De locos y visionarios

El gavión

Lectura: 6 minutos

No era suficiente ver el gavión y lo que implica construir un muro de quince metros de altura apoyado en las paredes de un acantilado. No te bastaba explicarme cómo las piedras selladas de abajo servirían para detener los materiales grandes y las de arriba, más abiertas, para filtrar la arena. No era suficiente hacer alarde de que en pocos meses los habitantes del Ojo de Agua dejarían, por primera vez desde la construcción de las presas, de sentirse amenazados cada época de lluvias.

Esperaste con calma que descansáramos a la sombra del guamúchil donde nos apeamos después de andar tres horas a caballo; me distrajiste hablando de las diferentes propiedades del toloache: las semillas con las que se preparan infusiones para la reuma, el humo de las hojas para la tos, su tintura contra las alucinaciones, lo poderoso que puede ser su veneno. Luego te detuviste a platicar un momento con los vaqueros para darle tiempo al sol de aquietarse y a las nubes de coincidir a su alrededor.

Porque eras un observador de atardeceres y buscabas la luz perfecta que iluminara tu escenario sin comérselo.

Bajamos del cerro por un camino angosto bordeado por un lado de rocas y por el otro de un precipicio disimulado entre ramas de sabinos. Caminamos con toda nuestra atención en el suelo, temerosos de pisar en falso, concentrados, sudorosos, lentamente. Como tú lo habías dispuesto.

Atardecer gris.
‘Costa vasca al atardecer’, Valentín de Zubiaurre (1949).

El sendero terminó bruscamente para convertirse en una planicie ovalada. Al sentirnos seguros, alzamos la vista. El sol empezaba a bajar, pero las nubes no se teñían de rojo, sino de un gris oscuro. Los rayos las atravesaban como dedos luminosos y caían sobre el muro de piedra en medio del acantilado. Detrás, la cordillera de mil montañas. Una parvada de alas blancas pasó sobre nosotros. Es su hora, dijiste.

Habías pensado en todo, era como si te hubieras puesto de acuerdo con los pájaros que fueron llegando: golondrinas con su vuelo desordenado, tildillos, sitos y finalmente, los cuerporruines. Nos fuimos ya a oscuras. Era una noche parda y nos guiamos más por el instinto que por la luna. Anduvimos en silencio para guardar intacto el recuerdo, cada paso, cada sensación, por si más adelante vinieran tiempos difíciles.

A ti te llegaron meses después, en el desierto. A mí, cuando recibí tu carta, donde me contabas la última etapa de su vida. Con ella podría escribir una historia completa, pero no es con la que quiero quedarme. Por eso sólo transcribiré una parte, la que llevo conmigo.

Me habían contado tantas historias de muertes horribles por el calor que preferí cruzar el desierto de noche. Nadie me habló del frío. Hasta las estrellas parecían de hielo, miles de puntos blancos y azules en el cielo más lejano del mundo. Dicen que aquí también hay vida: coyotes, víboras, arañas, insectos. Yo no he visto nada. A lo mejor porque no les gusta salir de noche, con tanto frío, pensé. Pero cuando la luna se va y el aire se calienta, tampoco aparecen los animales. Lo único que se alcanza a ver, además de la arena amarilla y el cielo blanco de calor, son espejismos, lagunas que el sol dibuja por diversión, para hacerse sentir todavía más. Se le ha de hacer poco montarse sobre nosotros y obligarnos a maldecir. Antes de llegar aquí, lo creía mi aliado, a él y a la luna. Ahora, ya no sé nada. Allá, me sentía a gusto con las yerbas, aunque quemaran, y con los animales, por ponzoñosos que fueran. Aquí me he dado cuenta de que sí tengo enemigos. Uno de ellos es el sol, otro la arena. Me falta formarme una opinión de la luna porque, cuando llega, todo se me va en calentarme y cuando se retira, en pedirle que regrese. Dijeron que estaríamos en el desierto un día, pero ya estoy perdiendo la cuenta. ¿Será que me engañaron o estoy tan cansado que en lugar de avanzar vuelvo a lo mismo? A veces divago, hasta llego a creer que estoy contigo, caminando entre las piedras y el zacate, espantándote las moscas con una ramita, pidiéndote que huelas el monte y sientas los cambios en las corrientes de aire, que no alces la vista antes de que yo te diga. Me agarro de la memoria de nuestra última caminata. Yo quería que el gavión se luciera para ver tu cara y guardarla junto con los demás recuerdos. Por eso me entretuve en el camino y me reí de tu impaciencia. No sabías a dónde íbamos. Tuve que explicarte lo que era un gavión, con g de gavilán como, allá, en el Ojo de Agua, me llaman a mí. 

Caminante del desierto.
‘Caminates del desierto’, Austin Howlett (sin fecha).

