¿Qué tienen en común una escena de Tarantino y la labor de los padres en el sistema educativo?
“Drei Glässer” dijo el soldado en perfecto alemán y señaló con su mano. Sin intención se delató como espía. En Bastardos sin gloria, la película de Tarantino, un británico se descubrió por error cuando hizo la seña errónea. Señaló –tres vasos– iniciando desde el dedo índice y no desde el pulgar. Su comensal alemán descifró el detalle: los alemanes no cuentan así. El “uno” se inicia con el pulgar y no con el índice. La balacera y el caos comenzaron minutos después.
Giovanni Morelli fue un criptógrafo sucesor de un médico, de apellido Mancini, quien a finales del siglo XVII se obsesionó por encontrar un sistema de signos tejidos de manera cultural, que como síntomas involuntarios, revelan el origen genuino o falso de una obra de arte. Como cuando el médico hace mover tu pierna con un golpe y examina el acto reflejo, Morelli descifró en los detalles insignificantes al engaño. Hojas, orejas, manos, pequeños gestos de cómo alguien pinta, ayudarán a trazar el origen de la obra. El diablo en los detalles: como huellas digitales, los gestos inconscientes del artesano son señales que destapan la máscara de su creador. La ciencia forense y el psicoanálisis se siguen sustentando en esas bases.
Desde que llegó la revolución del conocimiento, las plataformas educativas han nacido sin entender cómo arrastran viejos gestos de la educación prusiana. Nuestro desconocimiento del nuevo paradigma nos ha llevado a emular un sistema educativo empolvado, ese que rechina en el aula: el de las reglas de madera y las bancas de metal, el de las calificaciones y los castigos, el de la tabla de honor y las orejas de burro. Ese sistema se filtra en los códigos y programas educativos del siglo XXI.
En la época del tren a vapor y la maquila industrial, las naciones reclamaban creyentes y los hijos de las naciones debían ser formados mientras sus padres trabajaban con las manos negras en una máquina. Unos se ganaban el pan; los otros su futuro. Aún y con la llegada del iPhone, los hijos de los ensambladores y de los directivos de negocios han ocupado las butacas, pocas veces, en las mismas escuelas. La educación ha sido la manera en la que los oficios y las profesiones se definen, las naciones se unen y el futuro se traza. El sistema de producción ha sido el silbido de una locomotora que anuncia el destino: grita a los que hacen la currícula a dónde tenemos que ir. Grandes genios, científicos, técnicos y peones han salido de las fábricas educativas.
Hoy nuestros hijos se teletransportan para tomar clase; al mismo tiempo nosotros abrimos Zoom para iniciar la junta y los directores de Secretarías de Educación televisan clases rancias. El mundo digital y los cambios del sistema económico están dando señales de que la ecuación de la educación es errónea. Es como dividir uno y cero en la calculadora de los años ochenta: marca error. En la visión de la educación prusiana el hijo estudia mientras mamá y papá trabajan, hoy esa fórmula también marca error. El patio con los honores a la bandera se dibuja como un bodegón barroco que perdura en el siglo XXI. Al unísono el coworking y el homeschooling resuenan como trazos de un cuadro vanguardista y contracultural. La preparación cada vez será menos la de una profesión y un oficio, a los que hacen las currícula se les acabó la tinta de la impresora: el tren silba y traquetea sin un destino claro y da vueltas por esas vías y durmientes viejos de la era industrial. El presente nos pone contra las máquinas y sus algoritmos; el futuro, incierto y líquido, diluye las profesiones. Hoy debemos cuestionarnos, sin caer en el terror, ¿la educación para qué y hacia dónde? Tenemos que imaginarnos hacer un plan con un código aún no inventado y con un destino desdibujado: con el maquinista y su tren, andando buscando un nuevo silbido, entre montes, en el horizonte, en la neblina del tiempo.
