La deriva de los tiempos

El pueblo, una construcción romántica

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La familia, el trabajo y la vida humilde del pueblo

poseen de suyo una poesía santa.

Jules Michelet.

El pueblo no es un sujeto más que en el sentido gramatical; el pueblo es una entelequia, un concepto-vertedero en el que depositamos generalidades. Como herramienta de legitimación, el pueblo es una estructura fundada que permite dejar la responsabilidad, en un plural mayestático, de aquello que no podemos o no queremos asumir. Jules Michelet nació y creció en París, en 1798 “entre dos baldosas”, como él mismo sostiene, y recibió las letras con mucho esfuerzo de sus padres. Su familia, dedicada a la imprenta, enfrentó las dificultades de la Francia inmediatamente posterior a la Revolución. No traicionó los ideales familiares al elegir estudiar en el Lycée Charlemagne en vez de ingresar como trabajador a la Imprenta Imperial. Su estancia en el liceo le valió conocer de cerca el rechazo de sus pares por su condición económica y afirmar su sentido de pertenencia a una clase trabajadora que enaltecerá en el libro El pueblo (Le peuple,1846) (https://archive.org/details/MicheletJules.ElPueblo2005/page/n11) en el que asegura poder describirlo debido a que proviene de él, lo conoce y constata su ethos a partir de la observación empírica.

Jules Michelet
Jules Michelet (1798-1874).

Michelet reconoce que su análisis se restringe al pueblo francés y encuentra en él el origen prístino, puro y libertario de su patria: en él subyacen las características que pueden salvar a Francia de todas sus dificultades. Así por ejemplo, afirma que “Suele replicarse que ‘la gente del pueblo es generalmente poco previsora, y que sigue el instinto de la bondad, el impulso ciego del corazón, porque no mide las consecuencias que acarrea esta actitud’. [Esta apreciación], aun si fuera justa, no destruye en modo alguno lo que se puede observar también de la abnegación constante, de sacrificio infatigable del cual a menudo dan ejemplo las familias trabajadoras, abnegación que no se agota ni con la entera inmolación de una vida, sino que se preserva, frecuentemente, de una generación a otra”. Abnegación, sacrificio, bondad a toda costa, convierten a la “gente del pueblo” en un conjunto de sujetos que, sin importar su condición histórica, económica y social están condenados, por un lado, a trascender su propia falibilidad por una virtud moral que nunca se somete a juicio crítico y que le es “inherente”. Por otro, este pueblo tendrá justificación para cometer fechorías y vejaciones siempre y cuando las haga en pro de su propia supervivencia (o eso parece). Algo de esto subyace en las palabras introductorias a la Cartilla moral de Alfonso Reyes, con las que el presidente Andrés Manuel López Obrador presenta la edición que recientemente se puso al alcance del “pueblo” vía internet (https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/427152/CartillaMoral_.pdf). La “decadencia de nuestros valores culturales, morales y espirituales” no se explica con ejemplos, simplemente se asume por parte del presidente y está justificada por “la corrupción del régimen y la falta de oportunidades de empleo y de satisfactores básicos”. Quiere decir que, en estricto sentido, la rapiña y la corrupción se explican por la necesidad, de donde se desprende que el pueblo, en el fondo, no es tan bueno. Tanto en la Cartilla moral como en el pueblo ideal que describe Michelet se encuentra el concepto del “bien común”: si se antepone la preferencia y el bienestar personal, se ocasiona daño a la sociedad. Ni Michelet es el primero en tratar este asunto, ni Reyes el último. En la edición online de la Cartilla moral se lee, por ejemplo: “El bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo como una felicidad más amplia o que abarcase a toda la especie humana, ante la cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros.” Tal vez Hobbes e Immanuel Kant fueron de los primeros autores que reflexionaron en la necesidad de dejar de lado el bienestar personal para abrazar el bien común, y en ello se percibe el amor a un ideal noble, fundado en varias tradiciones jurídicas y en el sentido común.

Alfonso Reyes
Alfonso Reyes (1889-1959).

En su discurso, López Obrador se ha referido varias veces al pueblo “bueno y sabio”. La frase está por demás gastada y sobre comentada en los medios. Dice Reyes: “Algunos han pensado que el bien se conoce sólo a través de la razón, y que, en consecuencia, no se puede ser bueno si, al mismo tiempo, no se es sabio. Según ellos, el malo lo es por ignorancia. Necesita educación”. Para Michelet, en cambio, la sabiduría no consiste en desarrollar el raciocinio, sino en una especie de intuición que surge naturalmente en un estrato social que está acostumbrado a sacrificarse por los demás (generalmente, sus hijos, sus familiares, así que el sacrificio por el “bien común” es automáticamente relativo). La pregunta es, entonces, si el pueblo sólo está constituido por menesterosos o por familias pertenecientes a las clases “trabajadoras”. El “pueblo” excluye entonces a las clases con capacidad adquisitiva. Y la sola idea de capacidad adquisitiva implica que esos caudales se heredaron y engrandecieron sin mucho esfuerzo. ¿En serio? No dudo que las fortunas más cuantiosas del país hayan tenido ese origen, pero no quiere decir que sus tenientes no las hubieran trabajado. Esto también es sumamente reduccionista. La recurrencia a la entelequia romántica conlleva, además, resentimientos enormes. Planteó Michelet que “Casi siempre los que suben se pierden, puesto que se transforman, se tornan híbridos, bastardos, pierden la originalidad de su clase, sin ganar la de la otra. Lo difícil no es subir sino, al hacerlo, seguir siendo uno mismo”. El dinero, las oportunidades de educación, la vida cómoda, engendran la destrucción moral. Reyes afirmaba que el bienestar sólo se alcanzaría mediante la educación: “Por fortuna, el malo por naturaleza es educable en muchos casos y, por decirlo así, aprende a ser bueno.” Pero para gobernar un país es necesario dejar de lado las entelequias funcionales que permiten hacer oraciones entimemáticas y lograr una pieza de oratoria digna de aplauso, pero hueca, como todo discurso cuyo fin último es la persuasión y la escisión.

