La deriva de los tiempos

Acerca de los nacionalismos

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Cómo pensarnos afuera

Es parte de una tarea colectiva repensar constantemente nuestros anclajes en eso que llamamos “identidad” y que nos distingue frente al mundo. Como todo, se trata de una construcción, no de algo dado por una entidad metafísica ni tampoco de nada que nos fluya “naturalmente” por las venas. La historiografía del arte mexicano está marcada por reflexiones y discusiones airadas en torno a qué parte de pasado nos hace “nosotros”. Si nos vamos más atrás, llegamos con toda soltura a don Carlos de Sigüenza y Góngora en el siglo XVII, cuando algunos investigadores piensan que se construyó el primer nacionalismo criollo. Cierto es que don Carlos, en su infinita sapiencia, logró formar parte de una red cosmopolita, en el marco de la Monarquía Hispánica; que dominó el lenguaje de la emblemática –un lenguaje complejo, que se vale de texto e imagen para conformar alegorías y sintetizar y comunicar conceptos– que dominó la ciencia astronómica de su tiempo y que fue un buen católico, orgulloso de su pertenencia al territorio que lo vio nacer y para el cual reclamó admiración del resto, en gran parte, gracias a la riqueza de su pasado prehispánico.

Carlos Sigüenza y Gongora
Carlos Sigüenza y Gongora (Imagen: wikimexico.com).

Don Carlos no fue el único en su tiempo, pero sí uno de los más egregios como polígrafo y sin dejar de reconocer la grandeza de sor Juana Inés de la Cruz y de su capacidad intelectual:

“No ay pluma que pueda elevarse a la eminencia donde la suya descuella […] Prescindir quisiera el aprecio con que la miro, de la veneración que son sus obras grangea, para manifestar al mundo quanto es lo que atesora su capacidad en la Encyclopedia, y universalidad de sus letras, para que se supiera el que en un solo individuo goza Mexico lo que en los siglos anteriores repartieron las Gracias a quantas doctas Mugeres son el assombro venerable de las Historias.” (Theatro de virtudes políticas, 1680. La edición está disponible en http://www.cervantesvirtual.com).

Después de estos señeros ejemplos de nuestro siglo XVII, la serie de autores que abundaron en lo que consideraban “raíces” fue enorme: don Antonio de León y Gama hará gala de erudición en la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal de México, se hallaron en ella en el año de 1790… cuya segunda edición, de 1832, está disponible en el sitio de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Don Antonio abreva en fuentes como la Monarquía Indiana de Torquemada, en Valadés, en Boturini y en Francisco Xavier Clavigero, por mencionar sólo a algunos autores de los siglos XVI al XVIII. En todas estas obras se aprecia un deseo de construir, explicar y modelar una realidad para ser comprendida e insertada en una deriva de los tiempos que, sin ir más lejos, conecta el pasado mexicano con los antiguos egipcios y lo tiñe de grandeza a los ojos de los europeos: ésta era la tesis sostenida por Athanasius Kircher, admirado, leído, gozado y comentado por Sigüenza. La epigrafía de los antiguos mexicanos seguramente contendría, a juicio del polígrafo jesuita alemán, el secreto del conocimiento de la humanidad desde sus más remotos orígenes que, al igual que los jeroglíficos egipcios, podrían ser descifrados.

Sor Juana Inés de la Cruz
Sor Juana Inés de la Cruz (Imagen: El Vigia).

Don Antonio de León y Gama, tiempo después de Kircher y Sigüenza, propuso, sobre las fuentes ya mencionadas, su propia interpretación sobre los secretos que guardaban piedras como la del Sol y la Coatlicue. Estos vestigios se expusieron a la mirada atónita de los que presenciaron su extracción y posterior exhibición en 1790 y en años siguientes. Si leemos a don Antonio, tendremos el derecho de dudar de la veracidad de muchas de sus afirmaciones pero no de su deseo de perseguir y encontrar una explicación satisfactoria para ambos objetos. Aunque estéticamente no haya sido fácil para esos ojos apreciarlos, es indudable que despertaron un interés científico y que hoy ambas piedras se constituyen como depositarias de una antigua grandeza que, como mexicanos, nos respalda (o al menos, eso es lo que nos enseña a ver su disposición en la sala mexica del Museo Nacional de Antropología).

La configuración de los testimonios obedece a las necesidades de quienes elaboraron discursos en torno a ellos. Hoy apostamos por otro tipo de explicaciones, pero en la representación que México busca a nivel internacional mediante sus programas expositivos y su participación en festivales, parece que no dejará de privar una lectura ciertamente simplista de “lo popular” y de “las raíces”. Todavía no contamos con un Plan Nacional de Cultura, pero contamos ya con programas internacionales como el que recientemente se dio a conocer en el comunicado de la Secretaría de Cultura el pasado 27 de abril, con motivo de la inauguración de Lille3000 (https://www.gob.mx/cultura/prensa/mexico-presenta-en-europa-su-nueva-politica-de-promocion-y-cooperacion-cultural-198144?fbclid=IwAR1GeGBtG5mH9fqqJDy6zHdXM4viYVGqKTG6h2VBBb0cUa8eAzFP_ZJkPKs).

Francisco Xavier Clavigero
Francisco Xavier Clavigero (Imagen: Lugares INAH).

En este comunicado llama la atención, entre otras cosas, la referencia a “Los ejes de una nueva política cultural”: El gobierno del presidente López Obrador impulsa una política con el objetivo de trabajar en la reconfiguración simbólica de México y en atender circuitos culturales con resultados de alto impacto. De esta manera el Festival Lille3000, que este año está dedicado a México, contiene una serie de exposiciones que buscan construir un diálogo entre nuestra cultura milenaria y el mundo. Tal es el caso de “Intenso Mexicano”, una muestra de la colección del Museo de Arte Moderno de México, así como obras representativas del Museo de Arte Popular. A lo largo de siete meses, el festival será una oportunidad para abrir nuevos lazos y estrechar los ya existentes, ya que la presencia de nuestro país estará integrada por más de 10 exposiciones, con obras de artistas mexicanos consolidados como Diego Rivera o Frida Kahlo y también de creadores contemporáneos como Carlos Amorales y Betsabeé Romero; manifestaciones culturales emergentes, como el colectivo Tlacolulokos, o expresiones tradicionales como el tapete de Huamantla, con el que se cubrirá la Gran Plaza de Lille; conciertos de música, ciclos de cine, degustaciones gastronómicas, un desfile de alebrijes gigantes y conversaciones literarias. (Ibíd.)

