las instituciones como hechos sociales, esto es, como aspectos de la experiencia colectiva que se materializan en una multiplicidad de formas e instancias: el Estado; la familia; el derecho a la propiedad; el contrato; las tradiciones culturales, políticas y religiosas, etc.” (Brismat, “Instituciones: una mirada general a su historia conceptual”.)

instituciones y control
Imagen: Foreing Policy.

Las instituciones deben trascender la voluntad individual, es decir, que su vocación reguladora e, incluso, coercitiva, por tanto, no permite pensar que estén al arbitrio de o para cumplir los deseos de una persona o un grupo con intereses específicos. En este sentido, es enorme la preocupación que despierta la retractación de la Auditoría Superior de la Federación, después de la reacción pueril de Andrés Manuel López Obrador al conocer las cifras –devastadoras para él, sin duda– que incriminan a su administración respecto del ejercicio de recursos en diversas áreas, no solamente respecto de los costos de la cancelación del proyecto del NAIM, sino que hay que revisar también las cifras que tímidamente han salido en diversas notas sobre las observaciones realizadas por la ASF al ejercicio de la Secretaría de Cultura Federal, por ejemplo.

No sólo preocupa que se ponga en entredicho el informe de la ASF; el asunto de fondo es que no hay quien ponga cortapisas a quien se dice paladín de la moral y de la democracia. Esto se hace todavía más complejo si se piensa a la luz de la coyuntura del análisis que el presidente hizo con su gabinete acerca de la supresión de los organismos autónomos.

La moral es cosa de costumbres, decíamos. Las instituciones participan, como es evidente, en el dinamismo de una sociedad. No son eternas, ciertamente, ni inmutables, pues son hechas por individuos y responden a necesidades históricas. Las instituciones brindan certezas y asideros, pautas y marcos para actuar, a la vez que ellas mismas desarrollan agencia. Pero, cuando una institución pierde credibilidad o es desacreditada, se asesta un golpe a ese edificio que marca los límites y se abre la puerta a la expresión del autoritarismo en pleno. Si las instituciones son amordazadas o vulneradas y dejan de funcionar como contrapeso, caminamos inexorablemente a la imposición de una sola voluntad.


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La pandemia y los nuevos límites del consumo cultural

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¿A usted le parece que el consumo digital es democrático? Podemos conservar la pregunta sobre la mesa para plantear una serie de cuestiones. Recientemente se presentaron los resultados de la encuesta de consumo cultural que realizó la UNAM y que fue respondida por 8,780 personas. Si bien, el sesgo es claro (principalmente jóvenes, consumidores habituales de contenidos culturales), los resultados permiten reflexionar en las posibles orientaciones de los productos que los miembros del sector podrán tomar, de cara a una recuperación económica de la industria. Ahora bien, ¿cómo plantear la recuperación de un sector cuyos productos se consumen, en mayor medida, si son gratuitos?

La encuesta de consumo cultural durante la pandemia sugiere la posibilidad de diseñar nuevos estudios, más específicos, que arrojen resultados para orientar la toma de decisiones, tanto por parte de los productores que ofrecen contenidos gratuitos, como la propia UNAM o los museos públicos, como por parte de quienes viven de esa producción (artistas en general). El desarrollo de la plataforma Contigo en la distancia permitió la captación de varios usuarios, quienes se buscaron el tiempo para participar en conferencias o cursos en línea, cuando normalmente no lo hubieran podido hacer si se hubieran tenido que desplazar hasta una sede. Algo que debe llamar la atención de los desarrolladores de contenidos es, por un lado, lo que ya sabemos todos: que el Zoom llegó para quedarse y que la producción de videos, recorridos o podcasts que se pueden ver en forma asincrónica permite ampliar el rango de consumidores; por otro lado, que el dispositivo favorito para el consumo cultural en la pandemia es el smartphone. Esto implica desafíos de diseño (engagement, formato, atención) que eventualmente, todos los que nos dedicamos a la producción de contenidos vamos a tener que afrontar.

consumo digital de la cultura
Imagen: Ana Galvañ.

Los retos no son menores: vivimos en un país que ha recortado en grado extremo el presupuesto para el sector cultura. Los recintos públicos se encuentran cada vez más limitados para llevar a cabo producciones ciertamente costosas, como exposiciones internacionales, si no tienen un patronato o asociación civil que los respalde. Estas asociaciones normalmente no acometen con sus donativos los gastos operativos de los recintos, ni tampoco el pago, en forma consuetudinaria, de los colaboradores especializados.

