Día 11
Finalmente, mi número se acercaba. De no interrumpirse la secuencia, en menos de una hora podría abandonar el barco y tocar tierra firme. Por fin podría empezar a saber que estaba pasando y como estaban mi familia y mis compañeros de viaje, y averiguar cómo regresar a mi casa desde un lugar tan remoto. Hice esfuerzos enormes para que la ansiedad no me devorara, llevando en el bolsillo mi arma más importante: mi celular y el cargador.
Cuando abrí mi camarote y salí, dos guardias ataviados con traje sanitario me escoltaron diciendo que era el único de esa zona que estaba en mi camarote.
—¿Qué pasó con los demás?
—Quisieron escapar pero no pudieron.
—¿Y qué les pasó? –insistí–.
Silencio, no recibí ni una palabra más de su parte, aunque sabía que su silencio era una respuesta.
Por fin toqué tierra, el puerto era un gran vacío, no habían camiones o taxis para los pasajeros que suelen bajar de un crucero. Nada. No quise adentrarme a las primeras calles de la ciudad solo, por lo que decidí esperar a otros pasajeros para tratar de ir en grupo. Mientras llegaban a ese punto, sólo veía calles vacías llenas de basura y desechos, como si un huracán hubiese pasado por la isla. Prendí mi celular en busca de señal, pero no registraba nada.
Las tres personas que se acercaron no me parecieron la mejor opción para unirme. Por su aspecto, parecían de algún país africano y deduje que la comunicación y los códigos culturales dificultarían las cosas. Seguí esperando hasta que, por fin, un grupo de cuatro argentinos me dejaron unirme luego del interrogatorio de rigor, que pude superar gracias a que uno de ellos me identificó como parte de los pasajeros del congreso, e incluso dijo haber conversado brevemente conmigo en el evento inaugural.
—Gracias Fernando, aprecio mucho que me dejen ir con ustedes. Sea lo que sea que nos espera, creo que ir solo no es buena idea.
La propuesta de uno de ellos parecía hacer sentido. Buscar los edificios más altos del puerto, que seguramente serían los hoteles de cadena, para pedir ahí ayuda, ubicar la embajada o el consulado del Argentina o de algún país europeo, informarnos de la situación, trazar un plan de regreso, etcétera. No costó trabajo ubicar un par de construcciones que sobresalían de las demás, y no debían estar a más de un kilómetro, por lo que iniciamos la caminata.
Las calles eran un desierto caluroso y abrumador, como de película de terror. Muebles viejos, basura, cristales rotos, autos abandonados y un par de barricadas con gente que nos observaba de lejos, embozada y armada.

Logramos llegar al primer edificio pero las puertas estaban cerradas y no había un solo letrero. El segundo edificio, una cuadra después, era un Holiday Inn también cerrado con toda clase de bloqueos que impedían siquiera acercarse a la puerta. Fue claro que la situación era muy grave y una sensación de abandono y muerte me invadió. El panorama parecía mucho peor de lo imaginable.
En esas cavilaciones estábamos cuando un adolescente se acercó en una bicicleta destartalada, y desde unos 5 metros nos habló en mal inglés:
—¿Son del barco?
—Asentimos con la cabeza.
—¿Necesitan wi-fi?
—Sí, sí.
—Síganme y los llevo a un lugar en que podrán usarlo, pero cuesta 100 dólares por persona 10 minutos; ¿traen dinero?
Hasta ese momento reparé en que todo mi efectivo se había ido en el plan de rescate de Isabel, y que mi expectativa era “sacar dinero de la tarjeta” en cuanto tocáramos tierra.
—¡Sí lo tenemos!, interrumpió Fernando, vamos… ¿está lejos?
—No, no, a 5 minutos caminando.
Iniciamos la caminata siguiendo al niño, que en ese momento veíamos como nuestra salvación. Tener un celular funcionando, en ese momento, representaba nuestra razón de ser. Todo se reducía a la magia del aparatito que nos permitiría tener todas las respuestas que necesitábamos.