La carta me llegó meses después, en un sobre arrugado, con mi nombre y dirección escritos por una letra distinta a la tuya. Era una tarde de nubes aborregadas y yo me había acostado boca arriba, a la sombra de un guamúchil igual al del cerro aquel. Extrañaba al hombre que me enseñó a confiar en las noches oscuras, a sentir. Me hacía falta tu voz hablándome de la insaciable sed de las chicharras o de las maniobras que hacen los patos para no agotarse en sus vuelos. Tenía ganas de contarte que ya estaba aprendiendo a reconocer los caminos del agua en el barbecho. Y de pronto, un niño me dio la carta. La leí con cuidado y la metí de nuevo en el sobre que tenía una letra distinta. Te imaginé en el desierto, a ti en el desierto… vi tus pasos cada vez más lentos, tu pelo lleno de arena.

Tardamos mucho tiempo en construir el gavión. Era difícil trazar las veredas en esos cerros que no se quieren dejar lastimar. Había que usar las piedras y llevarlas a la orilla del muro, acomodarlas por tamaños, tantear cuáles soportarían el peso de tanta agua. Después las poníamos en hileras y luego una encima de otra, como si estuviéramos armando un rompecabezas. Cuando no embonaban, buscábamos en el montón de las chiquitas y hacíamos trampa con ellas. Esa es la parte que a mí me gusta, la del acomodo. Cuando miraba al cielo, ya era casi de noche. Entonces prendíamos una fogata para calentar la comida y ahuyentar a los animales. Nos dolían la espalda y las ampollas, pero cenábamos en paz a la luz de la luna o de las estrellas, porque ya ves cómo es ella, no siempre quiere alumbrar. Nos daba un gusto ver los adelantos… hablábamos de cuando estuviera listo el gavión y los cultivos fueran tan buenos que ya nadie tendría que irse al Norte, de toda el agua para regar las tierras de temporal sin inundarlas. Yo soñaba con una casita en lo alto, desde donde pudiéramos oír el río bajando por los canales, ver las cascadas en junio y las piedras apenas húmedas en mayo. Te imaginaba adentrándote en las pozas, primero los pies, luego la cadera, para después acostarte boca arriba sobre el agua, como te gusta. La sierra entera para ti sola. Te imagino todavía, por eso sigo andando, aunque se me empieza a olvidar a dónde voy. Las lluvias se adelantaron, ¿te acuerdas? Las cabañuelas ya nos habían advertido. No nos tomaron por sorpresa. Y las tierras mojándose justo como lo habíamos planeado… el agua reconoció su camino, agradecida de que se lo hubiéramos respetado. Aliviada, creo, porque se oía contenta. Por eso alego que no fue su culpa, la culpa fue de nosotros, por habernos ilusionado y pensado que el gavión iba a ser suficiente para que pudiéramos quedarnos en el Ojo de Agua. El agua qué iba a saber, ella siguió su curso, no está en su naturaleza preocuparse por lo que va a destruir.

Mujer leyendo carta debajo de un árbol.
‘Girl Reading Under an Oak Tree’, Winslow Homer (1879).

 A veces me digo que debería volver a donde estuvo el gavión. Poner una cruz, llevar flores. Pero el camino es muy largo y me da miedo perderme, sola entre las montañas que te esperan a ti.

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El original de este cuento fue publicado en los libros “A machetazos”, publicado en España por Ediciones Irreverentes”, y en México en “El huésped silencioso… y otras historias”, publicado por Ediciones Felou.

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Mujer lechuza

Lectura: 3 minutos

La iglesia que hace siglos protegía a la hacienda amenaza con caérsele encima. De las gárgolas sólo queda el dragón, las demás han sucumbido al tiempo; el altar que algún día estuvo decorado con hoja de oro es ahora una piedra carcomida por los animales y las escaleras guardan las huellas de generaciones, cantera hendida por pies devotos. En el atrio, donde se crían las víboras, un balde de madera se balancea sobre el pozo que nadie utiliza. Cuando el viento sopla, el chirriar de la cadena recuerda otras épocas.

En la penumbra, los ojos amarillos de una lechuza siguen a una mujer que sale de la iglesia. Está vestida de blanco y tiene un rosario en las manos. Titubea, da un paso, se arrepiente. Su vista recorre el espacio empolvado del atrio donde de niña inventaba juegos en días de lluvia.

Gárgola.
Iglesia de Santiago en Allariz Ourense (Fotografía: Blog de Románico).

Agazapada en una cornisa, la lechuza observa cada uno de sus movimientos. Cuando aparece la luna, su reflejo brilla en las garras afiladas. La mujer murmura algo y la lechuza alza el vuelo. Sus alas despiertan al aire, después la quietud llena de nuevo el espacio. La mujer baja los brazos, quizá es alivio, quizá decepción. En la torre, la gárgola quisiera estar viva para proteger a la niña que reía bajo los chorros de agua.

The hill top.
“The hill top”, Charles Courtney Curran (1861-1942).

Inconsciente de sus deseos, la mujer de blanco amolda sus pasos a las huellas de sus ancestros. Un peldaño, otro, girar hacia la casa, perderse en las ruinas. Cada paso es un esfuerzo, está cansada de luchar en un mundo que se derrumba. Suspira y el eco lastima a la gárgola, le gustaría cerrar los ojos para no ver el sufrimiento en la espalda encorvada, pero las piedras están condenadas a observar. La lechuza, en cambio, puede hacer pactos. Está escrito en los libros. Su aleteo alerta a la mujer, que se detiene antes de entrar en la casa. Deja caer el rosario en la cantera rota y levanta de nuevo los brazos. Esta vez, el gesto es un llamado. La lechuza desciende sobre ella y mujer y ave se confunden en un remolino de plumas, pelo y piel. La sangre escurre hasta la tierra moribunda.