Diego Rivera y Frida Kahlo
Foto: Getty images.

Cabe recordar que en años anteriores (y muy recientemente) se realizaron muestras destinadas a revisar las manifestaciones del arte mexicano posrevolucionario, poniendo particular énfasis en las figuras de Diego y Frida. En la cita no se observa en dónde está la “novedad” de esa política cultural que, de facto, todavía no está enunciada sino que se ha dejado ver a cuentagotas sin ningún rasgo particularmente definitorio de una orientación que no sea la de la valoración de las expresiones tradicionales. Enhorabuena porque México continúe participando en estos festivales y teniendo presencia internacional: lo que propondría es repensar los planteamientos curatoriales que rigen esas participaciones para voltear a ver otras manifestaciones, a más de que Diego y Frida sean artistas “de cajón” para contribuir a nuestra autorrepresentación. Lo cierto es que los tiempos nacionales e internacionales no esperan: los compromisos entablados al participar en festivales, bienales y otros eventos se tienen que cumplir, aun cuando no haya sido presentado un Plan Nacional de Cultura en forma y no podamos afirmar que, de hecho, tengamos una política cultural. Habrá que observar los gestos, las voluntades manifiestas y las acciones, leer entre líneas y sacar nuestras propias conclusiones. ¿Realmente tendremos una “nueva” representación ante los ojos foráneos? Y, ¿esa representación manida y que ya nos sabemos bien, contribuirá a hacer que nosotros nos veamos de otra manera? Al tiempo.

Larga vida a Notre Dame de París

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Tuve la oportunidad de conocerla hace tiempo. Fue mi primer encuentro con arquitectura gótica y recorrer su interior, a mis 13 años, fue tremendamente impactante. ¿Por qué me tocó tan profundamente? Al final no pude más que guardar silencio. Sólo recuerdo estar ya afuera de Notre Dame, en agosto de 1989, y volverme de nuevo a contemplar la enorme estructura; entendí de súbito su relación con el espacio circundante y me dije “quiero hacer esto toda la vida”. Y no fue a la arquitectura a lo que me refería, fue a la reflexión sobre lo simbólico y sobre las grandes creaciones, las bellas creaciones del ser humano. Me tocó en lo más profundo conocer Notre Dame porque me hizo consciente de la capacidad de crear, pero también de apreciar un símbolo, un modo de hacer y un modo de estar en el mundo.

Una vez más pudimos ser testigos de cómo el fuego nos gana la partida y con una velocidad pasmosa consume lo que considerábamos eterno. No sólo ardió Notre Dame el pasado 15 de abril: ardió también la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén, afortunadamente sin graves consecuencias. Lo que perturba es saber que no basta con entregar algo que consideramos preciado al abrigo de la palabra “patrimonio”: las fuerzas de la naturaleza siempre estarán por encima de las realizaciones humanas. Por el fuego perdió México el Altar del Perdón y la virgen con el Niño de Simón Pereyns, por el movimiento de la tierra perdimos la unidad de las tres virtudes teologales que colocó Tolsá en lo alto de la fachada de nuestra catedral. Su ausencia es una cicatriz que nos recuerda el terremoto de 2017; la de Notre Dame, desgraciadamente, será una herida que tarde mucho más en cerrar.

Notre Dame en llamas.
Fotografía: RFI.

La tragedia del incendio de Notre Dame nos permite reflexionar nuevamente en las pérdidas recientes de Río de Janeiro: el continente y lo contenido son valiosos porque representan acumulación de saber, generación de conocimiento por centurias que nos identifican como humanidad, porque más que considerar sagrado a un sitio de oración, lo es porque ha estado de pie durante siglos, como un palimpsesto arquitectónico que recibe una y otra vez escrituras de otros tiempos. Muchos nos conmovimos al ver caer, consumida por las llamas, la estructura de la aguja que proyectara Violet Le Duc en el siglo XIX: fue como ver caer en el campo de batalla al que lleva el estandarte; fue el signo de la derrota ante una fuerza constante y no controlada. En medios se comentaba una y otra vez que se consumía un legado de cerca de 800 años, pero pocos repararon, hasta el recuento de los daños, en que ese legado lo es a condición de ser de incremento gradual. Me refiero a que, como en el caso de nuestra catedral, Notre Dame no era testimonio fijo, no era esa “cápsula del tiempo” que preserva sin alteraciones un aura medieval. No: lo rico del patrimonio es que es aditivo, que incorpora memoria y posee cicatrices, se rehace todos los días en su función significativa y da prueba de que se ha rehecho después de varios golpes. El patrimonio se va constituyendo a partir de la duración en el tiempo y de múltiples intervenciones.

Gárgola
Fotografía: Culto.

