“Aquí muy poca es la gente que tiene información sobre la pandemia. Muy poco, ¿por qué? pues porque no todos tenemos la posibilidad de tener un teléfono, una tele. Y de verdad pues sí, en muchas familias están así como que: ‘si existe o no existe’. Cuando uno pregunta pues se le da la poca información que se adquiere en la red. Y a veces pues en las redes sociales son muy confusas las informaciones. (…) En cuanto al gobierno, pues el gobierno su labor debería de ser venir a vocear a las comunidades, informar a las comunidades de todo el proceso que lleva la pandemia. Pero, prácticamente sus informaciones sólo las tienen en el municipio, me imagino, pero en las comunidades, en las agencias más retiradas pues no se ve nada de ellos”.
(Entrevista, agosto, 2020).
Éste es el testimonio de una mujer que, como muchas tantas, vive en alguna de las serranías del país; en ese “México profundo” donde las fuentes de información tienen poca calidad o donde lo que reina es la desinformación. Ya sabemos que nuestro país se caracteriza por tener una geografía sociopolítica y económica donde hay vastas regiones, no sólo rurales, también urbanas, marginadas de servicios e infraestructura pública, lo cual entorpece la comunicación, la creación de capacidades y, ya no digamos, la formación de gobiernos y ciudadanías informadas y responsables, cuya acción e interacción pública esté orientada a garantizar el bien común.
En esta columna quisiera hacer una reflexión general sobre los retos que tenemos como sociedad, frente a situaciones de desinformación y falta de información, las cuales agravan problemas como el que actualmente estamos viviendo con la pandemia. ¿Qué se espera que hagan las poblaciones alejadas, marginadas, para cuidar su salud, si no cuentan con las mínimas condiciones de información? En una geografía con tales características los relatos que desinforman, que dan soluciones poco probadas, que generan alarma, o que minimizan (o niegan) el problema, no ayudan a enfrentar la crisis sanitaria que enfrentamos.
Eso tal vez explique que, en nuestro país, al igual que otros tantos con características sociales, políticas y económicas similares (con grandes índices de marginación y bajo desarrollo humano) y en contraste con otros países con economías más sólidas, las cifras de contagios y defunciones por Covid-19 no han variado mucho desde el inicio de la emergencia sanitaria. Nos mantenemos en cifras rojas, aunque eufemísticamente se nos dice que pasamos a semáforo naranja. La gente sigue contagiándose, la gente sigue muriendo, la gente continúa saliendo de sus casas por desinformación, por mala calidad de la información o porque necesita hacerlo -simplemente porque muchos no se pueden dar el “lujo” de no trabajar–.
Frente a ello es importante crear alternativas organizativas desde la ciudadanía. Porque las lógicas gubernamentales difícilmente van a cambiar si no hay un impulso externo que las pueda sacar de la inercia que las mueve desde hace muchas décadas. En México existen pocas Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC), en 2018 apenas había 40 mil registradas en la base de datos de la extinta Secretaría de Desarrollo Social; y si bien son muy diversas –por lo que difícilmente podemos generalizar su labor–, existen múltiples casos exitosos desde donde se ha promovido el desarrollo de proyectos productivos, la lucha por los derechos humanos, la igualdad de género, la justicia social, la formación de ciudadanías activas, la democratización político-electoral, el fomento de gobiernos responsables o la transparencia en la información pública. Las acciones de estas OSC muchas veces se anclan en aquellas regiones marginadas donde, como lo muestra la cita inicial de esta columna, las condiciones de vida se dificultan en situaciones excepcionales como la que vivimos desde hace ya ocho meses y, la cual, parece que va a continuar varios meses más.
Aquí quisiera mencionar, a manera de ejemplo, el quehacer de una OSC que trabaja en regiones marginadas con población indígena y, desde hace diez años, ha impulsado proyectos de desarrollo comunitario para mejorar las condiciones de vida de las familias, así como fomentar ciudadanías activas. En particular, entre 2017 y 2018, impulsaron una escuela municipal para formar líderes, hombres y mujeres, que ayudaran a potenciar el desarrollo desde las necesidades y condiciones de las propias comunidades. Uno de los resultados de ese ejercicio está impactando ahora positivamente entre la gente que habita en esa geografía marginada. En palabras de un hombre:
“Con la experiencia de la escuela, lo que vi y aprendí, ahorita puedo comunicar más con la gente, en algo que la gente me pregunte. Lo que está pasando en cuestión de la pandemia, por ejemplo, si no tuviéramos ese conocimiento y si no supiéramos también que nosotros tenemos que buscar información y ver lo que realmente está pasando porque hay muchos comentarios, muchos rumores por lo que está pasando y hay gente que sigue en no creer lo que está pasando. Además, pues a nuestros gobiernos no les interesa, no están difundiendo esta información de lo que está pasando; entonces nosotros, en mi experiencia, lo que yo he investigado y lo que yo he estado viendo de la pandemia pues es lo que yo comunico. Y he estado haciendo algunas acciones, por ejemplo, hacer los letreros para que la gente se quede en casa y ver la manera de buscar más información”.
(Entrevista, agosto, 2020).
Este caso nos muestra que el trabajo desde la sociedad civil organizada puede gestar cambios mediante la construcción de capacidades entre la población más desfavorecida a fin de que sean ellos mismos agentes del cambio en sus propias comunidades. Ésta es la esencia del trabajo de muchas organizaciones: sembrar la semilla del cambio en los grupos sociales. A veces esa semilla cae en terreno fértil y crece, a veces no. Pero, lo importante es que las organizaciones sigan haciendo este trabajo para contribuir a generar bien común en aquellas poblaciones que siguen viviendo al margen.
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