La sombra de la iglesia protege a la hacienda del calor de mayo, desde su torre pueden verse sus campos recién sembrados. Cuando el sol empieza a bajar, los jornaleros regresan y antes de entrar al pueblo se detienen en el atrio para refrescarse con el agua del pozo. De vez en vez, una lechuza se atraviesa en su camino y recuerdan, como en un sueño, a una mujer vestida de blanco. Su sangre todavía riega la tierra, pero cuando aparece la luna, ella despliega las alas y se pregunta por qué tardó tanto en atreverse a volar.

Mujer lechuza.
“Mujer lechuza grabada” (Eatsy Painted Moon Gallery).

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Este cuento forma parte del libro de cuentos publicado en México como “El huésped silencioso… y otras historias”, y en España bajo el título “A machetazos”.

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El aburrimiento de los Dioses

Lectura: 6 minutos

Acostumbrados los dioses a intervenir en los asuntos de los hombres, el cielo era un lugar entretenido: cuando no había una guerra en el mundo, algún científico luchaba contra su conciencia o un filósofo decidía olvidarse de sus creadores y era necesario darle una lección. Incluso la naturaleza vivía atemorizada por la cólera divina. Pero con las nuevas tecnologías, más lucrativas que lo sobrenatural, los hombres se olvidaron poco a poco del Olimpo. Hablaban de sus habitantes como quien piensa en lémures o en historias fantásticas. Debido a que el proceso se dio muy lentamente, los dioses no hicieron nada para evitarlo. Y así fue como, un monótono día de entretiempo, se encontraron el Dios de lo Inapelable y el Dios del Equilibrio. El ocio los había obligado a buscar nuevas actividades; su mayor distracción consistía en intercambiar caracoles que los remolinos subían del mar. Rara vez miraban hacia la tierra donde ahora los humanos les habían perdido el respeto al grado de caracterizarlos con ridículos atuendos en películas infantiles. Pero el día en que se encontraron los dos amigos, una idea había tomado forma en la mente del Dios de lo Inapelable.

—Hagamos un experimento ‒sugirió‒. Escojamos a un hombre común y corriente y veamos cómo reacciona si le apagamos, una a una, las luces del entendimiento. Quizás cuando se sienta despojado, se acerque a nosotros.

Al Dios del Equilibrio no le gustaba jugar con los seres humanos, pero conociendo la testarudez de su compañero, prefirió no discutir. Además, él también se aburría. Después de observar la tierra un momento, eligieron a un hombre que leía en una casa rodeada de árboles. Antes de empezar el juego, el Dios del Equilibrio insistió en averiguar acerca de su vida. Descubrió que era un escritor de cuentos para niños que vivía con su mujer y dos perros. Lo tranquilizó saber que sus cincuenta y tantos años de vida habían sido felices.

Aburrimiento de los dioses
“Estudio de rostro de dos hombres viejos” de Philippe de Champaigne, 1626 (Fuente: FineArt America).

I

En la biblioteca, Felipe dejó a un lado su libro y se dedicó a mirar a través de la ventana a los colibríes que extraían miel de un artefacto diseñado para ellos. El jardín se recuperaba de los meses de sequía, las flores del aguacate eran una promesa de abundancia. Del corredor le llegaba la voz de su mujer regañando al cachorro, el otro perro era más listo. Si Felipe y su mujer hubieran tenido hijos, serían unos niños perfectamente educados por ella. Él agradecía haberse casado con una mujer llena de vitalidad a quien además debía la publicación de sus cuentos.

El cachorro interrumpió sus reflexiones entrando estrepitosamente a la biblioteca. Felipe le permitió esconderse detrás del sofá y puso cara de inocencia cuando su mujer fue a buscarlo. Encendió su pipa con un suspiro de placer, pero después de unas cuantas fumaradas, la dejó sobre el escritorio. Últimamente, tanto el tabaco como la comida habían perdido el sabor. Seguramente le iba a dar gripa.

Unas semanas más tarde, Felipe llevó a vacunar al cachorro y mientras el veterinario lo revisaba, fue a la farmacia a preguntar si tenían un jarabe para recuperar el olfato. El encargado le recomendó ir al doctor.

De nuevo a su casa, Felipe comió sin ganas la comida que le habían dejado lista y el resto de la tarde se dedicó a terminar un cuento sobre un niño que las malas artes de un hechicero habían convertido en luciérnaga. Le gustaba escribir junto a la ventana abierta hacia el jardín. Tantos años de vivir en la misma casa, de llevar a cabo las mismas acciones y percibir los mismos colores lo habían convertido en un ser rutinario. Sin embargo, conservaba la capacidad de disfrutar de los detalles diarios. Ahora, mientras el niño-luciérnaga descubría cómo mantener encendida su pequeña luz amarilla, Felipe extrañaba el perfume del naranjo.