Sin importar si se es católico o no, si se es francés o mexicano, la gestión simbólica del patrimonio es tal que nos apela a todos. La reconstrucción se hará, entre otras cosas, gracias a donaciones millonarias que han comprometido ya varios interesados. La tragedia implica, una vez más, afinar los protocolos de seguridad para evitar la destrucción de los bienes culturales. Pensemos en la importancia del símbolo: lo es a condición de que congrega. Los parisinos y turistas que se congregaron a cantar, inermes contra el fuego, pero resguardados en la comunidad que da la admiración y probablemente la fe, rinden testimonio de ese poder. Emmanuel Macron se expresó de Notre Dame diciendo que es “nuestra historia, nuestra literatura, nuestro imaginario”. En el patrimonio se vive, como Ortega y Gasset planteaba sobre las creencias. “Las ideas se tienen, en las creencias se está”; los símbolos que nos congregan nos sostienen, profesemos o no profesemos una religión, sea el cristianismo o sea la de la fe en el Estado-nación. El lunes, ante las imágenes y la información que se generaba por segundo, ante las transmisiones en vivo que mostraban la caída de la aguja, no pude más que desear fervientemente que el símbolo no se destruyera, que el testimonio arquitectónico siguiera en pie y, en la deriva de los tiempos, recordándome por qué hago lo que hago; que siguiera congregándome a mí y a otros miles más, aunque sea por los medios, en una sola plegaria por su perdurabilidad.

Tremendos desatinos de López Obrador

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En la coyuntura de los 500 años de la conmemoración de la Conquista de México, al presidente Andrés Manuel López Obrador se le ocurrió el 1 de marzo exigir al rey Felipe VI de Borbón y al Papa Francisco Bergoglio, que se disculparan por los hechos acaecidos con el gobierno de nuestro país entre 1519 y 1521 ‒supongo‒. ¿Cuál es la razón de tremenda petición? “(…) Los efectos de la falta y del perdón cruzan (…) todas las operaciones constitutivas de la memoria y de la historia y marcan el olvido de un modo particular. Pero, si la falta constituye la ocasión del perdón, es la denominación del perdón la que da el tono a todo el epílogo” (Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, p. 585). ¿Quién reconoce una acusación frente a un proceso que se está leyendo, a las claras, a la luz de una serie de categorías desplazadas? La exigencia no tiene ningún fundamento.

Rey Felipe IV y Papa Francisco.
Izquierda: Papa Francisco Bergoglio; derecha: rey Felipe VI de Borbón.

Los vericuetos del perdón son sinuosos y transitan por tópicos muy complejos, tales como el expolio y la vindicación. Pedir perdón por un proceso de conquista como el nuestro no tiene lugar: en primer término, porque no hay una corte marcial vigente que vele por intereses que no se comprenden desde el presente. En segunda instancia, porque resulta absurdo juzgar con un esquema axiológico contemporáneo hechos de hace 500 años, sin dar fe de y sin entender la estructura jurídica y teleológica que se construyó a partir de que América tuvo que ser incorporada al imaginario europeo. En tercer lugar y, como lo mencionaba en mi colaboración anterior, juzgar el proceso de conquista como si nos asumiéramos en tanto un bloque constante en el tiempo y homogéneo en identidad, es una soberana estupidez. ¿Es que ahora el presidente va a denostar a los “tlaxcaltecas” por haberse aliado hace 500 años a los “españoles”? ¿Qué o a quién está persiguiendo López Obrador y con qué finalidad? Si la intención es insistir en un carácter vindicativo a favor de nuestros “pueblos originarios”, habría más que perseguir contra los gobiernos independientes de los siglos XIX y XX que contra los “españoles” del XVI. Se pide perdón desde la solidez de una comunidad que se siente expoliada. ¿Es que somos eso? Por supuesto que no.

Facsímil Tratado de Calatrava.
Facsímil de la última hoja del Tratado de Paz y Amistad entre México y España firmado por José María Calatrava y Miguel Santa María (Fotografía: Wikipedia).

No hay daño a los “derechos humanos de nuestros pueblos originarios” puesto que no hay un nosotros, no hay una comprensión de los procesos históricos y no se puede aspirar a la “reconciliación” desde la postura del presidente porque está extrapolando conceptos de exterminio que no tienen un solo horizonte: lo que está haciendo es tejer un discurso populista (nada nuevo) y bordado sobre el vacío para ganar adeptos entre comunidades que, muy seguramente, se sienten excluidas del proceso de “modernización” del país desde el siglo XIX o, peor aún, entre sectores urbanizados no indígenas que sienten “justo” el reclamo por una serie de procesos culturales muy mal entendidos. Suponer que la petición de López Obrador tiene lugar es negar una relación muy larga de entendimiento entre dos naciones, que va desde 1836 (Tratado de Santa María-Calatrava) y que ha atravesado diferentes coyunturas dando lugar a una reflexión sobre la política y la historia que hoy, López Obrador, no sabe de dónde sacar. “Siempre en retirada, el horizonte huye de la presa. Hace el perdón difícil: ni fácil ni imposible. Pone el sello de la inconclusión en toda la empresa. Si es difícil darlo y recibirlo, otro tanto es concebirlo” (Ibídem).

Paul Ricoeur.
La memoria, la historia, el olvido de Paul Ricoeur (Portada: Fondo de Cultura Económica).

¿A qué aspira el presidente? Si, ciertamente, la noción de “auto-afección” que detalla Ricoeur no es susceptible de ser juzgada (simplemente se siente y ya), el reclamo por una falta se experimenta en “situaciones límite” de nuestro ser, es decir, “determinaciones no fortuitas de la existencia que encontramos siempre presentes, como la muerte, el sufrimiento o la lucha”. La culpabilidad está inscrita en este espectro de situaciones límite y no encuentro, en una coyuntura de conmemoración, ningún elemento que me lleve a pensar que debemos “exigir reconocimiento, perdón y/o venganza”.  No hay condiciones dadas en nuestro presente histórico para hacer valer el reconocimiento sobre una experiencia que debería estar más que superada. Hacer hincapié en los “expolios de la conquista” es equivalente a obviar el proceso de Revolución que se registró a inicios del siglo XX. Si lo vemos en términos de continuidades, atorarse en un pasado tan remoto es no dar crédito de lo que vivimos siglos después hasta nuestros días. “En efecto, sólo puede haber perdón allí donde se puede acusar a alguien, suponerlo o declararlo culpable” (Ibídem, p. 588). Si el presidente fuera capaz de entender que no se debe ya construir una plataforma ideológica con base en la acusación a los regímenes pasados; si tan sólo pudiera pensar que no todos los mexicanos vamos a comprar un discurso tan barato y mal armado como el del expolio, tal vez su aparato de asesores (por cierto, ¿no es su mujer historiadora?) le aconsejaría cierta prudencia respecto de juicios como los que formula en la carta que supuestamente hizo pública y que el gobierno español afirmó recibir. ¿Y si vemos lo que hemos construido juntos? ¿Y si vemos que, desde hace años, buscamos trascender la peliaguda coyuntura de la conquista en pro de entendernos como mundos cooperativos en el marco de una idea de monarquía que ya no existe?