La encuesta de consumo cultural arroja que la mayoría de los participantes no se muestra tan entusiasmada por los recorridos virtuales a museos o a exposiciones en específico, pero sí espera la apertura de actividades para volver a los recintos. La experiencia de visitar una muestra o un sitio arqueológico es insustituible y, pese a que los museos mexicanos no desarrollaron esfuerzos de particular monta para no perder la fidelidad de sus públicos durante la pandemia (los esfuerzos se concentraron en charlas y cursos en línea, como ya dije), el público que habitualmente visitaba museos está ansioso de volver a hacerlo. Hay recintos privados en peligro de desaparición, como Papalote Museo del Niño, quien tuvo que lanzar una campaña desde su sitio web para recaudar 50 millones de pesos, suma que destinará al pago a colaboradores y a los gastos derivados del mantenimiento del museo. No obstante, la producción de contenidos digitales es mucho menos costosa que la de una exposición internacional, por ejemplo, el presupuesto siempre es requerido y resulta muy incómodo operar con los mínimos.

Aunque los recintos permanezcan cerrados, a causa de la crisis de salud que ha dejado la pandemia, los gastos no se interrumpen, como en el caso de las oficinas: las colecciones y los inmuebles siguen ahí y requieren de mantenimiento, limpieza, rotación, procedimientos de conservación preventiva, restauración. Esto quiere decir que hay que seguir operando a pesar del cierre y de la distancia de los públicos, y que el salario de los empleados especializados que se ocupan de las colecciones y recintos sigue y seguirá siendo necesario.

consumo digital
Imagen: The Objective.

Ahora, retomemos la pregunta de inicio: ¿es más democrático el consumo cultural digital? Si bien, sabemos que la oferta asincrónica en diversas plataformas permite un mayor número de visitas, también sabemos que un gran porcentaje de la población no cuenta con internet estable o plan de datos que le permita tener acceso a actividades culturales. También sabemos que hay quienes tienen un smartphone pero no por ello consumirán contenidos culturales, sino comerciales. Ahora bien, hay otro factor a considerar: la oferta gratuita ciertamente es un beneficio para muchos, pero no por eso se debe generalizar la idea de que la cultura “no cuesta”. La producción de lo que se ofrece, la preparación de los conferencistas, los derechos de reproducción de las imágenes, requieren dinero. La única manera de reactivar las industrias culturales es generando derrama económica y haciéndole entender al gobierno federal que, sin impulso presupuestal a la creación, a los espectáculos y a los recintos museísticos, este país está en riesgo de demeritar -hasta perder- sus instituciones culturales.

Más allá de la pregunta por la democratización, lo cierto es que los resultados de la encuesta de consumo cultural permiten detenerse a pensar en cómo será la oferta que preparemos en el futuro. Partiendo de la premisa de que hay experiencias presenciales insustituibles, los museos, por ejemplo, tendrán que comenzar a problematizar sus vocaciones y a abrir el panorama para incluir contenidos para comunidades remotas. Si se le da la vuelta mediante distintos discursos a las mismas piezas, lo más seguro es que la oferta presencial termine por gastarse, ante la imposibilidad de contar con obras u objetos procedentes de otras colecciones que despierten de nuevo el interés. Y aquellos recintos que no poseen piezas en custodia la tienen todavía más difícil.

¿Por qué íbamos al museo o a un espectáculo de danza o teatro? No era solamente para matar el tiempo: estábamos dispuestos a pagar por una experiencia transformadora, trascendente. Quizá el confinamiento le puso a muchos la alternativa de vincularse con la cultura como una manera de pasar los días, pero quizá también les hizo ver que puede ser una experiencia que salva. ¿Tiene el formato digital esa posibilidad de apelar a lo más profundo de la emoción y de la psique de un espectador? El reto está interesante, sobre todo, si se piensa que la vuelta a las actividades presenciales no está a la vuelta de la esquina ni será como antes de los confinamientos.


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Epifanías callejeras. Inverosímiles ficciones alimentarias

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Durante años he cocinado el deseo de llevar a cabo un proyecto que, hoy en día, ya no es original. Me obsesioné con las imágenes de los puestos de comida callejeros: tortas, tacos, hamburguesas, hot dogs, cochinitos en jacuzzi de aceite en un cazo, camarones pergeñados con un marcador negro, sin olvidar los helados del carrito de nieves “El verano”. Todavía no comprendo el porqué de mi obsesión. Quizá porque son imágenes entrañables que coleccionaba en la mente desde muy niña, cuando hacía fotos virtuales con los ojos a toda velocidad, a través de la ventana del coche.