Su mujer regresó poco después de que la luciérnaga decidiera que no quería volver a ser niño. Sólo entonces Felipe se acordó del cachorro en el veterinario.

A partir de ese día, tuvo una serie de olvidos que él y su mujer tomaron por distracciones, hasta que empezó a confundir el nombre de sus amigos. Fue un proceso largo, de consultas a infinidad de especialistas, todos ellos con distintas explicaciones, pero el mismo pronóstico de un futuro aterrador. Finalmente, tuvieron que aceptarlo: Felipe perdería, una a una, sus facultades.

Pánico. ¿Quién cuidará de mí? Ella se quedará a mi lado por caridad, esperando todos los días que amanezca muerto o que tenga un accidente. Amaneceré mojado y me dirán que no me preocupe, como a los niños. Mi mundo se hará cada día más pequeño, se irá una luz, después otra, hasta quedarme en una oscuridad surcada por relámpagos, sin ninguna posibilidad de encontrar la salida. No tendré nada qué decir. Me perderé en mi propia casa. Y me sentiré más solo que un condenado a muerte. ¿Hasta cuándo reconoceré mi cara?

Alzheimer.
Recreación de un fotograma de la película “Amour”, de Michael Haneke (Fuente: El Español).

—Yo te diré quién está en el espejo.

—Prefiero morir. Pero no aún. No cuando todavía puedo ver los naranjos. O mejor sí, mejor ahora que puedo decidir. Después será demasiado tarde y pasarás años junto a un desconocido.

—Iremos al jardín y tus ojos recordarán la forma de los árboles, aunque tú no lo sepas.

—Mis ojos verán figuras que no entenderán y tú serás una de tantas, aunque me lleves de la mano.

—Una parte de ti siempre me querrá.

—Me despierto pensando que estoy bien y luego recuerdo lo único que quisiera olvidar. Todavía sé lo que significa la palabra demencia. Me levanto de la cama con cuidado porque no quiero ver el reflejo de mis ojos en los tuyos. Me acerco a la ventana y a cada paso pienso en la maravilla de ir donde yo quiera, de que mis pies me obedezcan. Tomo el vaso y estoy consciente del agua. Tragué. Los músculos de la garganta siguieron mis instrucciones. Sin darme cuenta, estoy en el baño. Exprimo la pasta de dientes y me asombran los movimientos coordinados de cada dedo. Hace apenas unos días, mis movimientos eran automáticos, ahora no parpadeo sin agradecer a mis ojos que obedezcan. Pienso: hoy tengo yo el control sobre mí mismo, quizá mañana lo tenga ella. ¿Lo ves? La parte de mi cerebro que dices que te seguirá queriendo vivirá aterrada de tus acciones. Y te odiará.

El camino fue un desbarrancadero entre piedras afiladas. Dolían las ausencias. Primero el olfato. Después era difícil recordar acontecimientos, nombres, caras. Después la dificultad de saber para qué sirven las cosas. Un paraguas era un objeto extraño que probablemente tendría un uso. Pero, ¿cuál? Las calles se volvieron laberintos y su casa, una cárcel. El cachorro dejó de ensuciar las alfombras y el perro grande se hizo viejo viendo a su amo cambiar de mirada. Una época de bendito autismo para volver a empezar. Porque no era una decadencia lineal, sino un ir y venir impredecible. A veces sostenía conversaciones lúcidas con su mujer y ella luchaba entre la alegría de recobrarlo y la angustia de esperar el momento en que desapareciera detrás del desconocido. Quédate un poco más… Finalmente, contrató a una enfermera y ella se dedicó a obras altruistas para alejarse de su casa. Regresaba al anochecer, le daba un beso al cuerpo del hombre con quien había compartido su vida ‒era importante esquivar su mirada‒ y se refugiaba en la televisión. Cuando se escurría algún recuerdo especialmente penoso, se consolaba pensando que, gracias a Dios, su marido no sufría dolores físicos. Luego las imágenes de la televisión la liberaban. Felipe no podía liberarse de sí mismo.

A la puerta de la eternidad
“A la puerta de la eternidad”, de Vincent Van Gogh, 1890 (Fuente: Cultura Colectiva).

II

Concentrado en el desarrollo del experimento, hacía mucho que el Dios de lo Inapelable no se ocupaba de los caracoles. Para que su colección fuera perfecta sólo faltaba uno, de un gris azulado por fuera, rosa intenso por dentro, de textura suave, sin ninguna rugosidad. Llevaba al mar consigo, un sonido fuerte y tranquilizador a la vez. Cambiaría todos los demás por ese único. El problema era que la codiciada concha le pertenecía al Dios del Equilibrio. Buscaba entre sus mejores objetos algo con qué comprar el caracol, cuando apareció el dueño. Tenía una expresión acongojada y se aclaró la garganta antes de hablar. Conocía bien al Dios de lo Inapelable. Aunque no tan bien como suponía.

—Creo que deberíamos dar por terminado el juego ‒dijo‒.

—¿Te refieres al experimento? Apenas empieza.

—Es suficiente. Toda la felicidad de su vida anterior se esfuma al lado del sufrimiento actual.