Conferencia México-España
Conferencia de prensa conjunta España-México (Fotografía: lopezobrador.org.mx).

El pronunciamiento de López Obrador atenta contra líneas historiográficas fundamentadas y en constante crecimiento y reflexión que trascienden las pobres fronteras del estado nacional. Ignora iniciativas académicas y de cooperación internacional que se esfuerzan por entender procesos especulares de construcción recíproca entre mundos. A título personal, me parece vergonzoso este tipo de episodios, máxime, en una coyuntura que se nos abre para el diálogo y la reflexión colectiva.

En la deriva de los tiempos, es necesario que nos abramos a entender que hay categorías que debemos replantear: cerrarnos en una visión de “pueblo expoliado”, como si fuéramos lo mismo que en 1519, no nos lleva a ningún lado. Se celebraron tratados de paz desde 1836. A mí me parece que debemos pasar la página.

En memoria de una mujer admirable: Blanca Esthela Treviño

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Por Blanca Treviño (hija).

Estimados lectores de la columna “Opciones”, en nombre de mi familia quiero agradecerles el haber seguido los artículos que cada semana enviaba mi mamá a diversos periódicos y revistas. Ella llevó a cabo esta labor por más de 30 años de forma altruista ya que sentía la necesidad de aportar su granito de arena para mejorar su mundo y consideró que mediante sus escritos y sus historias, en donde siempre estaba implícito un valor, podía influir en al menos una persona.

Con tristeza les informamos que el pasado sábado 23 de marzo, falleció en su natal ciudad de Piedras Negras, Coahuila, dejando huella con sus letras, pero sobre todo en la vida de las personas con las que convivió.

Dicen que el alumno debe superar al maestro, en este caso el maestro es insuperable, desde su partida se repiten los mismos comentarios de las personas que nos han dado sus condolencias y que nos comparten como marcó sus vidas, su generosidad, su espíritu de servicio, la alegría y el cariño que le demostraba a todas sus amistades, familiares, trabajadores, en fin, a cualquier persona que se cruzara en su camino.

A nivel personal no creo poder alcanzar a describir todo lo que mi mama nos dejó, presenciamos y disfrutamos de una mujer eternamente inquieta, curiosa y ávida de aprender cosas nuevas, estudió su carrera ya siendo mamá y se graduó a los 50 años, tenía mucha capacidad de admiración hasta por las cosas más sencillas lo que le hacía disfrutar mucho de la vida. Sin embargo, su prioridad fue siempre su queridísimo esposo y el tener una familia unida y amorosa, el hogar que formaron para nosotros sus seis hijos, fue muy cálido, muy lleno de música, bailes, juegos, cuentos, siempre tenía alguna historia que contarnos, dependiendo del libro que estuviera leyendo en ese momento.

En su persona siempre pulcra y arreglada, muy comprometida con su desarrollo personal, con mucha autoexigencia, empeño y perseverancia en todo lo que emprendía: matrimonio, maternidad, cocina, costura, ebanistería, decoración, construcción, administración, contabilidad, pintura, escritura, ¡todo a su 110%!

Es a veces hasta que cerramos el último capítulo de un libro, cuando alcanzamos a entenderlo y aquilatarlo en su totalidad, en vida nos dábamos cuenta que teníamos una mamá extraordinaria, pero fue al final cuando se nos hizo más evidente,  aceptando la repentina noticia de su muerte inminente con alegría y gozo, en total congruencia con su gran fe, se despidió de todos sus seres queridos dándonos palabras de aliento, recordándonos nuestras cualidades, animándonos, viéndonos a los ojos con esa ternura, dulzura, y esa gran sonrisa que siempre la caracterizó.

Nuestra ex cuñada, Veronica Lankenau, que viajó de Monterrey para despedirse de ella, describe sus impresiones de forma magistral:

“Cuando llegué, aunque ya lucías un poco pálida, me sonreíste y tomaste mi cabeza entre tus manos para decirme lo mucho que te alegrabas de verme… ¡LA MEJOR SUEGRA de este mundo!, te dije. ¡¡¡La más bella despedida!!!  ¡¡¡La coronación de todo lo construido durante toda una vida!!! ¡¡¡Un premio divino bien merecido!!! Un verdadero testimonio de aceptación al regreso a casa. Increíble haber presenciado tan heroico adiós. ¡Te quiero Wita! Y sé que todos los que alguna vez tuvieron la dicha de conocerte sentirán tu ausencia… nunca esperé presenciar tan hermosa despedida, ni una lágrima, ninguna mueca, ni un quejido… tú sonriendo, tú expresando sólo palabras bonitas, tú esperando el reencuentro con el Wito… y nosotros entre admiración y llanto aprendimos a ver la muerte como amiga… y de momentos un chiste, una broma que nos hacía soltar la carcajada… no se puede describir esa bella forma de partir, no se puede explicar tan acertadamente tu paz, tu fuerza, tu alegría, tu rebosante fe, ¡tu nulo miedo a lo desconocido! Y así, rodeada del inmenso cariño y del dolor indescifrable de hijos, nietos, hermanos, hermanas, bisnietos, yernos, nueras, y ex nueras, ¡así te nos fuiste a bailar con el Wito!… ¡demasiado qué aprender de ti, de tu vida y de tu partida!