En la deriva de los tiempos encontramos la recurrencia a una crítica de la cultura y de la civilización que, al tiempo de generar un entorno ajeno a lo agreste, a lo salvaje, engendra envidia por parte de los rústicos y su propia destrucción en la corrupción moral que conlleva la comodidad de la urbe. Estas reflexiones ya estaban implícitas en Tácito, analizado por Miguel Ángel Ramírez Batalla en su artículo “Las dos caras de Jano: la imagen del bárbaro en el Imperio Romano” (UNED, Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, t. 22, 2009):

Tácito decía que una táctica de Julio Agrícola en Britania fue mostrar los placeres romanos a los nobles britanos. La lengua latina, la vestimenta romana, los baños y banquetes sedujeron a los britanos y fortalecieron el dominio romano en la provincia. Así pues, este panorama abría algunas cuestiones: ¿la vida civilizada provocaba la relajación de las costumbres? ¿La civilización era sinónimo de decadencia? Los romanos pensaban que tal vez la paz era la causante de que la apatía y la tranquilidad sustituyeran al valor y al afán de libertad, que los productos obtenidos por el comercio ocasionaran el gusto por el lujo y el desprecio de la vida sencilla y moderada, y que la búsqueda de placer y comodidad explicara la codicia y el abandono de hábitos sanos.

las dos caras de Jano

¿Lo bárbaro desea la civilización? Si es más conveniente preservar la naturaleza buena y salvaje del pueblo, entonces la educación obrará en contra, pues lo hará desear progreso y comodidades y generará su corrupción moral. Dirá Michelet: “Nosotros, bárbaros diferentes, tenemos una ventaja natural: si las clases superiores poseen la cultura, nosotros poseemos mucho más calor vital. Ellas no viven la descarga, la intensidad, la aspereza y la conciencia en el trabajo.” La intensidad de lo irracional, la pasión que se experimenta por una causa, por un familiar, serán suficientes para dirigir la acción, aunque ésta no medite ni en el bien común ni observe un comportamiento ético. “No hay que culparlos demasiado: es el exceso de voluntad, la sobreabundancia de amor, a veces la exuberancia de savia, de una savia mal dirigida, atormentada, que se daña a sí misma, que quiere dar todo a la vez: las hojas, los frutos y las flores, y que al hacerlo tuerce las ramitas”.

¿Es el pueblo bueno y sabio? La realidad es que no podemos pretender proyectar las características de una entelequia construida en el Romanticismo por un historiador ‒por demás insigne‒ pero que no ha sido adecuadamente contextualizado en el momento de formar parte integral de un discurso demagógico. Esa entelequia podrá representar, en una oratoria bien dirigida, a un sector de la población, pero no encontrará eco en los otros, antes bien, producirá molestia por su carácter generalizante y aplastará cualquier posibilidad de análisis crítico. Que la experiencia de la historiografía nos sirva para estar al tanto de esto.

Eclipses, supersticiones y mediatización

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¿Quién pensaría que en estos tiempos nos dejamos gobernar por las supersticiones? ¿Quién se atrevería a dudar de la ciencia y del imperio de la razón? Y cómo lo haríamos si desde que nos bañaron las luces de la Ilustración no le creemos a esas cosas. Bueno, tal vez sólo a la astrología.

Hace cosa de unos días tuvimos la oportunidad de ver un eclipse total de Luna y el consecuente fenómeno de la “Luna de Sangre”. La de los eclipses es una historia de amor y de batallas. En múltiples cosmovisiones antiguas, los eclipses eran el resultado de las ansias devoradoras de monstruos que iban tras el sol, de los poderes malignos de la oscuridad o de gestas cósmicas que ponían en riesgo la estabilidad del mundo y de la historia de los hombres. A lo largo de los siglos, nos hemos explicado el entorno contando historias. Nadie consideró pseudociencia al Manifiesto (1681) que el cosmógrafo y polígrafo novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) realizó contra quienes se dejaban dominar por el temor a los cometas (se puede ver el texto del Manifiesto philosophico contra los cometas despojados del imperio que tenían sobre los tímidos en la Revista de la Universidad, no. 11 de 1957, www.revistadelauniversidad.unam.mx). Es natural que uno se asombre ante los fenómenos astronómicos, pero no que se les tema, a juicio de Sigüenza, considerando que los cometas, como cualquier otro aspecto de la creación, son de origen divino. Aquí es donde el argumento “falla”, dirán algunos.

luna de sangre

Durante el eclipse del pasado domingo, no faltaron las manifestaciones de sorpresa, pasmo, asombro por lo que ocurría, ni tampoco la andanada de consejas respecto de lo que acarrean estos fenómenos de la naturaleza. Aunque pongamos los ojos en blanco cada que una nonagenaria nos previene sobre la posibilidad de dar a luz a un niño con labio leporino, no permanecemos totalmente tranquilos negando ese sustrato misterioso con una respuesta racional. Ni los eclipses, ni los cometas, ni las estrellas fugaces tienen la culpa de nada. Pero maravilla cómo nuestra construcción narrativa de su paso ha producido, en la deriva de los tiempos, actitudes, miedos y manifestaciones que hoy en día siguen vigentes. Cuando hay un horizonte de explicación, se ponen en acción los dispositivos necesarios para construir una narrativa verosímil, lógica y convincente. En una hoja volante, José Guadalupe Posada ilustró el “¡¡Fin de todo el Mundo para el 14 de noviembre de 1899 a las 12 y 45 minutos de la noche!!”. Ahí se ven cometas, erupciones volcánicas, estrellas fugaces, el Sol, la Luna y un ángel que, con la trompeta, anuncia la inminencia de la destrucción. Al leer el texto de la nota, se desengaña al lector acusando a un renombrado astrónomo austriaco de haberse equivocado en dicha predicción. La falsa noticia sólo causa temor en la humanidad; el redactor de la nota pone el acento en la imposibilidad de predecir los fenómenos que podrían destruir al mundo y solamente alude sobre las posibilidades de que la Tierra, en su trayectoria de traslación, choque con algún meteorito. El tono con el que la nota está redactada es por demás republicano, austero y tranquilizador. Se burla un poco, al inicio, de quienes sí llegaron a albergar serios temores respecto del hecho, pero la yuxtaposición a la imagen de Posada, popular, elocuente y exagerada en su visión de la destrucción, resulta un éxito seguro de ventas y es ideal para suscitar el interés. Hoy, los eclipses se construyen en redes sociales y en los medios de comunicación.

apocalipsis
‘El fin del mundo en 1889’, dibujos de José Guadalupe Posada.

Al estar presenciando el eclipse, en ningún momento pensé en el fin del mundo. Había en mi entorno interpretaciones energéticas, recordaba comentarios que relacionaban el fenómeno con las mareas y con la menstruación, pero nada implicaba una lectura apocalíptica. Una de mis compañeras estaba siguiendo en vivo la transmisión de un astrónomo que explicaba cada una de las fases de lo que estábamos viendo. Me llamaba la atención que con las cámaras de los celulares no captábamos en nada la belleza que se ofrecía a ojo desnudo. Una persona le preguntó al astrónomo por qué en los medios llamaban a la Luna de esa noche “Luna de sangre”. El astrónomo respondió muy escuetamente que la Luna se vería enrojecida, que no se trataba de una “súper Luna” y que ése no era el momento en que más cerca estaría de la Tierra. El astrónomo no tenía por qué saber que en Apocalipsis 6:12, donde se cuenta la apertura del sexto sello, el evangelista dice “Miré cuando se abrió el sexto sello, y he aquí que hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre” (Reina-Valera, 1960). Esta referencia apocalíptica se podría conectar con las plagas de Egipto descritas en el Éxodo, cuando una de las diez que se envían a la Tierra para castigar al Faraón es la conversión del agua en sangre. El temor a las tinieblas se pone de manifiesto como en toda mitología, el temor reverencial que se tiene al fluido vital y que no debe derramarse, más que en circunstancias específicas.