—Yo puse en juego la idea y la daré por terminada cuando lo crea conveniente.

—Déjale, al menos, una luz encendida.

El Dios de lo Inapelable se asomó a ver al hombre que habían escogido. Era de madrugada en la tierra y Felipe dormía junto a su mujer. La deidad lo observó un momento antes de pedir el caracol perfecto a cambio del ruego del otro dios.

Y así fue como apagó pacientemente, una por una, cada luz en la mente de Felipe hasta dejar encendida una sola, una pequeña rendija a través de la cual se alcanzaba a ver el Olimpo en donde los dioses, aburridos de su poder, se acercaban al mundo de los hombres.

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Este cuento, con otro final, forma parte de los libros “A machetazos”, ganador del VI Premio Internacional Vivendia de Relato y publicado por Ediciones Irreverentes en España, y de “El huésped silencioso… y otras historias” publicado en México por Ediciones Felou.

El Elegido

Lectura: 4 minutos

Es el año 2099. Noé se despierta temprano. Un nuevo grupo saldrá del refugio al área de amortiguamiento y quiere ver las expresiones cuando se enfrenten por primera vez con el mundo exterior. Por nada se perdería el asombro, el éxtasis en las miradas. Últimamente las pesadillas han vuelto… necesita confirmar que el sacrificio valió la pena. Se asoma a la ventana para observar el patio donde la luz tenue simula el amanecer después de una noche de lluvia y hojea su libro predilecto: El mito del dolor. El contacto con el papel le causa una sensación parecida a lo que llamaban culpa. La elimina diciéndose que su misión merece una recompensa. Lee una frase, cierra los ojos y piensa en ella como en un mantra: El sufrimiento es tan solo una ilusión. Tú puedes controlarlo. Cuando las palabras se graban en su mente, pone el libro en su lugar y, juntando las manos, se inclina en señal de agradecimiento. Recuerda el tiempo en que los rituales habían perdido importancia, una era sin disciplina, a la deriva. La Nueva Era es distinta. Él la hizo posible. Debe alejar las dudas, debe impedir la invasión de ideas negativas. Todo es perfecto, se repite, lo único necesario para ser felices es liberarnos de las ataduras.

La profecía fue el detonante. Noé recuerda los refugios en la península, la decepción cuando las tormentas solares se estrellaron contra los campos magnéticos sin causar los estragos anunciados. En cuanto a la alineación de los planetas… tan solo un hermoso espectáculo. Cómo olvidar el desconcierto de las comunidades preparadas para sobrevivir a la hecatombe, esa raza de humanos más evolucionados que el resto. Él fue el único en comprender que el Universo necesita manos para ejecutar sus designios.

El elegido.

Robar el virus del laboratorio y propagarlo fue tarea fácil para su mente brillante. Lo demás era cuestión de disciplina y, gracias al sistema de entrenamiento ideado por él, los iniciados habían logrado altos niveles. Así, mientras los miles de millones de cadáveres le regresaban a la madre Tierra lo que le habían robado, ellos preparaban a la siguiente generación. Noé formaba parte de los humanos que habían dado un salto evolutivo. Lo descubrió en la secundaria y a partir de entonces se dedicó a encontrar a sus iguales entre adolescentes y niños solitarios. Convencerlos de que su inadaptación social se debía a que eran seres superiores fue más difícil que el resto del proyecto entero, pero una vez que la idea germinó en ellos, se pusieron en sus manos con una devoción enternecedora. Esto piensa Noé y luego se recrimina por utilizar una de las antiguas palabras.

La última etapa se llevará a cabo en la conmemoración del cincuentenario de la Nueva Era. Los expedicionarios le han reportado la excelente recuperación de nuestra madre Tierra, el canto de los pájaros en la zona de amortiguamiento lo atestigua.

El elegido.

La luz simula ahora una mañana de cielo despejado. Ha llegado el momento. Noé se alisa la barba blanca con los dedos, coge su báculo y se dirige al salón donde lo esperan los futuros iniciados. Han cerrado los círculos y esperan en paz lo que el destino les depare. Confían en su guía. Antes de entrar, Noé observa sus manos firmes… en el tiempo donde la culpa imperaba, esa época de conceptos absurdos, las sentía manchadas de sangre ahora cada recuento de los expedicionarios le confirma que esa sangre debía ser derramada. Levanta la frente y se encamina con paso alerta a la silla de terciopelo rojo para desde ahí alentar a su gente a no caer en la tentación de querer doblegar a la naturaleza. Ya han sido debidamente aleccionados, pero su voz les servirá de recordatorio.

Un olor nuevo acompaña las últimas palabras de Noé. Los maestros abren la compuerta muy lentamente, es peligroso enfrentarse de golpe con el mundo real. Las primeras en salir son las mujeres. Detrás de ellas, los hombres titubean, algunos caen de rodillas y se cubren la cara con las manos. La belleza los ciega. Ellas se quitan las lágrimas a manotazos y siguen adelante. Noé observa su creación desde el refugio y también llora; quisiera tener a su lado al alguien con quien compartir el orgullo que lo embarga, pero está solo. La inmensidad de su sacrificio lo conmueve, aceptó incluso no tener descendencia. Debía poner el ejemplo, la sobrepoblación era la culpable del deterioro que él, en su infinita sabiduría, ha revertido. Frunce el ceño. Los iniciados son más de los habituales, es increíble la obsesión de los humanos por reproducirse, pronto será necesaria otra siega. Noé observa de nuevo sus manos y suspira.