Los domingos mi papá me llevaba al parque de Pilares, era imperdible la parada en el carrito de hot dogs después de patinar. Entonces tenía tiempo de solazarme en la contemplación de una imagen pintada con esmalte sobre el aluminio, cascada y, sobre todo, inverosímil. Las imágenes de comida (piensen en las tortas, sobre todo), tendrían que cumplir la función de ser apetecibles, de atraer al comensal mediante su híper figuración. Y resulta que atraen como faros, pero no porque sean verosímiles.

tortas callejeras
Imagen: Ok City.

Años más tarde, cuando estudiaba Historia del Arte, comencé a ver estas imágenes con otros ojos. Según yo, con ojos experimentados. Advertí que sí hay composición, formas compartidas de resolver la presencia de un objeto en un espacio indeterminado, maneras de darle realce y hacerlo aparecer como de la nada. Hay imágenes que recurren a la perspectiva para mostrar, con pretensiones naturalistas, las proporciones y características de una suculenta torta. Otros hacedores, menos experimentados en el arte, recurren a la representación frontal, en la cual no falta el humo que sale del pan para que quede muy claro que, en ese puesto, se venden tortas calientes.

Ahora bien: el relleno. Se trata de un desafío, pues pese a la amplia variedad que se ostenta en el menú, la torta de la lámina, esa epifanía callejera, siempre estará rellena de jamón. Si se entra en detalles, se mostrará la lechuga, el queso y el jitomate. Lo cierto es que la torta representada tiene que ostentar calidad y abundancia a toda costa.

tortas callejeras
Imagen: @TaBeComicz.

Hoy, con otras herramientas a la mano, como vinil impreso o pintura de aerosol, las imágenes de los puestos no abandonan su antigua enunciación. Como los organillos, la torta pintada sobre lámina adquirió el estatuto de tradición: forma parte de imaginarios compartidos y comunica efectivamente su mensaje. Recuerda las famosas pinturas de pulquerías (prácticamente en extinción declarada) y la pintura que durante algunas décadas ornó el vidrio trasero o los cofres de los camiones. El vinil publicitario se yergue como su principal enemigo: acaba con la creatividad y expresión individual del chofer.

Pintar una torta, es como pintar la promesa de un milagro. En estos días de semáforo rojo, cuando se supone que nos piden no comer en los puestos, sino sólo comprar para llevar, los puestos de tortas, tacos, carritos con viandas diversas, esquinas en donde surgen botes de tamales y elotes, son un hervidero de comensales. En los puestos callejeros parece que no hay pandemia: se aprecian como oasis que escapan de la prohibición y del miedo y le ofrecen al transeúnte el remanso de paz del que quizá sea su alimento fuerte del día. Inverosímiles ficciones alimentarias, la comida que la pintura hace aparecer sobre las láminas nos llama por su colorido pero, sobre todo, porque sus formas y soluciones compositivas son valores entendidos en nuestra cultura. En un mundo de cadenas transnacionales, de vinil que cubre prácticamente cualquier superficie y la hace homogénea, la pintura de los puestos callejeros es un grito de identidad.


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Curva de aprendizaje

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Hace días que leemos varias publicaciones sobre el dramático recorte presupuestal que ha sufrido la Fonoteca Nacional. También sobre las tareas de preservación, restauración y difusión que no podrán realizarse a causa de que no podrán ser recontratados cerca de 93 empleados. He leído también el extraordinario texto de Pablo Piccato sobre el asunto y la manera en que el material resguardado en la Fonoteca le permitió entender mejor cómo las personas hablaban o se referían al crimen en un México ya ido. Leí también la carta a la opinión pública en la que los afectados explican el riesgo en que se pone este patrimonio con la decisión. He leído las publicaciones que hablan del nada discreto entusiasmo que manifiestan las autoridades por el proyecto –por cierto, prescindible– de Chapultepec. Y las he leído cada vez con más coraje.

He leído todas las noticias sobre los trabajadores que ejercían sus funciones contratados por el “capítulo 3000” y cómo el INAH ha prohibido destinar los recursos de la partida 33901 a la contratación de servicios personales, es decir, personal subordinado. También leí el texto de la Ley Federal de Austeridad Republicana y no puedo más que lamentar las decisiones de este gobierno, así como mi incapacidad para actuar a favor de las instituciones y de las familias que seguirán en la precariedad.

austeridad
Imagen: Elisa Biete.

