Entre febrero y julio de 1348, Eduardo III celebró su victoria contra los franceses y la toma de Calais con torneos de caballería a lo largo y ancho de Inglaterra. La realeza competía para deslumbrarse entre sí e impresionar a la gleba que se desgañitaba de admiración y aullaba de placer por las viandas, las bebidas y el desfile de atuendos a cuál más espectacular. Un cronista de la época describió ajuares confeccionados con tres kilos y medio de oro de Chipre, tres kilos de seda escarlata y tres mil laminillas de oro.
Como consignó un cronista a propósito de festejos semejantes, “avia dentro tanta abundancia de coetes y fuego que no pareçía realmente sino fuerça que la entravan los enemigos, tan grandes eran los truenos y tan espesos los coetes que subían por el aire con grandísimo estruendo de atanbores y tronpetas en toda aquella plaça”.
Unos meses después, en abril de 1349, más de la mitad de los miles que se habían congregado para glorificar las proezas militares del Rey, yacían en fosas comunes o desbordaban los cementerios, mientras que multitudes abarrotaban los templos y nutrían las procesiones que rogaban la clemencia y protección del Altísimo ante la guadaña de la peste que arrasaba al país sin distingo de edad, sexo o clase social.
Las verbenas imperiales fueron el caldo de contagio de la pandemia bautizada “muerte negra”, lo mismo que las turbas en los santuarios y en las peregrinaciones. Las pulgas portadoras de la bacteria tomada de ratas probablemente infectadas en Asia y transportadas en barcos a Europa en 1347, no tenían que brincar lejos para saciar su hambre y propagar la plaga.
Eduardo III probablemente sabía de la peste que ya entonces asolaba a Italia. El arzobispo de Canterbury alertó a los curatos sobre “la pestilencia e infección que amenazan al mundo”. Pero ni el monarca ni su corte ni la alta clerecía iban a tener el mal gusto de privar al populacho de su pan y circo.
La alucinante jornada de hace setecientos años que describe el historiador Richard Barber, es sólo uno de cientos de episodios letales que ha capeado nuestra especie desde su aparición en la tierra.
Justiniano vio descompuesto su imperio por la pandemia del 541. Los conquistadores trajeron consigo enfermedades que diezmaron a las poblaciones del Nuevo Mundo.
En su Decamerón, Bocaccio describió escenas de la peste: “Cuando todas las sepulturas quedaron llenas, se excavaron enormes fosas alrededor de las iglesias en donde los muertos eran colocados por cientos como si se almacenaran en la sentina de un barco, unos sobre otros”. Y, nos dice el sienés Agnolo di Tura, “tantos murieron que todos creían llegado el fin del mundo”.
En 1606 la peste azotó de nuevo a Inglaterra. En Londres, los moribundos eran acuartelados con sus familias y se expidió un decreto para cerrar los teatros, los burdeles y los corrales de peleas de osos. Shakespeare escribió sonetos sobre la plaga.
Además de las guerras y de los abismos económicos, incontables olas de enfermedad han amenazado a la humanidad a lo largo de la historia. A principios del siglo pasado, “El jinete pálido”, la gripe española, cobró alrededor de 100 millones de vidas, la mayor matanza desde la peste negra del medievo y cambió la historia del mundo. En nuestros días el Ébola, el SARS, el SIDA, el H1N1 y el COVID-19, entre otras pandemias, son espadas sobre el cuello del hombre y cambiaron la sociedad de formas que apenas comenzamos a comprender.
Espanto, miedo, terror, desolación, desesperanza… los adjetivos son tantos como las amenazas. Pero lo cierto es que hay un patrón en estos capítulos: siempre los hemos sobrevivido, pero nunca hemos salido iguales: a la plaga siempre ha seguido el peligro mayor de la desigualdad, la opresión, el control y la pérdida de las libertades.
