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Identidad y pertenencia cultural: etnia, pueblo, nación

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Acabamos de observar que algunas identidades usuales, como la raza, no permiten una tipología biológica porque la genética de poblaciones ha demostrado que ningún grupo humano presenta un conjunto estable de caracteres hereditarios. Por esta razón, entre otras, la antropología prefiere hablar de etnias, pueblos, naciones o culturas. En la antropología clásica la palabra “etnia” vino a remplazar a “tribu”, un vocablo cargado de tintes peyorativos, y el estudio sistemático y comparativo de las etnias llegó a constituir la ciencia de la etnología, la cual, junto a la arqueología, la antropología física y la lingüística, constituye una de las cuatro grandes ramas de la antropología. En tanto categoría antropológica, una etnia se delimita por una lengua, una cultura, una tradición y una situación geográfica particulares. Las etnias se pueden diferenciar con facilidad aparente en los pueblos que han perdurado a través de centurias o milenios por medio de eficientes tradiciones orales. Muchas veces es posible documentar el desarrollo histórico de un pueblo o de una cultura como un factor definitivo de su condición colectiva.

identidad cultural voladores de papantla
La danza de los “voladores de Papantla” representa un ritual de la etnia totonaca cuya raíz se puede trazar desde las ruinas de El Tajín hasta los actuales habitantes de la región. Se trata de una identidad cultural bien identificada por la historia, la lengua, la tradición y la geografía (fotografía tomada de Wikipedia).

Si bien la palabra etnia tiene mayor coherencia que la de raza, su definición tampoco está exenta de problemas. Por ejemplo, no existe una “esencia étnica” en el sentido de un conjunto de características físicas, mentales o culturales diferenciales, fijas y específicas de un pueblo o de una cultura. Sin embargo se habla del “alma de un pueblo”, idea de indudable encanto, subrayado y reforzado por varias corrientes ideológicas y artísticas admirables, desde el romanticismo hasta la música nacionalista derivada de cantos o danzas populares y por el patrimonio cultural de obras propias del genio creador de una cultura.

Además del concepto de etnia, propio de la etnología y las disciplinas humanas, las ideas afines de “pueblo” o “nación” están arraigadas en el habla cotidiana y son conceptualmente claras porque las personas sienten que pertenecen a un pueblo o nación en términos de lengua, historia, costumbre, paisaje o localidad. Cuando un individuo se identifica a sí mismo con un gentilicio, por ejemplo “soy huasteco”, “soy andaluz” o “soy irlandés”, asume e incorpora como parte de sí mismo aquellos rasgos que caracterizan a su grupo étnico y cultural. En este sentido la identidad comunitaria parece invocar una condición particular que desemboca en el concepto de nación en dos acepciones sucesivas: el conjunto de personas de un mismo origen que hablan un mismo idioma y tienen una tradición común, y el conjunto de habitantes de un país.

Por estas razones, la identidad cultural constituye un rasgo de mucho peso para que una persona se ubique o se identifique como perteneciente a cierto pueblo o nación. Esta identidad abarca categorías cada vez más amplias pero menos definidas porque tiene un gradiente que va desde el centro simbólico del yo situado en el mundo y se diluye hacia fuera; por ejemplo, una misma persona puede afirmar sucesivamente:  soy tuxpeña – soy huasteca – soy veracruzana – soy mexicana – soy americana – soy terrícola. Aunque las últimas identidades son inusuales, son más incluyentes y vale la pena revisar la ficha enviada al espacio exterior por la NASA en 1972 como símbolo de identidad humana.

placa de sonda espacial pioneer
Imagen de la placa colocada en la sonda espacial Pioneer 10, creada por la NASA en 1972. Se puede interpretar como un símbolo de la naturaleza humana y su entorno planetario, aunque las figuras del hombre y la mujer tienen rasgos occidentales.