Con este broche de oro cerró el último capítulo de su vida, dejándonos con la paz que nos transmitió con su último adiós, y como forma de despedida elijo unas líneas de su libro “Él y Yo”:  

Un pedazo de cielo asoma por la ventana. Recorro la cortina. Un rayo de luz pinta el mundo con mil colores. A mi mente llega un tropel de recuerdos hoy lejanos en el horizonte, ahora te busco más haya del horizonte en las fases de la luna, en el fulgor de la noche.

Blanca Jáuregui Treviño (hija de Blanca Esthela Treviño).

Blancajau07@gmail.com

Blanca Esthela Treviño.
Blanca Esthela Treviño y su esposo.

“Con los Tacos No” senadora Jesusa Rodríguez

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#ConLosTacosNo

La comprensión del pasado estriba en varios factores: primero, en que nunca estará allí como un objeto dado para acudir a verificarlo. Segundo: en que no deben desplazarse categorías y valores vigentes de una época a otras. El pasado 14 de marzo la senadora Jesusa Rodríguez hizo declaraciones vía Twitter referentes a la Conquista y a los tacos de carnitas. La respuesta en redes sociales no se hizo esperar (hubo comentarios muy agudos).

Jesusa manifestó que los españoles nos habían legado una dieta violenta: el problema es que abrió un abanico de temas a tratar. Doña Jesusa recurre a la fórmula del “nos”. Nos impusieron, nos obligaron, nos trajeron… nos conquistaron. Vale la pena revisar la idea, sobre todo considerando que la senadora está utilizando categorías presentes para juzgar un proceso cultural y social complejísimo que se solaza en llevar a un simplismo que pasma.

Para comenzar, ninguno de nosotros estaba en Tenochtitlán hacia los años 1519-1521, así que el “nos” no aplica. La inferencia de la “dieta violenta”, impuesta por “fanáticos y asesinos”, apunta a polarizaciones que también se alientan al mencionar que la lengua y la religión de los conquistadores fueron impuestas “a sangre y fuego”; doña Jesusa parece no estar al tanto de las crónicas generadas por las órdenes mendicantes, ni de los esfuerzos realizados por aprender las lenguas originarias de los pueblos a evangelizar, ni tampoco de los numerosos catecismos y vocabularios que se escribieron en lenguas vernáculas, sistemáticamente, hasta el siglo XVIII. Tampoco se enteró de la protección que supusieron muchos regulares para los indios explotados en encomienda, ni que su labor decantó en el pronunciamiento por el papa Paulo III de la bula Sublimis Deus en 1537.

Hernán Cortés y el taco
Imagen: Twitter Zengo Restaurant.

Parece que la senadora nutre su conocimiento sobre la Conquista de lo que encontró en una monografía de papelería: lleva al extremo una posición de defensa de “lo nuestro” y condena prácticas culturales resultantes de una serie de acontecimientos y de la configuración historiográfica y tramática que se ha hecho de ellos, desde el momento en que se gestan. Tachar de “fanáticos y asesinos” a los conquistadores equivale a medirlos todos con la misma vara, ni a entender las motivaciones políticas que orientaron a la Corona de Castilla a favorecer la empresa propuesta por Colón ni a ponderar la brillante estrategia desarrollada por el extremeño Hernán Cortés. Hablar de “fanáticos y asesinos” y asimilar a esas categorías a un puñado de “españoles” es no entender en nada la conformación de los antiguos reinos ibéricos ni la idea de Derecho, Historia y Diplomacia que privaba hacia 1500. Seguramente se le olvidó a doña Jesusa que el proceso de Conquista no pudo haberse completado sin las alianzas que Cortés estableció con otros grupos indígenas, no sólo en el Altiplano…

Más allá de la gracia o enojo que produzca el video de Jesusa Rodríguez, está la capacidad de autocrítica en nosotros: ¿qué hace una artista dramática ejerciendo un papel como senadora al amparo de Morena? ¿Qué capacidad para elaborar e intervenir en iniciativas de ley le conferimos? La perorata sin fundamento terminó con la referencia a los tacos de carnitas: el cerdo lo pusieron “los españoles” y las tortillas “nosotros”. En este marasmo discursivo de profunda ignorancia, la senadora dio la pauta para que la audiencia zanjara, movida por sus filias gastronómicas, la peligrosa polarización que alentó. #ConLosTacosNo, fue la respuesta unánime. No necesitamos una “identidad” construida a partir de un inmanentismo del “nosotros”: necesitamos comprendernos en la deriva de los tiempos, en nuestra profunda diversidad presente y en la que nos precedió.

“Dios lo quiere”, la Primera Cruzada

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Doy clases de historia y lo disfruto mucho. Creo que lo que más disfruto es encontrar continuidades o conexiones entre procesos que sucedieron en diferentes momentos. Cuando uno imparte historia de tiempos muy lejanos, como la Edad Media o el siglo XVII en el Mundo Ibérico, parece más difícil notar estas continuidades. No obstante, hay que jalar la cuerda lo suficiente (sin extrapolar condiciones de análisis hasta lo imposible) para hacer que las nuevas generaciones de estudiantes encuentren propósito en estudiar la primera cruzada, convocada en el Concilio de Clermont en 1095. ¿Qué hay allá que nos apele ahora?

Por ejemplo, hay una idea de ecumenismo que permea a toda la cristiandad. El papa Urbano II respondió (no sin intereses personales e institucionales) al llamado del emperador bizantino Alejo I para unir esfuerzos en contra del asedio de los turcos selyúcidas. Una pretensión de “universalidad” cristiana se apoderó de quienes escucharon, al parecer, la prédica de Urbano II en el Clermont. “Deus lo vult” (Dios lo quiere), respondieron los arengados, y se lanzaron en etapas y contingentes a una defensa de los Santos Lugares por rutas diversas.

Concilio de Clermont
Papa Urbano II predicando en el Concilio de Clermont. Sébastien Mamerot, “Les passages d’outremer” (Fuente: Wikipedia).