En las fotos que todos subimos a nuestras redes, no aparece más que un insignificante puntito luminoso; en algunas imágenes, ligeramente coloreado. La imagen también toma parte en la configuración narrativa del suceso, pero como siempre, la Luna se salió con la suya y no se dejó fotografiar en su esplendor. Eclipse quiere decir “abandono”, “separación”, “dejar fuera”, así que la Luna se veló en su propio misterio y quedó fuera de nuestras cámaras de aficionado, de nuestra mirada profana.

En esta columna, “La deriva de los tiempos”, me gustaría que me acompañaran a reflexionar sobre aquellas cosas que se han reinterpretado en la deriva de los tiempos. Esas cuestiones cotidianas que discutimos como si fueran nuevas, cuando en realidad, lo que es nuevo es su construcción narrativa en los medios y en nuestras conversaciones. ¿Me siguen?

El significado de Cultura

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La transformación es paulatina y se realiza cuando uno está listo para pasar a otra etapa. Cultivar es transformar para hacer espacio a algo mejor, es cuidar la tierra y dejarla apta para producir, es arrancar las brozas que estorban para que pueda crecer algo nuevo y nutritivo. “En la cultura del campo, primero arranca el labrador las hierbas dañosas, y después planta las buenas” […]. En una idea de transformación, me parece que esta metáfora es provechosa para pensar en el trabajo que todos los que nos hemos desempeñado, de una manera o de otra en “Cultura”, deberíamos realizar.

El trabajo de desbrozar, preparar y arrojar nueva simiente ‒sí, tal cual es el del agricultor‒ puede tener parecido con el que llevan a cabo los docentes en las aulas; también lo encuentra con lo que tratamos de hacer en los museos, de un modo bastante más despersonalizado, pues nuestra comunidad es más dinámica y elusiva: no se reduce a un grupo cerrado con el que se trabaja cotidianamente, sino que es fluctuante, creciente y demandante. El público castiga con su ausencia o con su crítica si la experiencia en el museo no fue de su agrado. El público pide productos que lo entretengan pero que también le dejen una satisfacción. “Metafóricamente [cultura] es el cuidado y aplicación para que alguna cosa se perfeccione: como la enseñanza en un joven, para que pueda lucir su entendimiento”. (Diccionario de Autoridades, 1729, “Cultura”). El sustantivo cultura se utilizó refiriéndose al trabajo de la tierra casi en forma exclusiva hasta el siglo XV; existió, sin embargo, un uso analógico para el “cultivo” de las facultades humanas (Giménez Montiel, Teoría y análisis de la cultura http://ru.iis.sociales.unam.mx:8080/jspui/handle/IIS/5035).

conocimiento y educación
Imagen: CuerpoMente.

Esta noción, recabada de un diccionario de 1729, implica la existencia de dos partes: el cultivador y lo que se cultiva. Parecería que lo cultivado es pasivo y sólo responde a los estímulos que recibe; tal vez ésta es una de las analogías más productivas con el público de un museo: quien recibe la simiente puede hacerla germinar y quedarse allí, o desarrollar el producto en toda su plenitud. Si bien la noticia de los recortes presupuestales al sector no es para nada halagüeña, hay que recordar que trabajamos ideando, plantando, cuidando y cosechando. Jugamos con lo que tenemos y nunca ha sido mucho. Administramos lo que tenemos para hacerlo florecer.

Los pensadores alemanes del siglo XVIII abordan el término cultura de una manera más totalizante, de modo que se constituye como ideal de vida colectiva, como un programa que no puede ser refutado porque refutarlo sería equivalente a ir contra natura. Naturaleza comenzará a reflexionarse en oposición a cultura y cultura se asumirá a la red de conocimientos y acciones, simbólicas y materiales que le permiten al hombre desarrollarse en su medio. La naturaleza del ser humano es la cultura. De ahí que se explique la necesidad, muy paulatina, de ir desarrollando un programa político que intente poner cotos a esa red material y simbólica. Desde el siglo XVII, si no es que un poco antes, la cultura no se entendió como hoy, sino que se convirtió en aspiración para ciertos sectores. La burguesía de los Países Bajos comenzó a encomendar la elaboración de obras de arte que representaran su gusto y no el de la aristocracia. Lo mismo sucedió más adelante en Francia. Ahora resulta que, en el siglo XX la cultura es un “derecho” y como tal, hay un garante de su cumplimiento y de su gestión. La realidad es que la cultura también es resistencia y no se produce verticalmente. Si no hay política cultural, ciertamente que como sector perdemos, pero eso no implica que dejaremos de producir cultura. Como dice Gilberto Giménez Montiel, el problema de la cultura es su polivalencia semántica. Yo pienso que en esa polisemia radica su riqueza.

instituciones culturales
Imagen: El Confidencial.

La cultura nos ayuda a resistir, a plantear cómo sembrar en otros, a pensar que un sector minado presupuestalmente y con enormes problemas de precarización de sus agremiados tiende, en esa lid, a parecerse a cualquier rama de una burocracia gris. Lo que nos distingue en “Cultura”, es que podemos plantar menos semillas y seguir viendo un florecimiento, lo que tal vez no sea tan sencillo en otros sectores. Todo en perspectiva: de ninguna manera cuesta lo mismo la nómina de honorarios de un museo pequeño que una exposición internacional o que un espectáculo operístico. No cuesta lo mismo el papel de baño que una intervención especializada de conservación arquitectónica. Lamentarnos porque nos quiten o no nos den más dinero, no resuelve problemáticas mayores: más bien, siendo consecuentes con los recortes, lo que nos correspondería es vigilar y ser garantes de lo que nos toca administrar. Y eso incluye tiempo extra y gastos superfluos. Con poco dinero se produce poco en términos materiales, pero se puede trabajar en muchos sentidos para ampliar una red (más allá del sector gubernamental y, por tanto, más allá de sus derroteros simbólicos) de participación que redunde en la productividad de un sector que tenemos que hacer entre muchas facciones. Tenemos el poder de visibilizarnos, de ganar estímulos internacionales, de dejar de ver el apoyo a la creación artística como eso, una dádiva, y de pensar en términos de calidad. Deberíamos trabajar en un mecanismo para dar valor de exportación a lo que producimos como ninguno (lo que nos toque: espectáculos, exposiciones, libros, festivales). Pagar para traer cultura de calidad, pero también cobrar por dejar salir lo bueno que producimos. Exigir más dinero es muy necesario, pero en este escenario económico y de decisiones políticas tal vez es poco práctico; tal vez sería mejor exigir que se nos permitan mayores y mejores mecanismos de fondeo. Eso sólo lo podemos lograr, generalmente, con apoyo de patronatos, asociaciones de amigos o fundaciones, pero algunos todavía podemos. ¿Nos vamos a quedar quejándonos de que tenemos poquito? Podemos resistir y seguir produciendo cultura, que el boomerang del recorte consista en una cosa muy lógica: el que aporte menos, que tenga menos derecho a opinar. Recordemos que, en todo caso, cultura es la capacidad de lograr que las cosas se perfeccionen.