[box type=”shadow”]Este cuento forma parte del libro Antología de ciencia ficción 2009, publicado en España en septiembre del 2012. [/box]

El misterio del Colomo

Lectura: 3 minutos

Los colomos son plantas de hojas grandes como orejas de elefante. El agua de la lluvia no las traspasa y vistas desde abajo forman pequeños bosques en donde es fácil imaginar duendes. Conozco gente que asegura haberlos visto. Alguien incluso hablaba de cómo el hombrecito lo observó un momento sin inmutarse antes de regresar a su refugio. La propiedad del Colomo era también conocida por unos reptiles que parecen surgir de la mitología mexicana: los tilcuates. En ciertas zonas se dice que adormecen con su cola a los recién nacidos para que las madres los amamanten a ellos en la oscuridad. Aquí, en esta tierra cercana a la de Rulfo, cuentan que los machos siguen a las mujeres y las hembras a los hombres. Por si fuera poco, son tan feos que mirarlos da escalofríos. Las descripciones varían. Puede ser como “un grueso trozo de madera renegrido, con ojos rojos de fuego, una cresta y patas de lagartija” o “una serpiente negra, grande y gorda, con la cola partida en dos.” Sea como sea, es mejor alejarse de ellos.

Misterio del Colomo
“El río de la luz”, de Frederic Church, 1877.

Los duendes que han vuelto a cuidar los veneros de agua en el Colomo tampoco son de fiar, que no nos engañe su aspecto parecido al de cualquier humano, porque éstos no tienen orejas puntiagudas ni se transforman en animales. La única diferencia con nosotros es su tamaño diminuto. El peligro consiste en su afición por robar el espíritu de los niños que pasan tiempo cerca de los cuerpos de agua a su cuidado. Por eso es indispensable protegerlos con un rosario en el cuello y gritarles que no se queden, que vuelvan a casa en cuerpo y espíritu.

Además de su ubicación en medio de una selva baja poblada de manantiales y riachuelos, historias como las anteriores han hecho del Colomo un sitio misterioso. Antes se llegaba sólo a caballo. Después de bajar una loma tortuosa, aparecía la casita, una construcción sencilla, de muros encalichados y techo de tejas. Tenía un porche en donde se podía descansar antes de ir a buscar en los árboles un mango maduro, una guayaba o un puñado de aguïlotes. Las mujeres lavaban en el río y el jabón había menguado la fauna acuática. En las pozas sólo quedaban renacuajos y los maromeros que más tarde se convertirían en zancudos. Por eso, lo mejor del Colomo eran las albercas al interior de la casita. La primera, de agua sulfurosa y caliente, era del tamaño de una tina. Como estaba techada y una rendija era el único paso de luz, los ojos tardaban en acostumbrarse a la oscuridad. La segunda alberca era amplia y su techo era el follaje de los árboles. El agua surgía de un manantial y se reciclaba por medio de un canal que rodeaba el tanque. Ningún químico dañaba su pureza. Al cerrar la puerta, el cuarto se convertía en un refugio en el que nada malo podría suceder. Los sonidos eran de viento, pájaros y agua; el olor, a piedra caliente y a las flores de la temporada que el aire llevara.

misterio Colomo.
“Chaneques” (Imagen: Misterioteca).

Este paraíso un día dejó de serlo. Empezaron a correr rumores que nos ahuyentaron. Fue invadido y más tarde abandonado. Los manantiales dejaron de fluir y un temblor cambió la temperatura del agua. Parecía una mala señal. El Colomo se iba convirtiendo en un recuerdo, casi en un sueño. Hace poco, una persona decidió rescatarlo. Los veneros fluyeron de nuevo por causes limpios y los árboles y animales del monte que habían hecho del Colomo su hogar respiraron, aliviados, al ver que nadie pensaba destruirlos. Su hábitat sería respetado. Ahora, cuando llueve por las noches, me imagino a los duendes soñando con niños perdidos, o con lo que sueñan los duendes, a los tilcuates en espera de nuevos mitos sobre ellos, a los jabalís acurrucados con sus crías, a los cuatis que se cuelgan de las ramas y a la onza que, de vez en cuando, se deja admirar.

Más allá del futuro

Lectura: 3 minutos

A Francisco, defensor de la opinión libre.

La visión del futuro de ciertos escritores de ciencia ficción ha resultado profética. Me imagino la sorpresa de Julio Verne ante los submarinos y los viajes a la luna que sólo concebía en su imaginación. Hace poco releí Un mundo feliz de Aldous Huxley y 1984 de George Orwell. Dos libros de mediados del siglo pasado que nos muestran realidades actuales que estos autores vislumbraron.