Las cruzadas no fueron una campaña homogénea con una sola finalidad. Fueron rutas de peregrinaje y expiación, compuestas por hombres y mujeres de diversas condiciones sociales que se ponían al abrigo del llamado a “tomar la cruz” y abandonar las posesiones y la familia en aras de purgar los pecados. Parece romántica la idea, y seguramente algún resabio de romanticismo permanece al ser ésta también una construcción historiográfica decimonónica, como mucho de lo que sabemos de la Edad Media. Las cruzadas, según sabemos por crónicas, cantares de gesta y otros testimonios, entre ellos, los visuales, fueron también revueltas crudelísimas entre musulmanes y cristianos. No todos los cruzados estaban capacitados para el combate cuerpo a cuerpo: muchos enviaban vasallos competentes o pagaban soldados profesionales o mercenarios que tomaran su lugar en las campañas. Las cruzadas fueron, entre otras cosas, movimientos de gente y cultura al amparo de una naciente economía moral fundada en la concesión de privilegios e indulgencias. La cuestión que desde los primeros momentos de su historiografía se hizo patente, es si cada convocatoria tuvo realmente una finalidad que justificara las masacres.

Con motivo del jubileo del año 2000, el papa Juan Pablo II invocó el perdón por todos los pecados cometidos por los “hijos de la Iglesia” mediante un documento denominado “Memoria y reconciliación: La Iglesia y las culpas del pasado”. Si contamos las innumerables vejaciones que se han cometido en nombre de Dios, no acabamos. Sin ánimo de defender lo indefendible, es por demás decir que no podemos juzgar hechos del pasado desplazando categorías del presente. Condenar decisiones tomadas en el siglo XI desde nuestra plataforma ideológica del XXI no conduce a sanas conclusiones. Mientras nos explicamos esto, vale la pena, no obstante, “jalar el hilo” de pensamientos y formulaciones cuyos remanentes llegaron a procesos históricos tales como la Reforma protestante y antes, las discusiones que se tuvieron en el seno de Salamanca para definir el estatuto ontológico y jurídico de los indios occidentales (es decir, los nuestros). Mientras Juan Ginés de Sepúlveda hurgaba en la Política de Aristóteles para explicar por qué la monarquía hispánica tenía el derecho de intervenir en los territorios recién adjudicados al Consejo de Castilla y de tutelar a sus ingenuos pobladores, argumentaba también, junto con el jurista Juan López de Palacios Rubios -autor del Requerimiento– que los indios que no reconocieran la autoridad del monarca se verían en serios problemas y su ruina sería completamente adjudicada a su rebeldía. Los enunciados que se esgrimieron para fundamentar a cada cruzada (siglos XI al XIII, fundamentalmente) como una “guerra justa”, se pusieron de nuevo sobre la mesa en el siglo XVI. La condena contra la venta de indulgencias plenarias que Martín Lutero realizó públicamente al clavar sus 95 tesis en la puerta del ayuntamiento de Wittenberg en 1517 lleva parte de esas antiguas discusiones (finalmente, las cruzadas eran una peregrinatio, como lo explica Jonathan Riley-Smith (¿Qué fueron las cruzadas?, Introducción).

cruzadas y batallas
La Primera Cruzada (1095-1099).

Esto es lo que nos trae la deriva de los tiempos. Las cuestiones relativas a la eticidad de planteamientos elaborados conforme a circunstancias históricas que hoy nos parecen inexplicables desde nuestros propios marcos, no deben ser juzgadas (antes, bien, analizadas sin perder un carácter profundamente restitutivo). Vale la pena ponderar si hoy nos arrojaríamos a trashumar por medio mundo por una razón eminentemente espiritual: muchos lo hacen, emprenden su propia cruzada, al margen de cualquier preceptiva religiosa y se encuentran a sí mismos en una tierra que jamás sospecharon pisar. No obstante, la petición de perdón que el papa hizo en el jubileo del año 2000, la Iglesia, como institución, nos sigue debiendo muchas explicaciones (no precisamente históricas) sobre el comportamiento de sus agremiados. ¿“Dios lo quiere” es suficiente explicación?

La venida de los muertos: el altar como eje del mundo

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“Estructuras que tienden a lo piramidal y a lo ascensional. Altas estructuras, cada una en su proporción. Ningún altar de muertos se queda por lo bajo, ni en forma ni en simbolismo, ni en el entusiasmo prodigado por sus hacedores. Estamos por entrar a esa época del año en que México se vuelve tan ajeno a los ojos de los extranjeros: pueden entender que tengamos corrupción y que contemos con una burocracia hiperinflada (otros países europeos y latinoamericanos las tienen) pero no pueden entender que celebremos la muerte. Parte de esos recursos de celebración son las estructuras que tienden a lo piramidal: el referente inmediato son los altares de muertos, escalonados, que exhiben frutas, flores, mole y pan junto con fotografías de los finados y algunas velas. Antaño, estructuras similares –pero que se podían circular– se constituyeron como túmulos funerarios, representativos de la presencia ausente. El pan de muerto es un mini testigo de ese recuerdo tumular cuyas hipotéticas aristas se coronan con huesos y un fingido cráneo azucarado. Y por más que les extrañe a los indigenistas de libro, no, esas manifestaciones que se realizan en noviembre poco tienen que ver con el mundo prehispánico. La celebración de los fieles difuntos fue instituida por San Odilón, abad de Cluny, en el año 980 d.C.

Las estructuras ascendentes que le prestan su esencia al altar de muertos de los siglos XIX y XX tienen su origen en el siglo XIV, no en México, sino en regiones como Valencia y Cataluña, aunque también se vieron en otras zonas de Francia. Se llamaron capelardentes o capillas ardientes, y no eran escalonadas, pero sí ascensionales: se construían como estancias temporales para el cuerpo de un príncipe, rey o reina que iba de camino a su sitio de reposo final: el cortejo paraba a descansar, a reabastecerse y se aprovechaba para exhibir el cuerpo real y dejar por momentos la pesada parihuela en lo que los locales iban a satisfacer su curiosidad y a observar al despojo. Pensar en esas lejanías temporales y en un cadáver peregrino, que estaba a merced constante de la descomposición, puede resultar repulsivo hoy en día. Lo cierto es que las agencias funerarias siguen ofreciendo el mórbido paquete del maquillaje y el féretro abierto, o sea que algo nos sigue gustando de esa contemplación.