No puedo más que reflexionar en mis 20 años de práctica pública, cuando también fui contratada como eventual, sin prestaciones, sin garantías de continuidad y cuando aprendí a no llevar ni una foto a mi oficina, porque no era mía y porque al día siguiente podría no tener acceso a mi centro de trabajo. También en la curva de aprendizaje que se cumple cuando, después de muchos periodos con contratos de tres meses, finalmente seguía laborando y llegaba a dominar mi arte. Conviví, valoré, tuve amistad con y fui instruida por trabajadores de base y confianza durante esos 20 años. Y aprendí. Aprendí a montar vinil, a manejar obra, a ser comisaria, a administrar presupuesto público, a usar las palabras mágicas (“coadyuvar” es una de ellas, y a todos nos daba mucha risa que funcionara mejor que otras) para ayudar a hacer los contratos de mis compañeros de capítulo 3000 y que no nos los objetaran. Aprendí a tranquilizar a la gente que trabajaba conmigo mientras transcurrían los cuatro primeros meses del año sin pago. Aprendí a fluir con eso hasta que me cansé. Hasta que no pude darles tranquilidad y mejor me bajé del barco en enero de 2019.

Esa curva de aprendizaje es la más larga y más dolorosa, porque consiste en conformarse con seguir precarizados a condición de poder volver al siguiente año al lugar de trabajo que uno ama porque es histórico, porque resguarda patrimonio que uno tiene entre sus manos y abraza con el alma, porque ahí están los amigos y los maestros que nos han hecho especialistas. Cuando en 2018 estalló la primera protesta (#YaPagameINBA), yo era directora. En esa posición y conociendo la administración pública federal, no queda más que solidarizarse, a sabiendas de que una se hace cada vez más desagradable a los ojos de los superiores. Nadie mejor que mis trabajadores “eventuales” para desempeñar sus funciones y solucionar las insuficiencias profesionales del sistema. Los directores no teníamos (no tienen) recursos o argumentos para apagar las protestas porque el propio sistema los deja sin elementos de negociación: ni hacia arriba ni hacia abajo. Un país que había sido modelo por sus instituciones culturales se ha convertido en el referente internacional de precariedad y desmantelamiento, desde hace dos años, de manera acelerada.

inba curva de aprendizaje
Imagen: Sur Acapulco.

No tengo, tristemente, la salida jurídica, la propuesta para trascender esta crisis, pero sí tengo la certeza de que los recortes presupuestales a cultura y el desvío de recursos a proyectos faraónicos innecesarios no son lo que nos permitirá seguir caminando. También tengo la seguridad, por la experiencia y por la curva de aprendizaje, que la alianza entre niveles de gobierno e iniciativa privada es lo único que puede favorecer proyectos de gran calado que permitan la conservación y difusión de lo que tenemos: patrimonio artístico mueble e inmueble, tanto como la preservación de los expertos que han capitalizado su curva de aprendizaje y saben cómo hacerlo.

Creo que, en este callejón sin salida, lo único que se puede hacer es saltarse por la pared: visibilizar la precariedad y la protesta, sensibilizar sobre todo lo que se pierde. Nuestras instituciones culturales están en grave riesgo, lo mismo que lo que custodian. Espero que la curva de aprendizaje que nos ha costado, implicado, la elección de este sexenio sea suficiente para darnos cuenta.


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La última y nos vamos

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Y sí, fue un año muy difícil para muchos. Comenzamos este 2020 con noticias convulsionantes, como todos. Escuchábamos de un extraño virus que estaba cobrando vidas en China… pero eso estaba al otro lado del mundo, lo mismo que las amenazas de destrucción del patrimonio medio oriental ante el asesinato del comandante militar iraní Qasem Soleimani. Las reflexiones en torno a la utilidad del patrimonio no dejaron de estar presentes, sobre todo frente a la polémica levantada por los movimientos feministas en México y a la repentina vacuidad del pedestal de Reforma, en donde la escultura de Cristóbal Colón solía representar un referente urbano, histórico para otros, ominoso para muchos más. Sin duda, la tónica del año fue todo lo que ocasionó la pandemia, máxime, cuando ésta nos tocó de cerca. A inicios de marzo comenzamos a ver los resultados de las compras de pánico, se acabó el papel de baño, se vaciaron los anaqueles de los supermercados y asistimos a procesos histéricos de un presunto abastecimiento que no garantizaba salvarnos del contagio. Aprendimos a vivir de otra manera.