Mirada indiscreta

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Los que otrora fueron palacios, bellos, nobles, entregados a una misión de continencia de lo privado de familias notables; los que antaño fueron gabinetes para estudio y contemplación de unos pocos capacitados para entregarse al placer de conocer un solo objeto a la vez, hoy se han convertido en espacios públicos; dieron origen al museo en la modernidad. Lo que se ofrece a la mirada pública en un acto de develación mistérica automáticamente se convierte en estatua de sal. Y quien, sin observar, recorre la mirada en acto de posesión simbólica, también.

Cuando algo que por años fue privado y que simbolizaba lo inaccesible para las mayorías se libera a su fuerza de consumo visual, sangrante, secante, ese algo pierde sentido. En palabras de Walter Benjamin, se despoja de su aura en aras de su mostración a los ojos profanos.

En esta columna hemos hablado en varias ocasiones de la importancia de la configuración discursiva y de las intenciones narrativas con las que se inaugura una exposición, un espacio cultural que contiene arte, un museo de lo que sea. Es tan intencional elegir un tema o sujeto para hacer una exposición como el número de piezas que se selecciona para construir la trama de lo que ahí se va a contar. Hay ocasiones en que sólo es posible tener un ejemplar que debe ser musealizado para que dé cuenta cabal de su importancia y con eso, el público ha de estar satisfecho. Pero generalmente no lo está.

museos y gente
Fila a las afueras del Museo de Louvre, París, Francia.

El museo de la revolución no es sólo una acumulación de objetos, sino también de gente (U. Eco, https://docs.wixstatic.com/ugd/93d1e7_78ba151857c44ff3b8848fea0da8066f.pdf). Y se refiere a la revolución de la modernidad, de la que implica el inicio de la masificación y de una determinación de la marcha de esas masas mediante un control del Estado a través de los medios a su servicio. Y por eso nos obsesionan los números y los museos y recintos culturales tienen que rendir informes sobre cuántos visitantes “atendieron” al año. Se convierte en la tónica pensar que un recinto “es mejor” que otro porque es más atractivo para las multitudes. Y con tal de que lleguen, se recurre a cualquier estrategia mercadológica, sabiendo que los museos y los recintos culturales no son, en general, la Meca del público mexicano.

En tan solo dos días, unas 90,000 personas se pasearon por la que fuera la Residencia Oficial de Los Pinos. La apertura de este espacio se debe a las instrucciones del presidente Andrés Manuel López Obrador, ya que estimaba como un lujo superfluo llevar el estilo de vida de sus predecesores (al respecto, dejemos que el tiempo responda). Lo que llama la atención es qué fue lo que llevó a Los Pinos a tal cantidad de paseantes curiosos. Placer fetichista, se abrió el arca de lo prohibido: quien no podía estar ahora puede y eso se celebra, ¿cierto? Me preguntaba en primera instancia si alguien tomó la precaución de colocar algunas pistas para guiar al visitante en el recorrido, a más de la presencia de los guías quienes, en estas circunstancias, sin duda son necesarios, esperando que no repitan anécdotas frente a ciertos lugares y que consigan hilar una narración sobre el conjunto. Lo que motivó a esos miles de visitantes fue la posibilidad, de ver, de penetrar y de capturar con sus teléfonos lo que antes estaba prohibido poseer mediáticamente.

Los Pinos, vivienda presidencial
Visitantes formados para entrar a Los Pinos, diciembre 2018 (Foto: Secretaría de Cultura).

La apertura de Los Pinos me recordó dos cosas, fundamentalmente: al Tiers état entrando al Louvre después de su apertura en 1793, no por interés en las colecciones sino porque podía hacerlo y la lectura de un texto que considero de mucha aportación, escrito por Umberto Eco y llamado “Museos en el tercer milenio”, que he citado varias veces en esta colaboración y en donde, entre otras cosas, se narra el hastío que produce estar en el centro de una masa deseosa de una fotografía, como si colectara con un arma una imagen de algo que no le significa nada pero que tiene que ver. Eco refiere el episodio en que Zacharias Conrad von Uffenbach, a comienzos del siglo XVIII, se queja de no haber podido asistir al Ashmolean Museum, abierto al público desde 1683, a causa de que las leyes permitían el acceso a todos. Y eso no es malo, todo lo contrario, pero sí se convierte en una experiencia de cacería descarnada, sin posibilidades de redundar en el encuentro estético para el visitante. Sin duda, esto es significativo porque plantea lo que está en el origen de todo museo: el deseo de encontrarse con el placer del conocimiento que reporta un objeto o un conjunto de ellos. Pero “Por muy bien organizado y subdividido en épocas, géneros y estilos que esté, el museo moderno se convierte en un lugar donde quien quisiera ver todo lo que hay en él no vería nada, y si se limitase a mirar, no podría memorizar nada” (U. Eco). Conste que no estoy comparando Los Pinos con un recinto museístico. Y que la acumulación de objetos, hecha por diferentes personas a lo largo de los años, tampoco creo que reporte una visión de conjunto que resulte enaltecedora, estética o al menos didáctica. La visita por Los Pinos, fuera de la curiosidad que produce lo que estaba vedado a los ojos profanos del público, no ofrece nada más que la posibilidad de ver cómo vivían los poderosos. Precisa mediación y deseablemente la tendrá. Aunque, por lo menos, el Louvre tenía arte digno de verse. Cerremos con la consideración de Paul Valéry, citado por el propio Eco: “[…] nuestra herencia nos aplasta. El hombre moderno, extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, se ve empobrecido por el mismo exceso de sus riquezas […] Un capital excesivo y por tanto inutilizable.”

Rudos y técnicos. La investigación y jerarquía del discurso

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¿Cómo se genera un discurso curatorial? Existen múltiples perspectivas, pero, en general, se debe a especialistas que han abundado en un tema durante un buen número de años y se han abocado a la localización de fuentes que les permiten tejerlo, retejerlo y reflexionarlo a la luz de diversas conmemoraciones, acontecimientos o enfoques, según el momento político. En la oferta expositiva de nuestros museos, podemos encontrar: a) muestras que se han traído ya curadas de algún otro recinto, b) muestras cuyo discurso ha sido producido por esos especialistas a que hacía referencia y c) muestras cuyo discurso se ha desarrollado por parte del personal del museo. Se entiende que, para producir un discurso curatorial, la investigación es una tarea obligada. Este trabajo puede, dependiendo del corpus a estudiar, arrojar las primeras luces en torno a una problemática específica, clasificar o catalogar un cuerpo de objetos, o bien, desarrollar líneas reflexivas en torno a lo exhibido. El discurso curatorial es mucho más complejo que una simple propuesta de acomodo de lo que se va a exhibir. Desde luego, el espacio con el que se cuenta desempeña un papel capital, como ya lo hemos expresado en otras colaboraciones, en tanto que entraña una narrativa que va mucho más allá de los textos llamados cédulas, que normalmente los museos ofrecen a su público a manera de conducción por la exposición.

