Desde su última campaña como candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador destacó que asumiría dos compromisos eje: abatir la corrupción y cumplir con el lema “por el bien de todos, primero los pobres”. Éste se le está yendo de las manos, pero si consigue contener la corrupción, podrá hacer un balance favorable de su gobierno en 2024.
El presidente está convencido de que el mayor problema del país, del que surgen los demás y el que hay que cortar de raíz para avanzar en otros frentes, es la corrupción.
No dude usted que la cleptocracia está detrás de la falta de crecimiento económico, de las desigualdades, de la inseguridad pública, de las fallas en educación y salud, y de otros males.
La práctica la inauguró el porfiriato, época en que un grupo muy reducido de empresarios, como Antonio Basagoiti y Arteta, Thomas Braniff, Leon Signoret, y Weetman D. Pearson, tenían una abierta relación con los personajes clave de la política porfiriana.
La fuerza de esos empresarios era su capacidad de sesgar las políticas gubernamentales en su favor, lo que dejaba fuera de los negocios a quienes no entraban en esos arreglos.
Fue la causa principal de que no se consolidara en ese México una plataforma industrial y mercantil que fuera capaz de crecer, competir y sobrevivir sin los favores y privilegios que le diera el gobierno.
El mismo modelo se reprodujo durante el Prian y después de ochenta años, la situación que padecemos en México es bastante peor; ahora no sólo implica acumulación de riqueza en unas empresas a costa de la igualdad y libertad de competencia de las demás, sino complicidades en negocios ilícitos de frontal agresión a la sociedad.
Lo primero que hizo López Obrador al asumir la presidencia, fue una consulta patito para cancelar el aeropuerto de Texcoco y mandar el mensaje de que no sólo asumía el gobierno, sino el poder público, y que desde ese momento quedaría separado del poder económico.
La separación no tenía que ser ruptura, ni la intención era que lo fuera, aunque el presidente la condujo abiertamente, de la única manera que era posible hacerlo, sin dar margen a negociaciones a puerta cerrada.
Está el gobierno en la fase más delicada del proceso, que no consiste sólo en castigar con cárcel a uno que otro personaje, aunque ver el enjuiciamiento de un expresidente causaría gran regocijo social.
El verdadero desafío es desarticular la red de complicidades de la que se benefician autoridades, empresarios y la delincuencia, asunto arriesgado porque los miembros de esa mafia se cuidan unos a otros en todos los círculos de poder público, financiero, mercantil, judicial y tienen raíces en múltiples contingentes sociales.
La Fiscalía General de la República como denunciante, la Unidad de Inteligencia Financiera de la SHCP como investigadora y el poder judicial, comparten esa responsabilidad.
La noticia del momento es que Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, vinculado a proceso por los delitos de asociación delictuosa, cohecho y operación de recursos de procedencia ilícita en el caso de Odebrecht, denunció el martes ante la Fiscalía que parte de los sobornos que recibió fueron a dar a la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto en 2012, por órdenes del entonces candidato y de Luis Videgaray.
Peña Nieto y Videgaray sólo incurrieron en cinismo y descaro, no son piezas clave del andamiaje de la corrupción contemporánea de cuya desarticulación depende en gran medida, el avance en el combate al crimen organizado.
Entre tanto, la pandemia y una estrategia social débil, invalidan el lema de “primero los pobres”; lo más probable es que al final del sexenio haya más pobreza en el país.
Pero en este momento, mientras se resuelve la disputa sobre corrupción entre las élites de poder, la sociedad está sufriendo un daño que, como dice el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo que coordina Rolando Cordera en la UNAM, puede ser mayor o menor dependiendo de las medidas extraordinarias, adicionales que ponga en marcha el gobierno el cual, por lo pronto, no está haciendo nada.
La economía no se recuperará espontáneamente, ni los ingresos de la gente; la inversión privada difícilmente crecerá por sí misma habiendo una enorme ampliación de capacidad productiva ociosa, con bajas perspectivas de repunte de la demanda y la prevalencia de una gran incertidumbre.
Sólo un impulso fiscal puede dinamizar la recuperación en el corto plazo, lo que supone mayor déficit público y para solventarlo, una reforma hacendaria en 2021.
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