Quienes tuvimos la oportunidad, nos quedamos en nuestras casas desde el tercer mes del año, pendientes de las noticias, valorando como nunca la señal de internet y procurándonos lo necesario para montar una oficina, un salón de clases o un lo que fuera en un espacio que no estaba destinado para eso. Muchos teníamos miedo, más que por las consecuencias del virus, por el manejo que el gobierno federal estaba haciendo de la pandemia. Si antes temíamos terminar en un hospital público por alguna razón, este año el temor de muchos fue peregrinar en ambulancia buscando un lugar –público o privado– en el que hubiera espacio y atención. Durante marzo y abril nos sacudimos con las noticias de la enorme mortandad que la pandemia había causado en España, Francia e Italia. En particular, además del dolor por las pérdidas ajenas, daba vértigo pensar en una situación descontrolada en un país como México, que no tiene la capacidad institucional ni económica que otros países. Brasil comenzó a acaparar las noticias, pues era el país latinoamericano que tomaba la delantera en muertes, en competencia directa con Estados Unidos en el norte. Analizábamos la situación y ponderábamos el alto costo de la irresponsabilidad de un Trump o de un Bolsonaro, haciendo bromas estúpidas sobre la pandemia y usando mal su liderazgo, igualito que López Obrador.

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Ilustración: Vanguardia.

Nuestras cifras se dispararon en mayo. Cuando llegamos al sexto mes del año, quienes no habíamos padecido la infección nos sentíamos triunfantes. Seguramente todo esto comenzaría a volver al cauce en los meses siguientes. Quienes pudimos, hicimos donaciones, compramos el bono de confianza para algún amigo restaurantero y tratamos de favorecer a los comercios locales en un vano intento de mitigar la debacle económica. Escuchábamos de las reducciones de salario, del cierre de negocios, de despidos masivos y los reclamos de toda la gente sin prestaciones y sin ahorros que temía contagiarse y no poderse atender.

No obstante, seguimos. Seguimos construyendo nuevas formas de sociabilidad, perdimos el miedo a comprar en línea o a pedir el súper. Nos tuvimos que sacudir la aprehensión de no estar leyendo adecuadamente las emociones del otro a través de la pantalla. Muchos nos escondieron sus casas detrás del Golden Gate, de una aurora boreal o de la Vía Láctea. Sentimos la oquedad de un Estado nacional que no es suficiente para garantizar la salud de sus integrantes, ni de reforzar la economía de muchas familias mediante un apoyo, como en otros países. Decidimos no volver a encerrarnos, después de julio, cuando lentamente se retomaron actividades. Los pesimistas temimos que la apertura significara, claro, una recolonización irresponsable de los espacios públicos y privados. Y así fue. Cuando en septiembre nos hartamos de ver una meseta en las gráficas de infecciones y víctimas, no imaginamos volver al confinamiento. Máxime en diciembre. En los primeros días, pensábamos en la inminencia de la llegada de peregrinos a la Basílica de Guadalupe como de una horda de expansión viral. Como una de las características en el manejo de la pandemia ha sido la irresponsabilidad que ocasiona la falta de claridad y firmeza, sabíamos que el último mes del año iba a ser catastrófico.

pandemia y miedo
Imagen: CNN.

Y aquí estamos. Unos con más fortuna que otros, unos más reflexivos que otros, pero sin duda, todos hemos aprendido algo. Unos más confiados y otros pensando en cómo vamos a volver a estar en nuestros antiguos espacios de convivencia, sin miedo. Pese a las dificultades que representa esta coyuntura, conseguimos llegar al final del año. Como el optimismo no es mi carta de presentación, permanezco recelosa frente a las posibilidades de las vacunas, no por las vacunas en sí, sino por las políticas de su distribución en este país. López Obrador dijo apenas que la aplicación de la vacuna no será obligatoria, para ¿curarse en salud? Permanezco recelosa frente a la irresponsabilidad de muchos de mis connacionales, quienes parecen tener particular dificultad para entender cómo se usa un pedazo de tela en la cara. Me siento recelosa frente a un gobierno que no cierra sus fronteras ni implementa protocolos especiales cuando recibe un avión del Reino Unido, cargado de una nueva cepa del virus.

Hace dos meses escribí “Sálvese quien pueda”. Y lamentablemente, lo sigo recomendando. En un año en el que el meme se convirtió en una unidad de sentido particularmente cargada, hace poco que circula uno que dice algo así como “prefiero esperar a que el coronavirus me diga en una conferencia de prensa cómo cuidarme del gobierno”. Este nuevo confinamiento, no obstante, no nos agarra desprevenidos. Ya sabemos dos que tres cosas, a diferencia de marzo. Ya sabemos que sí podemos matar a un familiar por hacerle una visita. Ya sabemos que una red solidaria nos puede salvar del desquiciamiento y que esta red solidaria puede establecerse a distancia. Les deseo salud, tranquilidad, responsabilidad y que todos nos leamos en enero.