Algunos investigadores plantean que para evitar el riesgo de corrupción y para llevar el preciado cadáver del personaje destacado a regiones que el cortejo no tocaría en su itinerario normal hasta la sepultura, se desarrollaron símiles (muñecos, maniquíes) del cuerpo del rey, por ejemplo, en zonas de Francia e Inglaterra. En España, que yo sepa, esto no sucedió o está escasamente documentado, pero sí sabemos que los capelardentes, túmulos o capillas ardientes se comenzaron a popularizar en el siglo XVI, sobre todo, a la muerte del emperador Carlos V.

¿Qué hacer para llevar la presencia del real cadáver sin pasear el cuerpo real? Representarlo mediante sus insignias. Pero claro que esa representación no podría estar desprovista de otros aliños, como telas negras (hachones) que cubrirían parte de la arquitectura falsa y de la real; esculturas de muertes y figuras que daban cuenta de la importancia de los hechos del monarca en vida, etc. Fue así que se configuró una iconografía propia de la casa reinante y que permitió a diversas ciudades de los reinos mostrar su lealtad y preeminencia en la elaboración de fiestas que, muchas veces, excedían las posibilidades del gasto público.

“El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros”, dice Octavio Paz en El Laberinto de la soledad (https://bit.ly/2N0MVGF); la fiesta tiene un largo camino en nuestras comunidades y el calendario litúrgico, engranado con el civil, hacen mella en nuestra productividad desde el siglo XVI en forma continuada. Está mal que lo diga pues, en lo que se refiere a los siglos previos al XIX, la idea de productividad no existía: existía la de comunidad. Y la comunidad encontraba una de sus mejores expresiones en la fiesta.

Tal vez en México tengan verificativo como en ningún otro lugar las implicaciones medievales de las carnestolendas: el carnaval, la inversión permitida, el mundo al revés, el exceso gastronómico, excesos todos que nos llevarán al descanso de fin de año: como sea, una válvula de escape a presiones, inconformidades y opresiones sociales. Pero en México esto no se ve previo a la Cuaresma, sino en los días comprendidos entre el 12 de diciembre y el 6 de enero. El famoso Guadalupe-Reyes es un puente formado por una sucesión de festejos que nos vuelven al seno de lo familiar encarnado en la comida. Antes de ello, un último periodo de recogimiento. El Día de Muertos es una conmemoración que ha ido tomando terreno rápidamente en la esfera de lo comercial. Desde el recientemente inventado desfile de catrinas gigantes y de carros alegóricos, residuos de la filmación de Spectre, parece que hemos dado en el clavo del efectismo festivo que permite salir a las calles a festejar “una tradición” y que deja en lo privado el altar doméstico, la añoranza de que los que se fueron, vuelvan sobre sus espectrales pasos a comer lo que los vivos prepararon para ellos.

Parece que, en la deriva de los tiempos, olvidamos los aportes culturales que se produjeron en los siglos XVI y XVII: cuando las festividades asociadas con la muerte y resurrección de Cristo nunca apuntaron a la construcción de altas y fastuosas estructuras que se cubrieran de velas y se emplearan para significar la presencia de los fallecidos. Los altares de muertos de la actualidad, más que una relación con el mundo prehispánico, la encuentran con las piras funerarias o túmulos construidos mientras estos territorios formaron parte de la Monarquía Hispánica.

“Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares” (https://bit.ly/2qOaDwS) Decíamos antes que, siglos atrás, las ciudades no reparaban en gastos durante sus festejos (mortuorios o de otra naturaleza). Esos gastos, temidos por las autoridades, prohibidos en reales pragmáticas y aborrecidos por el que tenía que asumirlos en total o en parte, eran la oportunidad de reclamar más adelante, en un sistema de precedencias y clientelismos, la posibilidad de obtener algo a cambio. Lo mismo sucede en la actualidad, por contradictorio que parezca. Ni la modernidad, ni el republicanismo, ni la “democracia” han logrado extinguir el dispendio: ahora, no es una oligarquía (¿o sí?) la que auspicia los festines que se han de dar al público, sino las propias autoridades, otra vez, con la intención de ganar voluntades que, en nuestros días, se llaman votos.

Como cada año, nos encanta evocar al Mictlán. No entendemos por qué, pero nos encanta evocarlo. Octavio Paz hablaba de una dualidad continuista que en nada se parece a nuestra concepción católica de la muerte. En el mundo prehispánico, muerte y vida eran dos etapas sucesivas de un continuum infinito, con lo que la angustia por la condenación eterna y la visión de separación de una y otra vida nos vinieron con el catolicismo. Lo que resulta maravilloso todavía es esa capacidad, incluso en los grandes centros urbanos, de conectarnos con lo arquetípico: eso es lo que hace a muchos evocar presencias espectrales que comen mole y toman tequila, lo que hace acomodar escalones decorados con papel picado para disponer los platillos –la ofrenda– que los muertos van a comer, lo que hace levantar una estructura ascensional –un axis mundi– en un sitio prominente de la casa (como hasta el siglo XIX cuando alguien moría o en la celebración de los Fieles Difuntos) y lo que hace levantar en los hornos la harina del pequeño túmulo funerario azucarado que, desafortunadamente, hoy se comienza a vender en los supermercados desde octubre. Sin embargo, ese cráneo espolvoreado de azúcar que se come los primeros días de noviembre, no ha perdido su rigor como memento mori.”