En México, al menos durante un tiempo, los discursos curatoriales de los grandes museos, especialmente los que cuentan con una colección que los individualiza, fueron encomendados a académicos que no formaban parte del staff del recinto. Narrativas de largo aliento que se obtuvieron gracias a colaboraciones entre un equipo académico y otro considerado “técnico”, que permitían sectorizar el trabajo. Pero, ¿por qué el equipo del museo habría de ser considerado técnico? Parece implícito que lo que este staff realiza es solamente materializar en el espacio la investigación “de autor”. ¿Qué pasa con la capacidad configurativa del personal del museo?

discursos curatoriales
Exposición en el Museo Jumex (Foto: Revista Código).

Esto no sucede necesariamente en museos europeos o americanos que cuentan con la figura del “conservador” o especialista dedicado a la curaduría y conocimiento cabal de un sector de la colección (papel, numismática, pintura del XVII…). Es natural que en la dinámica que implica la hiperespecialización esto se dé y que la producción discursiva de estos estudiosos sea concertada por un curador o comisario general de una muestra. ¿Por qué el conservador del Museo del Prado puede, más fácilmente que en México, ser el “comisario” de una exposición?

Ahora bien, dentro del equipo del museo priva la misma diferenciación, como también ya lo planteábamos antes, entre “curadores” y el resto del equipo. Algo así como la distinción entre “rudos” y “técnicos” en la lucha libre mexicana, parece que museógrafos, educadores o registradores no fueran capaces de generar discurso con su trabajo porque no se ciñe a los protocolos de una investigación académica. Eso es un problema, según lo ha enfocado recientemente y de manera muy clara Fabiola López Sánchez en NodoCultura (http://nodocultura.com/2017/06/educador-de-museos-profesion-emergente/); de hecho, su reflexión en torno al educador de museos me hizo desplazar la problemática hacia otros profesionales que son igualmente susceptibles de producir discurso y conocimiento, ciertamente de manera distinta (pero no al margen) de aquellos que tienen formación académica como investigadores.

especialistas
Foto: NodoCultura.

Pienso que en estos tiempos deberíamos replantearnos el papel que desempeñamos al interior de un museo (en otras colaboraciones he expresado varios porqués). Nuestros roles son temporales y por ello no puede implicar algo estático. Así sucede con nuestros “discursos permanentes”. Debemos hacer muchos intentos hasta lograr encontrar la narrativa que como equipo queremos y, más allá de nuestras voluntades consensuadas como equipo, que también sea significativa para la comunidad a la que sirve el museo. Para ello, es urgente plantear discusiones que incidan en las propuestas curatoriales pero no de orden metodológico o temático, sino con la intención de trastocar esta falsa jerarquía en la que “el investigador” se coloca en la cúspide de la pirámide de erudición y que, curiosamente, parece adquirir mayor estatura al interior que cuando el mismo investigador de museo se coloca en un foro en el que alterna con un profesor-investigador académico. Ahí la cosa cambia. Y no porque su formación no lo respalde, sino porque en ocasiones sufre denuesto porque no cuenta con la estructura necesaria para permanecer en la institución. Es muy distinto el enfoque de los investigadores del INAH que cuentan con una plaza, o de aquellos adscritos a los centros de investigación del INBA, sin embargo, insisto, no necesariamente son personal de museo. Esencialmente, el problema de la discriminación jerárquica recae en los directivos y en la forma en que los investigadores sindicalizados conciben su quehacer, amparados por garantías laborales que permiten realizar pesquisas de largo aliento, financiadas por la institución. Eso hace más heroico el trabajo de los investigadores que han realizado su labor y su crecimiento académico a su costa, sin licencias con goce de sueldo y a la vera de administraciones que vienen y van.

En la era de la superespecialización, sin importar el número de años que se lleve investigando un tema o el número de años que lleve desempeñando un puesto (administrativo, técnico), el museo requiere generar discursos incluyentes, dinámicos y flexibles que permitan a la institución seguir viva y no convertirse en el templo de las jerarquías. Se impone ser humildes, escuchar las voces de los “rudos”, dar cabida, como directivos, a las opiniones y, si no las tienen o no las comunican, incentivar a los equipos a que lo hagan. Qué dicen, ¿le entramos?

Lo público ¿es del público?

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Recientemente me correspondió participar en el Congreso Internacional de Políticas Públicas y Participación Privada en la Cultura y Arte en Hispanoamérica. Mi participación en la mesa de políticas públicas me obligó a reflexionar en torno a varios puntos, entre ellos, en el propio ámbito de lo público. Una de las constantes fue que en México, se tiende a pensar que lo público es lo gubernamental, lo auspiciado tanto por los poderes locales como federales, con tendencia a garantizar infraestructuras y derechos.

Cuando hablamos de cultura y administración pública, difícilmente reflexionamos en su cadena de valor. La cultura es, a los ojos de muchos, accesoria, importante pero no decisiva, hay otros muchos problemas que es más urgente solucionar antes que dotarla de infraestructura o asignarle presupuesto en términos generales. Y no me refiero al concepto de cultura que nos sostiene como comunidad, que no pasamos por el tamiz de la razón, sino en el que, simplemente, vivimos a diario. Esa cultura no se gestiona, es el tejido que para relacionarse con el mundo hace una comunidad en el tiempo. Por lo tanto, esa cultura no está determinada por un marco jurídico. Antes bien, todo marco jurídico o normativo es resultante de la cultura que lo necesita y que lo produce.

Contrariamente a la tendencia actual, la cultura no es un derecho y, al respecto, cito a Ortega y Gasset en Ideas y creencias. “Las ideas se tienen, en las creencias se está”. La cultura nos tiene, no es una ocurrencia ni algo que se pueda o deba administrar como derecho.

La cultura no se puede controlar porque no es producto de una racionalización: sus estructuras se crean orgánicamente por el consenso y la necesidad de quienes la tejen y generan instituciones para regular la vida. Como resultado, se legitiman ciertas acciones y productos como cultura en lo institucional y en lo discursivo.

monumentos
Hemiciclo a Juárez, Alameda Central, Ciudad de México (Foto: Instagram).

Suena obvio, pero las políticas públicas se desprenden de la agenda pública. Son un conjunto de pasos a instrumentar para conseguir los objetivos del Estado mediante una administración pública y sus ejes. “Una política es un plan para alcanzar un objetivo de interés público (Banco Mundial 2011).” Generamos políticas públicas cuando hay un asunto del interés de la comunidad (cultura, salud, economía, educación) y en nuestro país, se tiende a pensar que esta misión es privativa del Estado.