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¡Pandora nos condenó!

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Ya nadie confía en nada ni en nadie: ni en gobiernos, personas, agencias de inteligencia, el Ejército, vacunas contra el COVID-19, estadísticas de pobreza, pureza del agua, el amor, informes presidenciales, promesas de campaña y menos aún en la cooperación Oriente-Occidente. Es decir, la geopolítica contemporánea es recelo. La confianza es un bien devaluado por culpa de Pandora, la joven creada por Hefesto a pedido de Zeus, indignado porque Prometeo le robó el fuego y lo dio a los humanos.

El día de su boda, la joven recibió de Zeus una cajita con el mandato de jamás ver su interior pues traería graves males. Pero Pandora, pese a estar dotada de dones divinos como astucia, sabiduría y belleza, cedió a la curiosidad y la abrió, ¡guerras, masacres, plagas y dolor se extendieron sobre la Tierra!

Tras la debacle, vio moverse algo al fondo de la caja. ¡Era la Esperanza en forma de ave con plumaje verde que voló para combatir las desgracias que Pandora había liberado! Y también, la confianza y certidumbre en el futuro que millones perdimos en México y el mundo.

caja de pandora

¿Cómo será la relación entre el Gobierno de Joseph Robinette Biden y sus conciudadanos? El académico Paul Daldman advierte que en los próximos cuatro años permeará el mito creado por Donald John Trump de la elección presidencial robada. “Será la ponzoña que dominará al Partido Republicano”.

¿Ven? ¡De nuevo la desconfianza! El mismo reconcomio que oxigenó el Partido Demócrata al insistir, pero no probar, en que Rusia maniobró para que Trump ganara la presidencia en 2016. Esa suspicacia imposibilitará toda disidencia interna y cooperación significativa entre republicanos con el nuevo huésped de la Casa Blanca.

Es singular que esa percepción se exprese cuando la imagen de Estados Unidos se desploma a nivel internacional. Según informe del Pew Research Center, disminuyó la reputación de la superpotencia entre muchos de sus aliados y colaboradores clave.

Sólo 41 por ciento de británicos consultados y 31 por ciento en Francia expresó una opinión favorable sobre Estados Unidos. Y ni qué decir de la desconfianza en Donald Trump: en Bélgica sólo un 9 por ciento aceptó que cree en su gestión, contra 76 por ciento a favor de la canciller alemana Angela Merkel.

Si somos curiosos –como la funesta Pandora–, vemos que en América Latina hay un déficit de confianza hacia los gobernantes. Sean neoliberales, conservadores, pseudo-progresistas o liberales a secas, los gobiernos no se ganan el crédito popular, revela el Índice de Confianza Ciudadana del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), parámetro clave para ver el grado de cohesión social, bienestar y democracia.

Así, 48 por ciento en Costa Rica favoreció a su gobierno, 46 por ciento en Guatemala (antes de las protestas de otoño), 47 por ciento en Paraguay (46%) y 43 por ciento en México. Es curioso que en Perú, 54 por ciento dejara de creer en sus autoridades y semanas después, una revuelta popular llevó al cambio de tres presidentes en unos días. ¿Confiamos en los entrevistados o en esos estudios?

Recientemente, los mexicanos pasaron de considerar a sus Fuerzas Armadas como la institución más confiable al escepticismo, tras la detención en Estados Unidos del General de División y exsecretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos Zepeda.

cienfuegos

El exfuncionario, acusado por la estadounidense Administración de Control de Drogas (DEA) de conspirar para proteger a organizaciones del narcotráfico y lavado de dinero, fue liberado en una inédita jugada diplomática del gobierno de México, y cuyos pormenores podrían permanecer secretos como los que custodiaba la Caja de Pandora.

Según la encuesta del Grupo Reforma, el 73 por ciento de la población consideró que la investigación mexicana sobre el general sería una simulación. “El escepticismo es la actitud más generalizada” sintetizó el analista Sergio Aguayo (25.XI.2020).

Para explorar con visión prospectiva el nivel de confianza entre la Administración de Joseph Biden con México en materia de seguridad, consultamos a Raúl Benítez Manaut, presidente del Colectivo de Análisis de la Seguridad con Democracia (CASEDE), principal think tank mexicano en ese rubro, quien contextualizó así la relación:

“El presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) desarrolló un estrecho vínculo con Donald Trump que, según conocedores de las relaciones bilaterales, llevó a que la petición de México de buscar mecanismos para que los 35 días que el general Cienfuegos estuvo detenido, se pudiera “resolver” y significó el retiro de cargos.