Pero que no se apresuren los críticos. No estoy eliminando de un pincelazo los aciertos del invento prusiano. La institución educativa trajo, como su contemporáneo el tren, la posibilidad de unos cuantos a muchos. Hizo del conocimiento la locomotora de nuestro tiempo, por eso vivimos la era del conocimiento. Recordemos las palabras que Robert Stephenson, el creador de la locomotora de vapor, dirigía a sus críticos en la madrugada de hace dos siglos: Los caminos de hierro reemplazarán pronto a los demás medios de transporte, y servirán lo mismo para el rey que para el último de sus vasallos. No está lejos el tiempo en que será más ventajoso para el operario ir a su trabajo en tren que marchar a pie. Habrá dificultades, pero tú verás con tus ojos, hijo mío, lo que estoy ahora prediciendo. Estoy de ello tan seguro como de que estamos vivos. La escuela prusiana logró eso de la educación pero su combinación con la fábrica desarmó a la tribu de su centro emocional.
Los padres, por lo menos de las clases medias, hemos vivido en una zona de confort. Nuestros hijos salían de casa y regresaban educados por otros: los especialistas de la educación. En el hogar, si acaso, el espacio educativo se destinaba a las maneras y a la ética, a los valores, a repasos y tareas. En la escuela se aprendían las materias: las ciencias y las lenguas, y ahí Mateo y Ana jugaban con sus amigos. A la espera en casa, en el mantel, el agua de jamaica, la sopa y el postre esperaban las palabras del padre consciente: ¿cómo te fue en la escuela?, ¿qué aprendiste? Esas charlas mecánicas, de almuerzo de lunes, nos hacían sentir comprometidos, además de cuando en cuando, una junta con la maestra o las calificaciones nos advertían sus avances y así aceptamos al sistema. Éramos espectadores de su futuro.
El confinamiento ha revelado muchas cosas. La madre que pedalea su bicicleta fija –mientras su hija toma una lección remota– añora su tiempo libre. El padre que con autoridad llegaba a revisar la boleta, hoy se jala de los pelos al ser el oyente arrimado de una clase que no imaginaba. Pero la maestra no puede controlar a la niña sólo con apretar dos teclas: Ctrl+Esc. La niña ve la pantalla, silencia y juega; la madre se detiene sin llegar al ritmo deseado, el padre busca culpables y se molesta. La videollamada grupal muestra los errores pedagógicos a la vez que nos demuestra lo incapaces que somos los padres para contenernos y contener a nuestros hijos. Se nos invita a no ver la obra de teatro sino a actuar en ella.
Varios amigos docentes me han contado de terribles jalones al otro lado de la pantalla. Padres y madres desesperados por no saber cómo hacer para que su hijo esté atento, la tabla del dos –piensan– entrará a regaños. A la par el jefe del trabajo les pide entren a Zoom para una reunión y el caldo la olla se desborda en la cocina. La división de labores, el trabajo y el estudio, los quehaceres de casa y los deberes de la escuela, se diluyen en los cuarenta metros de nuestros modernos departamentos, esos que fueron diseñados para que no estuviéramos ahí salvo para dormir y ver desde el noveno piso la vista majestuosa de luciérnagas eléctricas de la ciudad y las chimeneas industriales de las fábricas comiendo el snack nocturno. Hoy, un microbio nos delata que los espacios comunales de las torres inteligentes que contienen nuestras habitaciones son tan peligrosos como los vagones atiborrados del metro.
En la modernidad global entramos como hace miles de años a la intimidad de una cueva que nos exige vernos y olernos sin salir de ahí. En esa ardiente intimidad, los padres debemos trabajar a la vez que preparamos a nuestros hijos para no ser devorados por las bestias de allá afuera. Cuando lo más peligroso son los demonios internos que nos devoran, esos actos reflejo incontrolables, la intimidad se ensancha como un océano nunca antes explorado.