Sin embargo, la formulación de políticas públicas no sólo es tarea del Estado: no se le puede dejar esa ingente tarea porque las políticas no sólo son directrices que reflejan el espíritu o la ideología política de un grupo; son hipótesis de trabajo para la resolución de problemas concretos. Esto supone que, más allá de consultas públicas -sesgadas por el propio aparato gubernamental para obtener los resultados deseados y legitimar decisiones ya tomadas- toda política debería ser formulada mediante el consenso de todos los actores o agentes que tienen derecho y capacidad de opinar respecto de un tema del interés público.

Al menos en México, la formulación de políticas públicas se ha convertido en un asunto de corto plazo, en donde se privilegian las relaciones clientelares, se atiende a lo que es “imperativo” para la administración entrante y no se piensa más que en ese único cliente, el gobierno, al que se tiene que satisfacer. Confundimos política cultural con “líneas temáticas” que orientan programas expositivos, por ejemplo, o con líneas discursivas que vinculan las actividades culturales con la educación -para cumplir uno o varios ejes del Plan Nacional de Desarrollo-. Es así en la praxis pero no debe ser así. Las políticas públicas enunciadas, en esta concepción errónea, son matrices para generar automáticamente los resultados que se comunicarán al final de una administración. “Es común asociar el concepto de políticas públicas a las meras acciones de gobierno, de tal modo que cualquier acción de los actores gubernamentales es considerada erróneamente como política pública.” (Aguilar Astorga y Lima Facio: ¿Qué son y para qué sirven las Políticas Públicas?, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, septiembre 2009, www.eumed.net/rev/cccss/05/aalf.htm).

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Imagen: Políticas Públicas.

¿Y los resultados a nivel cualitativo? Pese a que hay instrumentos para registrarlos, el ritmo alocado que vivimos en México en donde cada seis años todo parece acabarse y recomenzar para darnos cuenta de que nada ha cambiado, los resultados de carácter cualitativo son arenosos porque no brindan datos duros que “vistan” a la administración en turno. Los datos duros se generan continuamente, mientras que los resultados cualitativos requieren de otros tiempos. Sin embargo, son esos los que verdaderamente nos permitirían un cambio. El museo puede llegar a ser agente de cambio social, si y sólo si se entiende que no es un escaparate gubernamental, que no basta con demostrar que tuvo X visitantes al año o por exposición, sino que puede medir sus impactos y lograr el restañamiento de comunidades, de la paz y la capacidad de goce de los individuos, si muestra otros mundos posibles.

Entonces, no hemos estado entendiendo bien a qué se refiere la participación ciudadana y a qué tienden en realidad, las políticas formuladas desde las esferas. En el sector cultural, por ejemplo, habría que dejar en claro cuáles son las principales problemáticas que afectan a cada una de las esferas que lo componen. Los museos no tienen las mismas que los centros culturales, ni los teatros que las escuelas. Las políticas públicas son hipótesis. “Si existe este problema, entonces formularé las siguientes alternativas para solucionarlo…” Eso implica investigación, consenso y diseño de propuestas que, a posteriori, se convierten en políticas. Pero si éstas no se refinan, no se actualizan y no se sensibilizan respecto de la dinámica de cada esfera de un sector afectado; si no hay flexibilidad e inclusión de lo cualitativo en los mecanismos de evaluación de los resultados de dichas políticas, no habrá manera de salvar la brecha entre la declaración de intenciones, el deseo (¿necesidad?) de justificar la operación de un ensanchado e intrincado aparato burocrático y la operación real en los diversos sectores.

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Centro Cultural del México Contemporáneo, Centro Histórico, Ciudad de México (Foto: CCMC).

¿De quién es lo público? No del gobierno. Tampoco podemos romantizar el concepto al punto de creernos en las antiguas polis, en donde no, no todos tenían la oportunidad de discutir y decidir.  Desbrozar la complicada maraña de intereses afectados por infinitas problemáticas en diversos sectores y subsectores es una tarea que tampoco corresponde exclusivamente al aparato gubernamental: nos corresponde a todos. La chamba del Estado es garantizar (la existencia de las instituciones, por ejemplo, mediante recursos varios como zonificación determinación de estándares, generación de criterios de medición -indicadores-, destinar presupuestos base), estabilizar e incentivar el trabajo de las instituciones a partir del consenso de todos los involucrados en el sector. Ni los empleados gubernamentales leales a una administración (o a otra), ni los sindicatos, ni la iniciativa privada que participa con recursos o gestiones, ni la academia ejercen una paternidad sobre “lo público”. Hay que repensar el concepto, definirlo, discutirlo y decidir trabajar en pro de la riqueza que tenemos en museos, zonas arqueológicas, talento artístico y docente.

La conclusión más interesante y esperanzadora de la mesa en la que participé fue la que apuntó el Dr. Juan Pablo Vázquez Gutiérrez, del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana: lo primero que tenemos que hacer para cambiar es creer que no todo está dado, que no estamos gobernados por entidades metahistóricas y eternas, que las cosas no “son así”, sino que podemos tener agencia en la formulación de políticas culturales. Que podemos soñar con dar servicios culturales de calidad. Al empezar por creerlo, podremos empezar a conjurar los miedos a las transiciones y la angustiante dependencia del “a ver quién viene”.

Lo apolíneo y lo dionisíaco en la educación

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La imposibilidad de disfrutar

Frecuentemente me pregunto por qué es tan difícil que un niño mexicano tenga gusto por ir a un museo. Y desde luego que no generalizo y sé que hay familias que lograron cultivar en sus hijos un deseo por conocer y disfrutar más allá de los límites de la oferta de lo comercial o de la petición de la escuela. No obstante, y en tanto he hecho prácticas en el módulo de informes de dos museos, no puedo olvidar el rostro entre angustiado y perdido de un infante, traído de la mano por los diligentes padres que piden “un folleto” o un sello en su boleto como comprobante de que se efectuó la visita. No más. Cuando deambulo por las salas de un museo que tiene visitantes jóvenes (en plan escolar o con sus familias), veo escaso interés a medida que la edad del público es menor. ¿Será porque lo que mostramos debe ser mediado? ¿Será que los muy jóvenes no han sido formados en la capacidad de asombro o que sólo les asombra lo tecnológico? ¿Dónde quedó la apelación estética, el misterio que revela una pieza?

Haciendo conjeturas a partir de las nociones de lo apolíneo y lo dionisíaco en Nietzsche, Apolo, representante de la belleza serena del mundo, de la racionalidad, de lo brillante, de lo conocido por sus límites, de lo diurno, se opone en esta dicotomía estética a Dionisos, la misteriosa, exacerbada, oscura divinidad del vino, de los rituales que se realizan fuera de la polis y estando el individuo fuera de sí. Esta dicotomía es, en realidad, la representación de dos caras de la misma moneda. Nuestra historiografía triunfante ‒brillante, liberal, republicana‒ se remite a esos orígenes prístinos e ilustrados del Estado nación y de la democracia, moldeada como idea resultante de la Revolución francesa más que de la compresión de los regímenes de los antiguos griegos. Historiografía de impulso apolíneo, en la construcción de la nación todo debe estar claro en términos narrativos: el Estado es garante y guía del destino de sus agremiados. La educación debe conducir al ciudadano hacia su prosperidad y hacia la de la nación.

