Para Álvaro.
El pájaro Toh llegó después de un largo peregrinaje en busca de un lugar en donde ocultar su humillación. Llegó cansado y solo. Había sobrevolado presas secas y páramos de arbustos espinosos, campos de agave en donde no quedaba ni un árbol, infinitas extensiones de invernaderos y de casas a medio construir. Todo lo que veía era feo y él estaba acostumbrado a la belleza. Venía de un paraíso con agua en abundancia y, al ver la tierra devastada, su corazón palpitaba quedito, como si se estuviera muriendo. Él sabía bien lo que significaba perder la belleza, al menos eso creía.
El plumaje de su cola había sido la envidia de las otras aves y la pluma de uno de sus ancestros había servido para adornar penachos reales. Porque Toh descendía de un linaje vanidoso que cayó en desgracia. Cuenta la historia, que, hace muchos años, uno de sus antepasados se negó a trabajar con el resto de las aves para protegerse durante un huracán. Era un aristócrata, nuestro pájaro toh jamás se ensuciaría el pico con labores de plebeyo. Indignado con la petición, se dio media vuelta y se refugió en una grieta, donde se quedó dormido sin darse cuenta de que su cola se había quedado afuera. Cuando salió de su escondite, el viento la había desgarrado y sólo quedaban dos plumas colgadas de una cuerda trenzada.
Han transcurrido siglos desde esta historia, pero la vergüenza de los pájaro toh perdura de generación en generación, por eso se ocultan en las hendiduras de los muros viejos y rehúyen cualquier compañía. El Toh de nuestro cuento estaba harto de ser la burla de todos, hasta de los zopilotes, así que, un buen día se fue de la selva en busca de un lugar en donde nadie lo conociera. Atravesó cerros, valles y ríos, voló y voló sin descanso. Por fin, agotado, se posó en una barda. Desde ahí, inclinó la cabeza de un lado a otro para mirar a su alrededor. Era un hecho, había caído al infierno, era imposible tanta fealdad en la tierra. Su corazón estaba a punto de dejar de latir por completo cuando oyó el canto de un cenzontle. Siguió la melodía y en el camino se unieron calandrias, carpinteros, mirlos, tordos y golondrinas. Iban a un sitio resguardada por árboles frondosos. Sobrevoló las copas y sus ojos se llenaron de admiración. Había llegado a un paraíso distinto al suyo en la selva, pero igual de maravilloso. Una familia de patos tomaba posesión de un fresno en donde un carpintero buscaba gusanos; más allá, las calandrias competían por las ramas de un laurel de la india y un pájaro-ardilla se mimetizaba con la hojarasca de una higuera. Las golondrinas bebían de un estanque y los colibríes se alimentaban junto con las abejas de las flores de un tabachín.
Toh se instaló tímidamente en la rama de una majagua y pronto los demás pájaros se acercaron a inspeccionar su cola. Era extraña, se movía de un lado a otro como si fuera un péndulo. El pobre Toh estaba nervioso. ¿Qué pensarían de ella? ¿Lo echarían de ahí por feo?
—¿Eres un reloj? –le preguntó una calandria que había salido del nido hacía apenas un par de días.
Toh por poco se muere. Las burlas no tardarían en llegar. Cuál sería su sorpresa al ver admiración en la mirada de las aves.
—¡Nunca había visto un azul tan intenso! –exclamó un ticú.
—¡Y las plumas de la cola! ¡Qué bonito cuelgan de su trenza! –dijo un mirlo.
Sólo la pequeña calandria guardaba silencio en espera de una respuesta a si era un reloj.
—A partir de hoy, seré por ti el pájaro relojero –contestó Toh y desde entonces ése es su nuevo nombre. Por las mañanas se le puede ver en la rama de la majagua, moviendo la cola de un lado a otro, feliz de haber encontrado un hogar lejos del plástico de los invernaderos, del concreto, los tinacos y los campos devastados. Un lugar en donde sus amigos le motivan a que mueva su cola, como el reloj en casa del guardabosques.
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En nuestra vida esta la familia y los amigos, que nos ayudan a continuar caminando, cuando pensamos que ya no podemos avanzar y que se ha acabado todo….