El lugar era una casa playera descuidada escoltada por tres tipos armados a la entrada, con pistolas y machetes. Esperen aquí nos dijo el niño, hay que entrar en el siguiente grupo. En la espera, pregunté a nuestro guía por los demás pasajeros del barco y se limitó a decirme que casi todos habían buscado la forma de tomar una balsa hacia la siguiente isla. No pasaron ni 5 minutos cuando nos llamaron para ingresar, cobrando a la entrada. Prometí a Fernando que algún día le devolvería el favor y pasamos. Adentro habían 10 o 12 sillas distribuidas alrededor de la habitación, separadas unas de otras por cortinas viejas de baño colocadas con maderas podridas. En cada espacio había un pizarrón con la clave escrita en gis. Tan pronto fuimos ingresando la clave nuestros teléfonos volvieron a la vida recibiendo los miles de mensajes que teníamos pendientes de ser bajados. El ruido de los mensajes “entrando”, se combinaba formando una melodía siniestra de información esperando ser descifrada.
No sabía por dónde empezar. Traté de ordenar mi mente. Revisé, primero, los chats de la familia y según fui leyendo la información me fue inundando la cabeza con imágenes. Palabras más o palabras menos, les urgía saber cómo estaba porque una parte del mundo estaba colapsada por la explosión de la nueva cepa del virus. En los países en los que las vacunas habían sido aplicadas el virus estaba bajo control, pero en los países pobres en los que las campañas de vacunación apenas empezaban la situación era apocalíptica. Además, ahora el foco de la infección era Brasil, pero habían brotes en todos los países latinoamericanos, y desde luego en la del Caribe.
En muchas ciudades los muertos eran dejados en montañas en las calles y todo estaba fuera de control. Habían levantamientos en toda la región, y tratando de mantener el control las policías estaban disparando contra todos los que violaran el toque de queda. ¡Era verdad, lo que había sucedido en el barco era verdad! El virus había regresado con mayor letalidad que antes y el miedo había sacado las cosas de su curso normal, al menos, en algunos países. La situación era clara y triste… los países más pobres, sin vacunas, estaban pagando el precio de haber ¡sido dejadas atrás!
Sólo alcance a avisar que “estaba bien”, en un lugar seguro, que les avisaría de mi situación “en breve”, y me puse a revisar los chats de mis otros compañeros de travesía en busca de algún mensaje revelador… pero no había rastro.
Iba a intentar una llamada con mi hija cuando nos avisaron que nuestro tiempo había terminado. Salimos del lugar y ya habían, al menos, otras 20 personas esperando entrar. Estábamos en shock. Nos dirigimos sin hablar hasta un lugar que consideramos “seguro”, en el que varias personas hacían una larga fila para recibir botellas de agua, y empezamos a intercambiar la información que cada uno tenía. Era la misma. En todas las ciudades de donde proveníamos reinaba el caos y la desolación. No sabíamos dónde estábamos, no sabíamos a dónde ir, y tampoco imaginábamos cómo salir de ahí. Formados en la fila para recibir una botella de agua que necesitábamos desesperadamente, fuimos informados a gritos por una persona con un uniforme que alguna vez había sido de guardia o policía, que a nosotros no porque éramos extranjeros.

Decidimos que lo mejor era que Fernando regresara al reino del wi-fi, y por otros 100 dólares mandara mensajes a diversas personas que podrían orientarlo sobre alguna forma de escapar de la isla. Empleamos más de dos horas en dos ingresos más de Fernando a la casa del wi-fi para obtener algunas respuestas y poder tomar alguna decisión. Al final, ya con la tarde convertida en anticipo de obscuridad y peligro se llegó a una decisión, que consistía en tratar de conseguir un bote que nos llevara hasta Puerto Rico, en el que se encontraba un consulado de Argentina que estaba asistiendo a sus nacionales a regresar a su país.
De acuerdo, era un buen plan, pero ¿yo qué haría? Aunque me aseguraron que abogarían por mí en su consulado, para recibir ayuda, el panorama era incierto. Si había una embajada o consulado mexicano en Puerto Rico, era posible que estuviese cerrado o incomunicado. Decidimos regresar al puerto. Ellos, en busca de alguien que quisiera llevarlos a Puerto Rico a cambio de una pequeña fortuna que habían reunido para negociar su salida, y yo, pensando en regresar el barco, mi antigua ratonera, tratando de acceder al único “lugar seguro” que identificaba en esa zona. Regresamos en silencio, todos pensando en lo que seguía. Todos con miedo en nuestros corazones.
En el puerto, después de algunas gestiones con desconocidos, mis amigos habían ya encontrado transporte y esperarían al amanecer para intentarlo. Tratarían de pasar la noche en la pequeña oficina de acceso al puerto, en el que un conserje, a cambio de 200 dólares, les permitiría refugiarse. Les pedí que me dieran oportunidad de intentar reingresar al barco, y de no tener éxito los alcanzaría antes de su partida para unirme a la expedición. Nos despedimos deseándonos suerte, diciendo a Fernando que nada en este mundo me daría más gusto que entregarle personalmente los 100 dólares que le debía.