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Apolo, dios de las artes y la belleza.

Guiar a quienes formamos parte de este país por un sendero de claridad y brillantez hacia la razón y la felicidad es una aspiración noble, por cierto, y para lograr semejante objetivo se ha recurrido a muy diversas estrategias. Una de ellas, por supuesto, la educación laica y gratuita. Como todo, las finalidades se adecuan a las realidades históricas. Y la orientación que las políticas públicas relativas a la cultura han tenido hacen evidente el terror que puede inspirar acogerse a un impulso dionisíaco. Contra el orden de la polis, Dionisos lleva a sus ménades por los sitios boscosos, por las colinas circundantes y en la naturaleza los participantes del ritual desatan sus instintos, llevados por el vino, la música y la danza. Una fuerza sobrenatural se apropia de las mujeres, quienes son capaces de desgajar árboles y destazar presas con sus propias manos. Sin duda, lo narrado en Las bacantes de Eurípides no es algo sencillo de explicar en la educación básica a un grupo de niños. Pero traigo esto a colación para reflexionar en torno a cómo nuestras instituciones culturales se han empecinado por andar la senda de la claridad apolínea, pasando por alto que sus objetos son, en gran medida, oscuros, misteriosos y liberadores como el impulso dionisíaco.

Como un magma a punto de emerger en una erupción volcánica, el pasado arqueológico se yergue en forma constante y asoma la cabeza a la superficie. Vestigios de utillaje, de arquitectura, se levantan para recordarnos la existencia de civilizaciones pasadas y para ponernos en marcha con su conservación. Hace poco le comentaba a mi mamá que no me puedo imaginar cómo era hacer una visita al Centro Histórico sin el Templo Mayor. Todo hallazgo arqueológico implica una gestión política y económica para conservar los restos con fines de investigación, protección, divulgación, etc. De igual manera, el impulso creador de nuestros artistas desarrolla propuestas temáticas y formales que de primera instancia no implican explicación racional: el artista tiene la obligación de lanzar al mundo lo que ha configurado y no responsabilizarse del resultado, pues la obra, una vez lanzada, ya no reconocerá paternidad y comenzará a causar reacciones en los otros, sin que el artista sea ya responsable de su fortuna crítica.

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Templo Mayor, Centro Histórico, Ciudad de México (Foto: Universes in Universe).

En el momento en que tanto el INAH como el INBA se pusieron al abrigo de la Secretaría de Educación Pública, se estableció un lazo (¿indisoluble?) entre cultura, arqueología, patrimonio, arte y educación. La gestión de esos bienes materiales e inmateriales, de esos gestos de producción creativa, se puso en manos de una institución que estaba a cargo de velar por la educación (racional, clara, brillante) de un país que construiría, a su vez, una relación afectiva con su pasado y con la creación presente a partir de las posibilidades que esa educación brindara. Me refiero a que el protectorado que el Estado ejerce sobre disciplinas como la arqueología (ENAH) ha permitido, sin duda, que el conocimiento de nuestras edades antiguas se haga sobre la investigación de los vestigios y se construya una narrativa sobre las sociedades que los produjeron. En la divulgación de este conocimiento, los museos nacionales son fundamentales, pues con sus propuestas de curaduría contribuyen al refraseo de las historias creadas por arqueólogos, antropólogos, etnólogos e historiadores.

Con la esfera de la creación artística sucede lo mismo. El Estado es garante de que existan las condiciones para formarse, producir, crear y trabajar para la presentación de las obras al público. La producción cultural tiene, durante muchos años, una mano permanentemente sostenida por el Estado y estuvo condicionada muchos años al uso de su infraestructura. Hoy es distinto, debido a que existen diversas iniciativas de origen no gubernamental que permiten dar rienda suelta a la producción y a la libertad creativa, lo cual diversifica la oferta y permite el disfrute al margen de una idea de educación. ¿Qué pasa si vamos a un museo y no aprendemos nada? ¿A alguien se le ha ocurrido que quizás pueda tener una revelación viendo una pieza o, simplemente, pasar un buen rato sin leer cedularios, sólo viendo y recorriendo?

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Dionisos, dios del vino y el éxtasis.

Los factores históricos que atan al museo a una labor educativa y de preservación de la memoria no proceden sólo de nuestra narrativa nacional, sino que están en los orígenes de la institución misma. La Europa ilustrada del siglo XVIII (y desde el deseo de coleccionar que surge siglos atrás) no perseguía educar, sino conservar para estudio, confrontar, generar conocimiento. Si nos acogemos a un principio dionisíaco, sólo como ejercicio, tendríamos que bajarnos por un momento del pedestal de objetividad científica que se persigue en todas las disciplinas académicas. Podríamos permitir que el visitante a un museo tejiera una narración a partir de lo que ve, sin contexto previo, sin explicaciones, porque no tendría forzosamente que convalidar su lectura con una hegemónica y preexistente.

¿Por qué las escuelas envían a los niños al museo? Peor todavía, ¿por qué los maestros esperan que el personal del museo les levante por unas horas la canasta ‒la obligación de relacionar ideas, de enseñar‒ y quiera que una visita guiada supla su trabajo? Es más, ¿por qué queremos una visita guiada? O es porque no confiamos en nosotros como espectadores o tal vez porque le tememos a que se apodere de nosotros el impulso dionisíaco que, si bien es oscuro, misterioso, natural y salvaje, también es creativo y liberador. El museo no es una institución educativa, prefiero enfocarla, en estos tiempos, como un recinto que brinda elementos para que cada quien se construya como quiera y para que cada quien se libere de los demonios que tiene dentro. Trabajar en ello nos está llevando tiempo: entender que no hay líneas curatoriales “verdaderas” y que no hay conocimiento objetivo sobre las piezas que se exhiben no es un proceso sencillo. Para proponer recursos creativos de liberación necesitamos primero liberar a la institución museo del peso de educar.