A Trump se le acusa de manipular políticamente la Justicia, en principio en el caso de Rusia, y el retiro de cargos al general sería otro. Por este gran “favor político” de Trump a AMLO, él se ha negado a reconocer como presidente electo a Biden hasta que se resuelvan los juicios y se reúna el Colegio Electoral de aquel país”.

pandora Raul Benítez
Raúl Benítez, investigador mexicano.

Sin embargo, Benítez estima difícil que no se haga memoria en el nuevo gobierno de Estados Unidos, que asumirá el 20 de enero de 2021, de todos los acontecimientos graves en materia de seguridad en la relación mutua.

Y sobre las nuevas restricciones a agentes extranjeros en México que impone la reforma a la Ley de Seguridad Nacional, el investigador considera que esa regulación no resolverá problemas y sí creará conflictos, pues las potencias no dejarán de realizar inteligencia sólo porque una ley lo prohíbe.

Colofón: La desconfianza no implica el fin del interés humano por conocer, aunque Pandora nos condenara a sufrir por la verdad.


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Perversión, persuasión y congruencia

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Los problemas de la “moralidad” en tiempos de la 4T

Nunca me había preocupado como ahora por las posibilidades de vinculación entre la ética y la política. Quizá fue desde el año pasado, cuando se anunció la reimpresión y distribución de la Cartilla moral de Alfonso Reyes, acto que me parece que tuvo escasas repercusiones, pero el tema resurgió ahora en noviembre, cuando en los últimos días López Obrador presentó la Guía ética para la transformación de México. Hasta ahora tuve tiempo de adentrarme en el texto.

Reflexionar en los planteamientos éticos que orientan la política tiene muchas implicaciones y es necesario considerar una historiografía internacional y sumamente extensa. Una de las primeras cuestiones a tomar en cuenta es la noción de valor, la de vida buena a la que aspira toda ética y la de congruencia. Ahora bien, la particularidad de la política es el poder. En el establecimiento de una discursividad “igualitaria” se introduce el peligro del necesario ejercicio de la violencia por parte del Estado.

¿Podemos pensar en un mundo mejor, en donde ética y política vayan de la mano? Ante la publicación y distribución de la Guía ética, lo más simple es decir que sí. Pero analizar sus contenidos nos lleva necesariamente a un ejercicio de la crítica. Desde la Ilustración, la crítica se convirtió en la tónica de los discursos en todas las esferas de la vida. Crítica es lo que debe ejercer todo ciudadano que se desenvuelve en un régimen democrático y, como se plantea en la Guía, aun cuando no se ocupe un cargo público, la política debe revestir el interés de todos. Sin embargo, estas reflexiones nos proyectan hacia una cuestión que se presenta como un problema, y es el de la disociación entre valores individuales y valores colectivos. Los valores no están en ningún lado, listos para ser tomados. En la Guía se proponen los siguientes: respeto a la diferencia, a la vida, la dignidad, la libertad, el amor, la igualdad, la gratitud, la redención (algo que me llamó particularmente la atención), la verdad, la fraternidad, la justicia, el trabajo… Estos valores conviven en el texto con la consideración de la familia como unidad básica de garantía de cuidado, con el respeto y el cuidado de “los animales, las plantas y las cosas” (así es, “las cosas”).

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Imagen: Tony.

Como se sabe, la finalidad de llevar una vida ética es la felicidad (el eudemonismo logrado a partir de un ejercicio sistemático de la virtud a partir de la congruencia) y, en una política nacional como la experimentamos en la actualidad, no es de esperarse que la congruencia sea imperante.

¿Es congruente querer terminar con el outsourcing cuando el personal de limpieza del Palacio Nacional está contratado conforme a este mecanismo? ¿Es congruente hablar de democracia cuando desenmascaran el chat armado con la intención de disolver los colectivos, en una reunión con los representantes de los colectivos? ¿Es congruente no contar con un mecanismo de contratación que garantice mínimas prestaciones a los trabajadores del llamado Capítulo 3000?

