El potencial ético humano tiene varios fundamentos: el filogenético de conductas ancestrales seleccionadas por su valor adaptativo pro-social; el ontogenético en desarrollo durante la infancia, la adolescencia y la maduración, y el psicosocial estipulado en mecanismos mentales de acatamiento o desobediencia a tradiciones, códigos, normas, mandamientos o leyes. Estos factores convergen en una función neuropsicológica compleja y cambiante que constituye la conciencia moral y marca en buena medida la expresión, las decisiones y la trayectoria de cada individuo.
En referencia a la teoría evolutiva, es importante referir que, a principios del siglo XX, el geógrafo y anarquista ruso Piotr Kropotkin argumentó que la ayuda y el apoyo mutuo durante la hominización fueron más efectivos como fuerzas evolutivas que la competencia y la prevalencia del más fuerte, y esgrimía esta base biológica y evolutiva como fundamento de una sociedad anarquista en contraposición al darwinismo social, sostenido por apologistas como Herbert Spencer para justificar la industria y la explotación capitalistas. Por su parte, a finales del siglo XX el filósofo alemán Jürgen Habermas propuso que las intuiciones morales de los seres humanos probablemente tienen un componente evolutivo que se expresa en los principios que regulan la interacción social de agentes competentes en todas las sociedades. Y en el presente siglo, la filósofa mexicana Juliana González manifestó que la conciencia moral humana requiere de una capacidad para el juicio ético necesariamente enraizada en la evolución biológica de substratos neuronales.
Además de los argumentos evolutivos, diversos datos empíricos se han vuelto muy relevantes para comprender mejor los orígenes de la conciencia y el comportamiento moral de los seres humanos. Un conjunto de ellos es etológico y se refiere a las conductas cooperativas observadas en diversas especies animales; otro consiste en el desarrollo cognitivo del comportamiento y la conciencia moral durante la infancia y el tercero a las bases psicológicas y cerebrales de la ética y la moralidad. La presencia de comportamientos morales en otras especies ha sido ampliamente analizada desde principios de este siglo por diversos autores, entre quienes destacan el etólogo y primatólogo holandés Frans de Waal y el ecólogo conductual Marc Bekoff, autor de “La justicia salvaje, la vida moral de los animales” y otros libros sobre el tema. La forma más extendida y elemental de comportamiento animal que puede ser calificado de moral es el conjunto de conductas cohesivas y pro-sociales, como son muestras de reciprocidad en beneficio mutuo, de ayuda a otros ante el peligro, el consuelo en condiciones de estrés y la respuesta a faltas de equidad. Este tipo de conductas se observan especialmente entre los simios, pero también ocurren en otros primates, en manadas de lobos y en perros.
En lo que se refiere a la investigación cognitiva del desarrollo moral en humanos, ésta fue iniciada por el propio Jean Piaget, en los años 30 y fue continuada y extendida por el psicólogo de Harvard, Lawrence Kohlberg, en los años 60, quien propuso los siguientes tres niveles de maduración moral. (1) La etapa preconvencional ocurre en los niños antes de los 9 años y se caracteriza porque los infantes no tienen un código moral personal y en general aceptan el de los adultos cercanos, usualmente los padres, aunque observan y se dan cuenta de que los criterios morales difieren. (2) La etapa convencional es típica de la adolescencia y continúa en la edad adulta implicando la internalización de valores de acuerdo con normas de grupo. (3) La etapa post-convencional ocurre cuando la persona realiza juicios morales según principios que elige y pueden ir en contra de las convenciones o de la ley. Kohlberg llegó a la conclusión que los principios que motivan el juicio y la conducta moral, como la noción de justicia, igualdad o cuidado, varían entre las etapas y que muy pocas personas llegan al nivel más elaborado de desarrollo moral.
McLeod ha resumido los problemas con el método y las conclusiones de Kohlberg pues sus investigaciones se basaron en dilemas narrados y no necesariamente operan las mismas decisiones en situaciones reales. Por otra parte, los estudios fueron realizados en varones y se encontró posteriormente que los hombres suelen basar sus juicios morales en nociones de ley y justicia y las mujeres en criterios de compasión y cuidado. Entrevistar a niños y adultos de diferentes edades no garantiza hablar de desarrollo, porque esto habría requerido analizar la variación de los mismos individuos a lo largo del tiempo. A pesar de estas dificultades, los estudios posteriores realizados con mayor control avalaron en lo general las etapas de Kohlberg, aunque varios encontraron que las personas modifican sus criterios de acuerdo con el caso y las circunstancias, más que en reglas adquiridas en etapas delimitadas. El punto más problemático tiene que ver con que el juicio no necesariamente se expresa en la conducta pues existe una brecha entre valores y virtudes en el sentido de que las personas pueden y suelen aceptar ciertas normas y valores como válidos y moralmente justos, pero encuentran dificultades en ponerlas en práctica en situaciones reales de la vida y actuar en consonancia con esas demandas.
En sus estudios con infantes pequeños, el psicólogo del desarrollo Philippe Rochat afirmó que una parte importante del sentido de lo moralmente bueno y malo surge muy temprano en referencia al sentido de posesión y los conflictos interpersonales que se derivan de ella. Este investigador encontró que el desarrollo de la postura ética en los infantes es inseparable de un sentido del propio ser como es percibido y valorado por los otros. Los infantes aprenden a explorar y evaluar la mirada de los otros, a controlar su atención a distancia y movilizarla hacia sus propias actividades. Estas capacidades en conjunto favorecen el desarrollo de la reputación, una facultad plenamente humana de darse cuenta de la mirada evaluativa de los demás hacia uno mismo y que se desarrolla más tarde como el concepto del honor, la cualidad moral de cada persona que constituye su dignidad y parte central de su autoconciencia.
Finalmente, es importante referir a Jonathan Haidt, psicólogo social actualmente en la Universidad de Nueva York, pues a partir de sus investigaciones empíricas en humanos ha sostenido que las decisiones morales se basan en intuiciones automáticas de tipo emocional más que en razonamientos lógicos, lo cual otorga a las emociones un papel relevante en la evolución y expresión éticas además de proporcionar credibilidad a las propuestas de moralidad animal. Con base en sus investigaciones Haidt y sus colaboradores han desarrollado una teoría de fundamentos morales que postula la existencia de seis pares de emociones sociales innatas: cuidado-daño, justicia-engaño, libertad-opresión, lealtad-traición, autoridad-subversión y santidad-degradación. Esta última sugerencia es polémica pues es poco creíble que varias de estas complejas emociones sociales se adquieran sólo por herencia genética y es más probable que, en efecto, existan tendencias innatas pero que éstas requieran de una modulación socialmente aprendida, de una depuración por la práctica y de razonamiento verbal.
La noción del progreso moral es antigua. En “El arte de la prudencia” publicado en 1647, Baltasar Gracián apuntó:
No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la eminencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad.
Es posible que no veamos la perfección humana con tanto optimismo, pero también reconocemos que somos mejorables y este potencial ético requiere de introspección, autocrítica, decisión, estrategia, voluntad y constancia, aspectos de la autoconciencia que hemos venido revisando.
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