La pandemia nos muestra la incapacidad de todos para jugar en un tablero distinto. Funcionábamos como autómatas en una fábrica con roles establecidos. La convivencia y la formación no vienen en el manual de operación. El miedo a ser actores y protagonistas de una obra, que veíamos y aplaudimos al final de cada ciclo escolar, nos nubla el presente. ¿Y nos queda la duda de si ésa es una crisis pasajera? ¡No! Es el indicio de una señal que exigirá repensar el presente para adecuarnos a una nueva normalidad del mañana. El COVID-19 es un tráiler de nuestras vidas futuras, es el silbido de un tren que parte sin un destino claro. La escuela para padres es más clara hoy que la de los hijos. En España una página de niñeras virtuales ha tenido un boom analgésico y anestésico: comprar su tiempo es el prozac de la pandemia de los padres, la salida a su depresión es el escape a su responsabilidad.
Poco a poco los raros padres inconformes y precoces, los que no encajaban, serán los adaptados: los practicantes de homeschooling. Como parte de sus rutinas, sus vidas serán las de blogueros educativos que dictarán la nueva currícula y el pulso a una paternidad abierta y sin antifaz. La duda será si éstos logran meter en sus contenidos los logros de la educación prusiana.
La pregunta de fondo es ¿cómo nos conectamos con nuestros hijos y su futuro? El comando no está en el teclado. Regresemos a festejar su inteligencia, a ver sus capacidades y curiosidades. El fuego de la cueva, ése que ilumina y espanta a las bestias, es su fuego interior. Una mosca vuela cerca del comedor. Jerónimo, mi hijo de siete años, pregunta de manera casual: ¿papá pueden los bichos traer al COVID-19 en sus patas?
No tengo respuesta. Su curiosidad nos pone en evidencia. El COVID-19 arrastra, todavía más inmundicia que las patas de las moscas: los deshechos y errores de nuestro tiempo. El mayor fracaso de la educación prusiana fue haberse combinado con la fábrica, y como resultado haber separado a los padres de su deber más profundo: conectar con sus hijos.
Creamos una estructura funcional, que significaba lo mejor para todas las partes, y como todo en esta vida tuvo su vida útil y el tiempo, como siempre para el ser humano, se ha encargado de mostrarnos que debemos movernos hacia nuevos horizontes. A mí juicio es la única manera que tenemos para evolucionar. Pero yo aún no veo robots tomando el lugar del ser humano en las calles, así que ni modo, seguimos como estábamos hasta que un robot (asequible para mí economía) pueda ir a tribunales y presentar las demandas que yo haga…
Hay más que todo lo comentado en cada hogar una historia sus complejidades en conocer a nuestros propios hijos estar con ellos palpar la tecnología una forma moderna de un época muy sofisticada reconocer que nuestros hijo tienen mejores herramientas para su aprendizaje tal vez para mí la nostalgia de recordar mi sueño de ser diputada y no lograrlos por la economía o por la ignorancia de mis padres en fin una de tantas historias recuerdos comparaciones incomparables.tanto que decir y no poder decirlo
De acuerdo con su posición sobre la nueva conexión con los hijos y de vernos a nosotros mismos en el confinamiento y de prepararlos no para el mundo exterior sino para ambos. Sin embargo encuentro totalmente desfasada e incluso ofende su definición o interpretación de la madre en la bicicleta fija… La dejó de espectadora de La niña haciendo tareas. No solamente asumió que ninguna madre tiene empleo remunerado, sino que tampoco ha entendido que eso del tiempo libre cuando el empleo de la madre es cuidar a sus hijos no existe, cuidar a un niño es un trabajo de tiempo completo e incluso esa madre no remunerada si se estaba vinculando son sus hijos y además probablemente era la que revisaba la boleta. Actualícese por favor a una sociedad que mira a las mujeres y a las madres desde unos ojos más equitativos y menos marchistas.
El trabajo en casa, y a distancia tiene otras dimensiones en los países subdesarrollados, con padres con escolaridad menor a sus hijos ( en bachillerato) y sin conectividad.