Los conceptos de etnia, pueblo o nación implican necesariamente a la cultura cuyo estudio sistemático y comparativo es precisamente el objetivo de la etnología. Ahora bien, es difícil establecer y diferenciar con exactitud las características que definen a una cultura, como son la lengua, las creencias y costumbres, el folklore, las faenas, construcciones, obras e instituciones, pues, como lo sugiere la etimología misma de cultura, sus elementos están sujetos a cultivo y cuidado para mantenerse y ser viables. En efecto: toda cultura es cambiante y más que delimitarla como el conjunto ostensible de sus constituyentes en un momento dado, es necesario ubicarla como un proceso emergente de evolución comunal en el tiempo y la geografía. En este sentido se deben tomar en cuenta las constantes aculturaciones, enculturaciones, exilios y transplantes de pueblos y naciones; es decir, la imposición por conquista o dominio, la reubicación y la adopción de rasgos de otras culturas. Esta última tendencia es un proceso generalizado hacia una globalización planetaria, lo cual entraña ciertas ventajas, como la posibilidad de adentrarse y aprender de otras culturas, pero conlleva pérdidas enormes e irreversibles, como la desaparición de lenguas y etnias ancestrales.

Por otra parte, en las sociedades modernas las etnias se disuelven a través del mestizaje y la aculturación. En algunos países, como sucede en México, la mayoría de los habitantes se identifican a sí mismos como “mestizos,” asumiendo una mezcla de indígena y español, una identidad histórica problemática que ha sido analizada con perspicacia en El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz o en La jaula de la melancolía, identidad y metamorfosis del mexicano (1987) de Roger Bartra. Ha surgido así la entelequia de “el mexicano”, un ser de apariencia brava y festiva pero de fondo herido y nostálgico en espera de una incierta transformación.

identidad cultural con ocatvio paz
Portada de la primera edición de “El laberinto de soledad” y su autor, Octavio Paz, por esa misma época de 1950. Es un ensayo clásico sobre la identidad de “el mexicano” con base en la historia cultural del México mestizo.

En cuanto al lenguaje como posible epicentro de toda cultura, se debe decir que una cultura no equivale precisamente a una lengua materna, pues las hay que son habladas por culturas relativamente distintas, como el español, y porque una misma cultura, como la europea, puede albergar más de una lengua o a variantes claramente reconocibles de ella. Entre los hispanohablantes es fácil reconocer, entre muchas variedades culturales e identitarias, la pronunciación, la jerga o la música propias de comunidades andaluzas, caribeñas o rioplatenses. En efecto: los patrimonios del flamenco, la rumba o el tango expresan magníficamente su ser colectivo, cambiante y ahora interactivo.

Más que una esencia permanente, una etnia o un pueblo presenta un conjunto de características culturales, históricas, institucionales, económicas y lingüísticas que lo diferencian de otros. La suma combinada y emergente de esos rasgos y cualidades es lo suficientemente clara para permitir una identidad fuerte para la mayoría de las personas, la cual provee al individuo de autoestima y bienestar. La identidad y la diversidad se hacen muy patentes en la experiencia humana, pues experimentamos un shock cultural cuando nos sentimos ajenos y desubicados en el seno una sociedad extraña, la cual, a su vez, reconoce a los forasteros, los recela como inmigrantes o los acoge o rechaza como refugiados.

virgen de guadalupe
Detalle del lienzo de La Virgen de Guadalupe, poderoso símbolo de filiación e identidad cultural del pueblo mexicano.

Todo esto lleva a destacar el factor subjetivo propio de la autoconciencia: el hecho que la persona se sienta y se reconozca como miembro de una cultura y se identifique con su pueblo, su etnia o su nación. Este “sentimiento de pertenencia” implica al menos seis factores psicológicos en superposición y amalgama identitarias: (1) el comportamental: la adopción de tradiciones, normas y variante lingüística; (2) el perceptual: la familiaridad con rasgos y costumbres de la cultura propia y la extrañeza con la ajena; (3) el hogareño: el arraigo y refugio en la comunidad, el terruño, el barrio, el paisaje; (4) el afectivo: los sentimientos sociales como el orgullo y el arraigo; (5) el cognoscitivo: la adopción de creencias, saberes y valores; (6) el simbólico: la reverencia e identificación con íconos, insignias, héroes, sitios señalados o patrimonios.