¿Institución(es) culturales? De cara a la transición

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La gestión de la cultura en México tiene dos frentes que, por razones históricas, presentan distintos devenires. Me refiero a que desde la fundación de los dos grandes institutos que concentran diferentes esferas en el quehacer cultural (INAH en 1939 e INBA en 1947), parece que los cometidos de un instituto y otro desfilan por caminos distintos. En ambos institutos hay profesionales dedicados a la investigación y a la conservación del patrimonio. Los del INAH sobrepasan en número a los del INBA; la naturaleza de sus especificidades es tal que parecería imposible producir un discurso interdisciplinario que vinculara múltiples esfuerzos por aprehender aspectos de la cultura sin necesidad de determinar si los objetos que se exhiben en una exposición, por ejemplo, son arqueológicos, históricos o artísticos. El trabajo curatorial, que debería recaer en los investigadores, en ocasiones es despreciado por ellos mismos debido a que se obtienen más puntos para la evaluación anual de desempeño publicando un libro que realizando trabajo para un museo y, por ende, para un público más amplio y no especializado. No obstante lo anterior, algunos equipos de investigación (y nótese que digo equipos) encuentran la manera de difundir el resultado de su trabajo pensando más que en la ganancia que van a tener en el SNI, en la verdadera compenetración de las comunidades con sus logros. En la producción de un trabajo significativo.

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Museo Nacional de Antropología (Foto: ADN 40).

La creación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes el 8 de diciembre de 1988, como un órgano desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública, representó un esfuerzo inicial por tener, en un solo eje coordinador, la potestad de la emisión de políticas públicas en el ramo cultural. Al estar adscrito a la SEP, la percepción de la cultura era necesariamente la heredera de los regímenes posrevolucionarios en donde el gobierno tiene la obligación de hacer promoción cultural para “educar” (y no con fines de goce, del ejercicio de un derecho humano o para incentivar el trabajo artístico, que siempre se ha visto como “subsidiario”). En aquel entonces, existían diversos, pero no tantos, sindicatos pertenecientes a cada instituto; cada uno reflejaba sus propias posiciones respecto de su trabajo, la vocación de su adscripción institucional y su muy particular visión de lo que era “defender el patrimonio”. Con la fundación de la Secretaría de Cultura, la vida institucional de la cultura en México alcanzó el deseado escaño que debería poner a sus hacedores (a todos) en igualdad de importancia que otros sectores como Hacienda o Economía. Eso se reflejaría en ajustes salariales, por supuesto, que deberían ir a la alza. Querría decir que había consciencia en el régimen de lo que Cultura representa para el PIB. Que habría replanteamientos en los ejes de coordinación para la enunciación de políticas culturales, más allá de los incentivos para la creación, que no dejan de ser importantes. Se multiplicaron los sindicatos, y todavía no sé si eso redunda en beneficio, máxime porque eso implica mayores dificultades para conciliar. Pero considerando la antigüedad de la fundación de los dos institutos respecto de la Secretaría (2015), la naturaleza variopinta de los sindicatos antes y a raíz de la separación de la SEP, ¿cómo reclamar una adscripción simbólica? ¿A qué institución?

En días recientes se ha deplorado la designación de la Comisión de Cultura del Senado a Sergio Mayer. Ha habido pronunciamientos por la “renuncia” de Margo Glantz a la dirección del FCE y por la toma de estafeta de parte de Paco Ignacio Taibo II. Más allá de que todavía hay trecho que recorrer y de que no podemos juzgar a nadie por un puesto en el que no se ha desempeñado, se deplora que nuestro comisionado de Cultura no tenga una trayectoria en la misma. En realidad, la función del comisionado de cultura no se refiere a la toma de decisiones claves sobre políticas ni el funcionamiento de la Secretaría y su incipiente (¿o rancia?) vida institucional.

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Paco Ignacio Taibo II (Foto: La Orquesta).

Esta semana dieron inicio las mesas de diálogo en torno a temas de cultura, convocadas por la Secretaría de Cultura en Transición. Sin duda un esfuerzo importante que esperemos que repercuta en la suma de voces, experiencias y, lo más importante, en que se toquen los temas verdaderamente sensibles para el sector en nuestro país. No obstante, esta convocatoria se lanzó únicamente en redes sociales y en el programa no se hace mención de todos los moderadores que participarán en cada mesa (ya hubo una crítica de El Universal al respecto: http://www.eluniversal.com.mx/cultura/una-consulta-cultural-federal-la-carrera-casi-clandestina-y-muy-centrica). A mi modo de ver, los temas planteados son de importancia mayor, pero añadiría la necesidad de más de una mesa para trabajar los aspectos que verdaderamente dificultan el quehacer cotidiano en los recintos culturales (comunicación entre áreas e institutos, duplicidad de funciones ‒factor que se tiene considerado atacar desde la fundación de la Secretaría de Cultura en 2015‒, relación con los sindicatos y atribuciones de los mismos en materia del gobierno de los recintos, incentivos a la participación del sector privado, etcétera). También hay que entender que el Estado paternalista de la posrevolución se quedó sin chamba, sin dinero o ya se murió, y que es urgente pensar en el gobierno como el único protector y financiador de iniciativas culturales.

Más allá de presentar un proyecto (o varios), de estimular la participación de todos los involucrados en el sector, valdría la pena reflexionar en torno a que nadie es todólogo y, por ende, tampoco es capaz de presentar una propuesta completa si no se trabaja en equipo.

También habría que considerar si algunas decisiones que el sector ha repudiado, como la comisión en manos de Sergio Mayer, no son, en dado caso, resultado de una excesiva democratización (no falta quien extraña esos tiempos en que sólo los políticos se dedicaban a la política). Celebro la integración de nuevos actores, pero creo que sí hay que estar muy conscientes de que cada uno juega un papel y debe estar al tanto de las necesidades (las nuevas, las de siempre) y de la problemática que pesa sobre el sector en el que le toca servir.

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Sergio Mayer (Foto: Cuartoscuro).

Estamos por enfrentar la transición de nuestras instituciones culturales hacia otro estilo de gobernar. Más que integrar a las voces que han sido marginadas (que desde luego es deseable), sería necesario plantear cómo la institucionalidad ha redundado forzosamente en marginación. De qué manera el devenir histórico de nuestras instituciones culturales no sólo margina participantes y voces vivas, sino discursos, temas y periodos históricos. Pensar en cómo se ha concedido poder excesivo a ciertos actores o corporaciones que no están dispuestos a perder privilegios o a ceder un ápice lo que consideran conquistas históricas o derechos laborales. Creo que lo más importante de todo es considerar que, en México al menos, hay quien trabaja en cultura por verdadera vocación y no porque pertenezcamos a algún instituto o nos carcoma el deseo de tener una plaza de base. No: somos muchos los que trabajamos en cultura porque creemos que es un sector que merece vivir autónomo, gestionarse sus propios recursos sin desalientos hacia la participación de terceros, sin censuras jerárquicas y protocolarias, sino por el amor y la fe que tenemos en lo que hacemos. La cultura, el arte, la historia, la antropología o la arqueología no tienen partidos; tienen objetos de investigación y finalidades varias que van desde la actualización de un estado de la cuestión hasta el enriquecimiento de una comunidad que se beneficie de los resultados de una investigación. El sector cultural no se dedica a tareas superfluas, ornamentales o accesorias. No debe estar a merced de intereses sindicalistas ni corporativistas, sino del patrimonio que construye, pule, cuida y difunde, sea éste material o inmaterial. ¿Será que ya estamos listos para entenderlo?