“Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos”.
Jean-Jacques Rousseau.
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.
Por razones inherentes a mi práctica profesional, me he dedicado en los últimos días a leer sobre identidades, líneas historiográficas que avalan el uso de ciertos estilos en la historia del arte (v. gr.: barroco) y también sobre conceptos de nacionalismo. Ya sé que poco parecen tener que ver unas cosas con las otras, pero de repente una se encuentra con el hilo conductor de una serie de preocupaciones que, al parecer, no vienen de la nada.
Ya muchos autores han trabajado desde diferentes perspectivas el concepto de nación y hoy no haré ninguna tentativa de profundizar en él. Lo traigo a colación porque me pregunto todos los días, frente a diferentes circunstancias, qué significa para nosotros ahora.
Desde 1734, el Diccionario de Autoridades se refería al término en sus acepciones de acción y acto de nacer, así como la que designa “una colección de habitadores de alguna provincia, país o reino”. Curiosamente, el término también servía para referirse a un extranjero. Tomás Pérez Vejo (Elegía criolla, 2010, 2019) nos dice cómo, antes del siglo XIX, la nación per se no era capaz de convocar ni un solo afecto. Este concepto es pues, decimonónico y fue tomando forma en su dimensión política con el paso de las décadas. Nación designa también a quienes comparten rasgos físicos, religión, lengua, costumbres. Lo que se me pone enfrente es que, hoy en día, el concepto está más gastado que nada y sus definiciones nos suenan tan arcaicas como las estrofas del himno nacional.
En los entornos urbanos, desde hace varios años estamos acostumbrándonos a asimilarnos en nuestras múltiples diferencias: lanzamos iniciativas de ley para despenalizar el aborto, para penalizar el ciberacoso y la violación a la intimidad de una mujer que no tiene por qué ver normal que su pareja la denueste frente a otros hombres. Asistimos a una época que pugna por la libre elección de nuestra identidad.
Hoy no somos congregaciones de individuos con el mismo espíritu, formas y costumbres. Remito al lector al epígrafe de Jean-Jacques Rousseau con el que comencé este texto. Lamentablemente no somos seres que se conocen y que evitan las oscuras maniobras, porque somos una comunidad imaginada (B. Anderson) y, en esa calidad, debemos sentirnos cohesionados con los demás a partir de símbolos. Hoy también luchamos por trascender la polarización innecesaria y por encontrar microcomunidades que nos den confianza para enarbolar ciertos estandartes que representan nuestros deseos, pero que no necesariamente están en acuerdo con otros cercanos a nosotros.
El Diccionario político y social del mundo iberoamericano nos pone al tanto de cuán difícil se hizo el término nación al crecer en complejidad y relacionarse con otros como territorio, ciudadano, soberanía y, sobre todo, representación. Representar implica una definición de las relaciones entre la “nación” y los individuos que son comprehendidos en ella. Representación –que también tiene muchas acepciones desde 1737, por lo menos– es un término que está revestido de un profundo sentido icónico y jurídico. Cuando buscamos representación, buscamos voz, comprensión de nuestros ideales y deseos, adecuación a una comunidad que, de pronto, se aprecia más pequeña y nos abraza porque no solo es imaginada, sino que se siente cerca.
Decía Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad?”. Suena utópico. Pero lo que va a pasar el domingo y el lunes tiene esa aspiración. Salir a marchar y hacer un paro no es pedir permiso para legislar: hoy el sistema es mucho más complejo que eso; es demandar. Es visibilizar que las comunidades pueden ser más resistentes, resilientes y opresivas que la idea de nación. Es hacer conscientes a los otros de que las representaciones también son momentáneas, pero las comunidades subsisten en latencia y se volverán a activar cuando sea necesario. Es entender que no todos vamos a querer siempre lo mismo, pero que podemos respetar y diferir, siempre y cuando nos dignifiquemos. Hoy “nación” me suena hueco. Prefiero hablar de comunidades.
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