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La oquedad de la nación

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“Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos”.
Jean-Jacques Rousseau.
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.


Por razones inherentes a mi práctica profesional, me he dedicado en los últimos días a leer sobre identidades, líneas historiográficas que avalan el uso de ciertos estilos en la historia del arte (v. gr.: barroco) y también sobre conceptos de nacionalismo. Ya sé que poco parecen tener que ver unas cosas con las otras, pero de repente una se encuentra con el hilo conductor de una serie de preocupaciones que, al parecer, no vienen de la nada.

Ya muchos autores han trabajado desde diferentes perspectivas el concepto de nación y hoy no haré ninguna tentativa de profundizar en él. Lo traigo a colación porque me pregunto todos los días, frente a diferentes circunstancias, qué significa para nosotros ahora.

Desde 1734, el Diccionario de Autoridades se refería al término en sus acepciones de acción y acto de nacer, así como la que designa “una colección de habitadores de alguna provincia, país o reino”. Curiosamente, el término también servía para referirse a un extranjero. Tomás Pérez Vejo (Elegía criolla, 2010, 2019) nos dice cómo, antes del siglo XIX, la nación per se no era capaz de convocar ni un solo afecto. Este concepto es pues, decimonónico y fue tomando forma en su dimensión política con el paso de las décadas. Nación designa también a quienes comparten rasgos físicos, religión, lengua, costumbres. Lo que se me pone enfrente es que, hoy en día, el concepto está más gastado que nada y sus definiciones nos suenan tan arcaicas como las estrofas del himno nacional.

himno de la nacion
Imagen: Pinterest.

En los entornos urbanos, desde hace varios años estamos acostumbrándonos a asimilarnos en nuestras múltiples diferencias: lanzamos iniciativas de ley para despenalizar el aborto, para penalizar el ciberacoso y la violación a la intimidad de una mujer que no tiene por qué ver normal que su pareja la denueste frente a otros hombres. Asistimos a una época que pugna por la libre elección de nuestra identidad.

Hoy no somos congregaciones de individuos con el mismo espíritu, formas y costumbres. Remito al lector al epígrafe de Jean-Jacques Rousseau con el que comencé este texto. Lamentablemente no somos seres que se conocen y que evitan las oscuras maniobras, porque somos una comunidad imaginada (B. Anderson) y, en esa calidad, debemos sentirnos cohesionados con los demás a partir de símbolos. Hoy también luchamos por trascender la polarización innecesaria y por encontrar microcomunidades que nos den confianza para enarbolar ciertos estandartes que representan nuestros deseos, pero que no necesariamente están en acuerdo con otros cercanos a nosotros.

puente de comunidad
Imagen: Pinterest.

El Diccionario político y social del mundo iberoamericano nos pone al tanto de cuán difícil se hizo el término nación al crecer en complejidad y relacionarse con otros como territorio, ciudadano, soberanía y, sobre todo, representación. Representar implica una definición de las relaciones entre la “nación” y los individuos que son comprehendidos en ella. Representación –que también tiene muchas acepciones desde 1737, por lo menos– es un término que está revestido de un profundo sentido icónico y jurídico. Cuando buscamos representación, buscamos voz, comprensión de nuestros ideales y deseos, adecuación a una comunidad que, de pronto, se aprecia más pequeña y nos abraza porque no solo es imaginada, sino que se siente cerca.

Decía Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad?”. Suena utópico. Pero lo que va a pasar el domingo y el lunes tiene esa aspiración. Salir a marchar y hacer un paro no es pedir permiso para legislar: hoy el sistema es mucho más complejo que eso; es demandar. Es visibilizar que las comunidades pueden ser más resistentes, resilientes y opresivas que la idea de nación. Es hacer conscientes a los otros de que las representaciones también son momentáneas, pero las comunidades subsisten en latencia y se volverán a activar cuando sea necesario. Es entender que no todos vamos a querer siempre lo mismo, pero que podemos respetar y diferir, siempre y cuando nos dignifiquemos. Hoy “nación” me suena hueco. Prefiero hablar de comunidades.


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