Orwell describe un mundo dividido en tres grandes estados totalitarios, uno de ellos controlado por “el partido” bajo la dirección del “Gran Hermano”, líder cuya misteriosa identidad no hace sino fortalecer su poder. El Estado es omnipotente porque todo lo ve, todo lo sabe. Bajo su control, las tres super potencias simulan conflictos entre ellas y crean guerras en países lejanos para justificar su autoridad. Si entre estos países surgen desavenencias y aumentarlas va de acuerdo con sus intereses, lo hacen sin escrúpulos, aunque de manera soterrada.

libros de George Orwell
Imagen: El País.

En la actualidad, tenemos tres bloques: el de Occidente, China y Rusia. Cada vez que tienen diferencias, la humanidad tiembla ante la amenaza de un apocalipsis nuclear. Sin embargo, las guerras se desarrollan lejos de ellos. La teoría de que las torres gemelas fueron derribadas por gente en el poder del propio Estados Unidos para tener un pretexto y unir al pueblo en el miedo -incluso odio- a los musulmanes, probablemente no sea cierta, pero es un hecho que se ha aprovechado la tragedia para el millonario negocio de las armas, parte fundamental de la economía de los Estados Unidos. En cuanto al “Gran hermano”, al ojo que nos domina, cada vez es más difícil no depender de los teléfonos móviles, a pesar de estar conscientes de que las compañías utilizan nuestros datos a su conveniencia. No ha sido necesaria la fuerza para esclavizarnos, hemos sucumbido de manera voluntaria.

En Un mundo feliz Aldous Huxley también aborda el tema de la libertad. La novela sucede en el año 2540 y describe un mundo en donde la manipulación genética en manos de un grupo ha formado una sociedad basada en jerarquías. Los bebés crecen en úteros artificiales y se adoctrina a la población para que cumpla roles preestablecidos. Además, a todos se les da una droga llamada soma que los mantiene conformes con su situación. No voy a contar el resto del argumento porque no quiero echarles a perder el libro a quienes se les antoje leerlo. Creo que esto basta para encontrar la similitud entre la novela de Huxley y el presente. El manejo de la genética con la finalidad de tener hijos de características específicas ya se discute y los antidepresivos, ansiolíticos y drogas en general para estimular o aplacar emociones, se prescriben como si fueran caramelos. Incluso hay escuelas que condicionan la inscripción de niños “difíciles” a que estén medicados. Por si fuera poco, gran parte de los sistemas educativos dista mucho de fomentar en los estudiantes la crítica positiva y la defensa de la opinión personal.

Portadas libros Un mundo feliz
Imagen: BBC.com.

Nunca he creído en las teorías de conspiración, pero la humanidad ha evolucionado de manera que en ocasiones parecerían ciertas. Aunque quizás todo se resume en el miedo a la libertad que nos vuelve víctimas de quienes no temen hacerse cargo, para bien o para mal, de las vidas de los otros. De acuerdo con lo que dijo Orwell, ellos saben que la mayoría de los seres humanos amarán la esclavitud.

La literatura como refugio

Lectura: 3 minutos

Para Mariana Ruiz, por sus siempre acertados comentarios.

Una nueva tendencia de la psicología anima a los pacientes que sufren depresión o ansiedad a buscar alivio en el arte. Ir a museos, al teatro, sumergirse en una buena obra literaria, pueden ser de ayuda. Como lo señala la revista Culturamas, paradójicamente, los escritores no suelen distinguirse por su paz mental. La lista de los que se han suicidado es larga.

Al acabar el artículo, me pregunté qué clase de libro sería recomendable para una persona atribulada y me acordé de lo que he leído en épocas difíciles. De adolescente, Salgari y Kipling eran oasis que nunca defraudaban. Más tarde, mi mejor aliado fue Tolkien. Después, Henry James y Thomas Mann. Me sorprendió la rara elección de estos últimos, porque si me hubieran preguntado qué le daría a leer a una persona para alegrarla, se me hubieran ocurrido opciones con tramas ágiles y optimistas. Nunca La montaña mágica, que se desarrolla en un sanatorio para enfermos de tuberculosis, ni Retrato de una dama, cuya protagonista tiene todo para ser feliz y es víctima de una mala decisión.

Creo que la respuesta está en la profundidad de las historias. Aunque a primera vista sería lógico recurrir a novelas ligeras con finales felices, las grandes obras literarias son efectivas porque, al mostrarnos la complejidad de las emociones humanas, nos permiten identificar las nuestras. Sin embargo, el refugio puede ser temporal. Éste fue el caso de Sandor Márai, Stefan Zweig y Virginia Woolf, por citar algunos ejemplos.

Márai y Zweig eran antifascistas en países controlados por esa ideología y Virginia Woolf feminista de alma durante la época de lucha por conseguir el derecho al voto de las mujeres en Inglaterra. Cada uno en su medio, los tres solían reunirse con otros intelectuales para intercambiar ideas, algunas de ellas planteadas en sus obras. Aunque escribir era una pasión a la que dedicaban largas horas, al igual que todos los escritores, eran lectores ávidos y estoy segura de que más de una vez encontraron consuelo en un libro.