“Ser” o “no ser” en el transcurso de la historia

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Se han hecho numerosas ponderaciones de la modernidad; tantas han poblado la historiografía que sería imposible citarlas aquí. Hay juicios y construcciones tan disímbolas desde Descartes y Kant hasta Marshall Berman y Arjun Appadurai, que no es sencillo encontrar un eje determinante que nos sirva de barandal en el camino de estas reflexiones. Muchas de esas ponderaciones han afirmado que la modernidad ha construido nuestras estructuras para aprender. Instituciones, ideas políticas de representación, teleologías, nuestro caduco concepto de los museos y las “bellas artes”, todo ha sido elaborado, al parecer, en una modernidad no temprana, entre los siglos XVIII y XIX.

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La historia se aprende en paquetes. Desde nuestra educación más básica, nos familiarizamos con contenidos de un pasado que vienen en apartados estancos: la “Edad Media” es la bolsa tal vez más grande, dado que comprende diez siglos; “la Colonia”, “la Independencia” -como si fuera un periodo en la Historia de México- que tuviera un claro inicio y un término con base en acontecimientos precisos. “El México independiente” curiosamente se cierra con la “Revolución”, otra construcción historiográfica que tiene varias fechas propuestas para concluir. Las abuelas veían telenovelas “de época”. Todas estas etiquetas fueron puestas a posteriori. Cuando en el 2010 se conmemoraron los 200 años del inicio de la Independencia y 100 de la Revolución, la gente era encuestada sobre la “adscripción” de ciertos próceres y resultó que varios mencionaron al padre Hidalgo como protagonista de la Revolución y a Francisco I. Madero como uno de los entrañables héroes de nuestra Independencia. La verdad es que, si no somos capaces de conectar los nombres y los procesos, la confusión o supina ignorancia dan lo mismo: no hubo conocimiento significativo. La vida escolar, la escasa calidad de nuestra educación y la poca atención que le ponemos a estas cosas por falta de vinculación emocional nos hacen errar con frecuencia.

Francisco I. Madero
Francisco I. Madero-(Fuente: México Desconocido).

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Un 18 de febrero de 1519 Hernán Cortés emprendió su expedición hacia “México”. El concepto de México en aquel entonces era muy distinto del de ahora. ¿A dónde llegó? ¿Fue tal vez un acto que dio continuidad a una recientemente inaugurada perspectiva global de la historia? Eso lo decimos nosotros que sabemos en qué acabó. Para el viajero, el horizonte de expectativas era tan infinito como el real. Años antes, Cristóbal Colón y Américo Vespucio -entre otros- habían ampliado considerablemente la noción de frontera. Lo posible estaba más allá y ése más allá se conquistaba cubriendo distancia. No abundaré ahora en las razones por las que Cortés salió de “Cuba” y decidió venir a “México”; tan sólo traigo la efemérides porque quiero poner sobre la mesa la relatividad de las categorías con las que aprehendemos la realidad.

La forma en la que nos hacemos del conocimiento de los periodos históricos con fines pedagógicos determina en mucho la apropiación del pasado que llevamos a cabo. “México” no ha sido México desde 1325 (por poner una fecha simbólica). “México” no es “colonia” de una “España” que no se entiende como en el mundo actual y desde 1898: “México” es esa entelequia producto de la Independencia y de la idea del Estado-Nación, una entelequia que se fue gestando lentamente durante los siglos XIX y XX.

En nuestra percepción del pasado, el espacio es fundamental. ¿Dónde sucedió el pasado? ¿Qué tierra fue su escenario y cuándo dejó de serlo? ¿En qué momento nos sentimos presente, si somos sólo producto de lo que nos contamos que pasó? El planteamiento trasciende lo elemental que esto parece, en primera instancia. El tiempo y el espacio son categorías que se usan deliberadamente. En los mapas medievales anteriores al siglo XII, un mundo redondo veía divididas sus tres partes por una “T”. En estos mapas, el Oriente está arriba, donde en una carta contemporánea estaría el norte. En el centro, el mar Mediterráneo funge como un vientre ortogonal del que parte la civilización. La cartografía es un medio ideal para entender cómo usamos el tiempo y el espacio, y cómo imaginamos el espacio en el tiempo. Este pensamiento, aparentemente ocioso, nos permite reflexionar en torno al lugar de nuestra historia, en torno a nuestra supuesta identidad como nación y en cómo, quienes están en el poder, nos “construyen” una idea de la historia y una idea de nuestra posición en el presente. Las telenovelas “de época” tiene lugar en el set, pero bien que desarrollan emocionalidad en las abuelas. La riqueza de la Historia (con altas) es analizar cómo es que eso se opera.

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¿Dónde sucedió el pasado? En la historiografía y en la iconografía. El pasado no se puede visitar: el recuerdo no es más que un viaje falso a lugares nuevos. La historiografía (las visiones de las visiones del pasado) son las que construyen lo que hicimos y lo que hicieron los otros. Los próceres que figuran en los billetes y en el flamante logo del gobierno federal actual son tan enteros, verdaderos y cercanos como el Cristóbal Colón de la monografía de la papelería de la esquina. Prístino, maquillado, alambicado, ajeno y decimonónico, aparece en toda su gloria cuando leemos el párrafo de atrás de la imagen. ¿Reportó conocimiento? De datos sí, probablemente. ¿Generó estructuras para comprender la realidad? Para nada.

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La deriva de los tiempos nos trae ida y vuelta por estas nociones de historia. El empaquetamiento pedagógico al que sometemos nuestra memoria depositada en lo escrito nos lleva a concebir ideas predeterminadas sobre lo que fuimos y sobre lo que somos. Por eso es que en esta columna abusamos de las comillas. Detenernos a pensar, de pronto, en que podemos arrojar una simiente de criticidad sobre lo que nos han enseñado que somos, resulta de utilidad para juzgarnos en un devenir y para -ocasionalmente- arrojar esa “identidad” al reino de lo ficticio. Al final, todo se ha dicho y nada está dicho.