A ver, no vamos a pecar de ingenuidad. Como plantea María de los Ángeles Yanuzzi, “la democracia, como tal, es un mito y en tanto que mito movilizador, lejos de promover en la práctica la participación real de todos los ciudadanos en la instancia efectiva de gobierno, extiende en realidad un velo sobre la sociedad que oculta las verdaderas relaciones de poder (“Ética y política en la sociedad democrática”, en CONfines. No. 1/1, enero-junio de 2005, p. 73). Y eso es lo que está sucediendo ahora: la publicación de una guía para la conducción moral de la ciudadanía esconde otra problemática y algunos peligros. Me refiero a una ética normativa y no argumentativa, en la que, mediante el recurso de la persuasión, se imponga una idea de valor. No obstante, me dirán, “el vocero de la Presidencia, Jesús Ramírez Cuevas, aclaró que la guía moral ‘no es una ley’ sino una ‘referencia’ y por tanto ‘la incorporación de los principios que se exponen es absolutamente voluntaria’” (Forbes).

Los valores son los valores y el contenido de la aproximación que histórica y culturalmente desarrollan hacia ellos los seres humanos es lo que cambia. En el inicio de la Guía se dice que este esfuerzo de publicación se realiza para “[…] impulsar una revolución de las conciencias, esto es, construir una nueva ética humanista y solidaria que conduzca a la recuperación de valores tradicionales mexicanos y universales y de nuestra grandeza nacional”. Claro, porque a juicio de sus redactores, no tenemos una ética basada en “verdaderos” valores, puesto que estamos cegados por la visión impuesta por los regímenes neoliberales, en donde se privilegiaban la competitividad y la productividad, por ejemplo.

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Imagen: Chelo.

Como parte de su estrategia de persuasión, muy acorde con el discurso tendencioso y viciado de López Obrador, identifican “conservadurismo” con “autoritarismo” (página 14); quizás el punto culminante lo encontramos líneas arriba, cuando se habla del perdón de la siguiente manera: “Pide perdón si actuaste mal y otórgalo si fuiste víctima de maltrato, agresión, abuso o violencia, que así permitirás la liberación de la culpa de quien te ofendió. Perdónate a ti mismo. Los errores propios suelen conducir a un padecimiento interior de difícil salida. Comprende las motivaciones de tu conducta indebida, conviértela en aprendizaje y enmienda el daño causado”. Quiero (y no) que la madre de una de las tantas mujeres desaparecidas lea esto y perdone a sus agresores… Esto redunda en una relativización de la justicia: un imaginario indulgente, propiciado por el Estado (legitimador de la violencia y administrador y garante de la justicia), relativiza el sentido de la misma.

Esta ética que se nos “propone” no es argumentativa: no se basa en el ejercicio de la crítica. No acepta réplica (por más que los autores lo digan en su prefacio). Estamos presenciando un despliegue perverso de ética legitimadora, pues los discursos vacuos de la política (cuyo eje es el poder), deben revestirse de “ética” para autolegitimarse (Yanuzzi). Esta ética argumentativa con la que juega López Obrador recurre a categorías aparentemente “nobles” para construir discursivamente la polarización que tanto le beneficia, entre “conservadores” (los malos, en su retórica) y el nuevo régimen que posibilitará la “redención”. Además de que esto es un autoengaño, tiene el perverso fin de sesgar la opinión de quienes no pueden o no quieren desarrollar el ejercicio crítico al que nos instó Kant: servirse del propio entendimiento.

Estamos viviendo circunstancias muy crudas a causa de la pandemia, pero no solamente… Necesitamos una administración adecuada y expedita de la justicia, no un llamamiento a perdonarnos los unos a los otros. Esperar el acatamiento voluntario de las reglas es un juego muy riesgoso, como ya hemos visto, porque al parecer, después de diez meses de pandemia, hay gente que todavía no entiende cómo ni para qué usar un cubrebocas. Como lo planteó hace algunos meses Byung-Chul Han: “La paradoja de la pandemia consiste en que uno acaba teniendo más libertad si se impone voluntariamente restricciones a sí mismo” (Byung-Chul Han, El País).

Si este régimen, o cualquiera, proclama congruencia a diario en conferencias de prensa o vía la publicación de “guías morales”, que comience desarrollando mecanismos efectivos de contratación, designando funcionarios –más inteligentes– que no hagan chats ominosos y fáciles de ser descubiertos y viralizados y que prediquen con el ejemplo sus ideas sobre el cuidado de la naturaleza (es decir, el tren maya es incongruente) y sobre la fortuna de tener el trabajo que uno ama (o démosle a leer al personal contratado por Capítulo 3000 el apartado 16, página 21 de la “Guía” para que vean cómo arde Troya). Sapere aude y recuerden que una ética argumentativa es quizá nuestra única posibilidad de no ser engañados por dispositivos retóricos de baja estofa.


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