En su vejez, Márai era un viudo solitario que también había perdido a sus hermanos y a su hijo. En cuanto a la fama, se desvaneció cuando el régimen comunista en Hungría prohibió sus libros. Su relación con Estados Unidos, país en el que pasó los últimos años, era ambigua. Apreciaba que lo hubiera acogido, pero no dudaba en criticar aspectos con los que no estaba de acuerdo. Siempre fue un exiliado que echaba de menos Hungría. La vida de Virginia Woolf tampoco fue fácil. Se cree que sus hermanastros abusaban sexualmente de ella y un trastorno mental la sumergía en crisis depresivas y la hacía temer volverse loca.

Virginia Woolf
Virginia Woolf.

La vida de Stefan Zweig fue muy distinta. La fortuna de su familia le permitió tener acceso a la mejor educación y viajar por el mundo con libertad incluso cuando ser judío en Austria se convirtió en un serio problema. Sin embargo, como a Márai, la situación del mundo lo hacía sufrir y compartía con él y con Virginia Woolf un desasosiego interior. Los temas que abordan en sus obras nos muestran lo vulnerables que eran ante la injusticia, y la falta de comunicación que lleva a los enfrentamientos. Una vulnerabilidad fincada en su capacidad de ver al otro y de incursionar en sí mismos. Para ellos, la literatura no fue suficiente contra la pérdida de sentido. Sandor Márai se pegó un tiro poco antes de cumplir 80 años; Stefan Zweig y su esposa tomaron veneno y murieron abrazados. En cuanto a Virginia Woolf, después de escribirle una conmovedora nota a su marido, se ahogó.

Stefan Zweig y su esposa

El último texto de la escritora inglesa nos habla del pánico a perder la cordura que la lleva al suicidio. Las despedidas de los otros dos fueron menos desgarradoras, pero no por eso sus motivos menos claros. Me llama en especial la atención la carta de Stefan Zweig: “Creo que es mejor finalizar en un buen momento una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra.” Y después: “Dejo saludos a mis amigos. Quizás ellos vivan para ver el amanecer luego de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos.”

Me gustaría saber qué fue lo último que leyeron y contarles del refugio duradero que hombres y mujeres incluso de otro siglo han encontrado en sus libros. Asideras que permiten ver el mundo desde otra perspectiva y salir fortalecidos.

El silencio de las mujeres

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Se ha discutido mucho acerca de si los hombres y las mujeres escriben de manera distinta. Pat Barker es un ejemplo de que existen escritoras capaces de hacernos entrar en mundos totalmente masculinos. En sus novelas de guerra, sería imposible adivinar qué es una mujer quien nos lleva a vivir y sentir como un soldado o como el psiquiatra que los ayudaba a salir del trauma de haber estado cerca de una explosión. La escritora inglesa ya nos había acostumbrado a tramas interesantes y bien planteadas. Su último libro no es la excepción: The silence of the girls nos cuenta el sitio de Troya a través de la mirada de Briseida, la reina de Anatolia que Aquiles tomó por concubina cuando su pueblo perdió la batalla. Esta vez, no cabe duda de que la voz y el punto de vista son femeninos.

Pat Barker, libro, The silence of the girls
Pat Barker-libro-The silence of the girls

“Aquiles el grande, Aquiles el luminoso, el que se asemeja a los dioses… Cuántas alabanzas se acumulan. Nosotras nunca lo llamamos así. Nosotras lo llamábamos “el carnicero””. Éste es el inicio de la novela y a partir de entonces es difícil soltarla, a pesar de que la historia se ha contado mil veces y de que sabemos de antemano que no habrá vueltas de tuerca. Atrapan la vida diaria de mujeres que pasaron de ser nobles a esclavas, las descripciones físicas del campamento en donde se acumulan las ratas y el omnipresente mundo de los dioses. Pero la verdadera maestría del libro es el manejo de la psicología de los personajes. Briseida es una narradora subjetiva. Percibe en Helena una buena dosis de cinismo y, en cambio, a Patroclo es imposible no quererlo cuando nos describe su sensibilidad. En cuanto a Aquiles, por más que su concubina se empeñe en resaltar cada uno de sus defectos, el lector va descubriendo un lado irresistible de su personalidad. Este semi-dios siempre me ha parecido uno de los personajes más complejos de la mitología griega. Por un lado, guerrero despiadado. Por el otro, vencido ante el valor del rey Príamo que se adentra en el campamento completamente solo para suplicar por el cadáver de su hijo Héctor.  Pat Barker no se queda en las superficies. En The silence of the girls, el feroz Aquiles es también el niño que no ha superado el abandono de su madre y la busca por las tardes en el mar. Un niño triste que se convirtió en leyenda.

¿Y las mujeres, cuál es su importancia en la novela?, me pregunté al acabarla. Me gustaría decir que tienen un poder oculto, pero sería falso, porque lo pierden en cuanto se convierten en esclavas. Sería optimista pensar en ellas como las dadoras de vida, pero si su pueblo pierde la batalla, sus hijos serán asesinados. ¿Cuál es su papel, entonces? Callar, observar, sobrevivir y, finalmente, transmitir la historia verdadera, la de las emociones.