Cuando las poblaciones se recuperaron después de las plagas de Justiniano, la peste negra y las pandemias americanas, el historiador de Stanford Walter Scheidel nos hace notar que siempre la consecuencia fue una mayor concentración de riqueza y poder en las élites y la pauperización de las masas. “Los registros históricos demuestran que en la Edad Media las élites no cedieron terreno ni bajo la presión de las pandemias […] En otras regiones la represión fue el sello del día; desde Prusia y Polonia hasta Rusia, los nobles se coludieron para llevar a la servidumbre a las masas y monopolizar la fuerza de trabajo. […] Más al sur, los mamelucos de Egipto […] organizaron un frente común para conservar el dominio de la tierra y continuar explotando al campesinado”.
En el actual peligro no se puede perder de vista que acecha una amenaza mayor, de la que ya alertan algunas voces: para mantener la unidad frente al amago de coronavirus, estamos cediendo libertades que el autoritarismo rampante de la era está controlando y difícilmente cederá pasada la emergencia.
Se centraliza el control de los movimientos individuales, se pide la adecuación de las leyes y el aumento de los poderes ejecutivos, se fortalece la autoridad de las fuerzas militares y policiacas, se pide el control del tesoro público para una burocracia autoritaria y se adecuan otras medidas que juzgamos “razonables” ante la magnitud de la amenaza.
Mas no debemos perder de vista que en el horizonte se avizora el rostro de una plaga más letal, la del autoritarismo, el control social y la represión. En un artículo en el Financial Times el pasado 19 de marzo, Yuval Noah Harari hace una advertencia que no debe pasar desapercibida:
“Por primera vez en la historia, hoy los gobiernos tienen la capacidad de monitorear a toda su población al mismo tiempo y en tiempo real, dispositivo que ni la KGB soviética consiguió en un solo día. Los gobiernos de hoy lo consiguen con sensores omnipresentes y poderosos algoritmos, tal como lo demostró China, al monitorear a la población a través de los celulares y las cámaras de reconocimiento facial. La pregunta es si los datos de sus reacciones serán luego empleados políticamente para saber cómo responden las emociones del electorado a ciertos estímulos: en otras palabras, para manipular a grandes masas”.
Vaya, hasta Herr Professor Henry Kissinger, quien detenta un rosario de virtudes más largo que la Cuaresma, entre ellas autoritario, déspota, arbitrario, opresor, cacique intelectual y otras más, está preocupado. Y esto, por lo menos para mi, es motivo de susto.
En su columna del 3 de abril en el Wall Street Journal titulada “La epidemia de coronavirus alterará el orden mundial para siempre”, este sujeto que recibió el Premio Nobel de la Paz después de haber organizado el golpe en Chile, el asesinato de Allende y el encumbramiento de Pinochet, entre otras faenas de ingeniería social, advierte:
“Ningún país, ni siquiera Estados Unidos, puede en un esfuerzo puramente nacional superar el virus. Abordar las necesidades del momento debe, en última instancia, combinarse con visión y programas de colaboración global. Si no podemos hacer ambas cosas a la vez, enfrentaremos lo peor de cada una.
La leyenda fundadora del gobierno moderno es una ciudad amurallada protegida por poderosos gobernantes, a veces despóticos, otras veces benevolentes, pero siempre lo suficientemente fuertes como para proteger a las personas de un enemigo externo. Los pensadores de la Ilustración reformularon este concepto, argumentando que el propósito del Estado legítimo es satisfacer las necesidades fundamentales de las personas: seguridad, orden, bienestar económico y justicia. Las personas no pueden asegurarse esos beneficios por sí mismas. La pandemia ha provocado un anacronismo, un renacimiento de la ciudad amurallada en una época en que la prosperidad depende del comercio mundial y el movimiento de personas. Las democracias del mundo necesitan defender y sostener los valores de la Ilustración. Un retiro global del equilibrio del poder con legitimidad hará que el contrato social se desintegre tanto a nivel nacional como internacional. Sin embargo, esta cuestión milenaria de legitimidad y poder no puede resolverse en simultáneo con el esfuerzo por superar la pandemia”.
Amén.
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