—De acuerdo –me contestó–, es una promesa…
Me acerqué al barco en busca de alguna persona para negociar mi reingreso y tardé casi dos horas en poder hablar con alguien de la tripulación que, desde más de 3 metros, casi a gritos, me pedía que me retirara.
No tenía opciones, por lo que eché mano de todas mis habilidades de abogado para convencerlo de que era responsabilidad de la línea de cruceros regresarme al punto de origen. Después de tres entrevistas con diferentes personas y casi en el límite para decidir si me unía a Fernando, aceptaron dejarme pasar. En el curso de la negociación me informaron que el barco trataría de regresar a Miami al día siguiente, tan pronto consiguieran combustible y agua, y además los únicos pasajeros que seguían en el barco, resguardados, eran los estadounidenses, porque eran los únicos que podrían autorizar para regresar a Miami. Una vez más, la nacionalidad como primer criterio de discriminación. Por lo visto, de la pandemia… no habíamos aprendido nada.
Lo que me abrió las puertas fue que la ruta de regreso tocaría Cozumel para reabastecer combustible, lo cual me permitiría bajar en mi país. Regresé al camarote por fin, escoltado, y tan pronto pude me dirigí al camarote de Juan esperando encontrarlo, pero nadie respondió.
Día 12
Dormí más de 14 horas, y aun así seguía exhausto. El día previo había agotado mis reservas de estabilidad emocional y de resistencia física. Había logrado conseguir media botella de agua en el barco, pero moría de sed y hambre. Salí al pasillo y esperé en la puerta de mi camarote hasta que un miembro de la tripulación pasó y le pregunté por agua y comida. Quedó de ver la forma de conseguirlo y volvería. Y volvió. Media hora más tarde, una charola con pan y alguna fruta en estado regular de conservación aparecieron ante mis ojos, como el mayor de los tesoros. Junto con la comida llegó la mejor de las noticias: el barco iniciaría el camino de regreso por la tarde, una vez que acabaran la recarga de combustible y de alimentos. Además, disfruté de mi primer baño con agua dulce y caliente, que pasó por todo mi cuerpo eliminando la sal y el sudor que formaban ya una capa grasosa que daba constancia olorosa de mi condición de marginado.
¡Qué alivio! Sentí, por primera vez desde el confinamiento, que era el fin de la pesadilla. Volvería a casa vivo y sano. Por primera vez lloré, primero sólo unas lágrimas, y luego un llanto desolado y abundante, como hacía años que no lloraba.
El aviso del capitán de que estaríamos iniciando el regreso, y que esperábamos llegar a Cozumel a las 10 de la mañana del día siguiente terminó por inyectarme la dosis de emoción que me faltaba. Repasaba, uno a uno, los momentos vividos desde que habíamos abordado, y las muchas personas que me habían ayudado desinteresadamente y habían hecho la diferencia. Una hora después de partir, previo aviso del capitán insistiendo en que nos mantuviéramos en nuestros camarotes, iniciaron el reparto de comida. Otra vez toc-toc en mi camarote, y esta vez una charola con una ración suficiente de comida y agua.

A los 5 minutos, otros breves golpes en la puerta, y al abrir la sorpresa, casi me hace gritar. Era Juan, disfrazado con traje sanitario, que me apartó para poder entrar con rapidez, y ya con la puerta cerrada darme un abrazo largo y sentido. Ambos lloramos antes de poder empezar a ponernos al día. Le hice un muy breve resumen de mi estancia en tierra y de mis peripecias para regresar al lugar del que tanto tratamos de escapar.
—¿Qué pasó?, ¿te dejaron regresar al barco como a mí?
—No jefe, yo nunca bajé, me escondí y me quedé aquí, pasando de un camarote a otro para poder escabullirme y conseguir los restos de comida o agua que pude conseguir. A los gringos los concentraron en el piso de arriba.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Tengo ya mis “mensajeros” jefe, la gente de limpieza se ha convertido en aliada…
—… y de Isabel o de Javier, ¿sabes algo?
—De Isabel nada, aunque llegué a escuchar en los pasillos que dos o tres intentos de fuga habían fracasado y que tenían a varias personas detenidas en la parte de abajo del crucero.
—Bueno, ojalá estén detenidos, además no pueden acusarlos de nada porque en ese momento quien tenía el control del barco era el comando que lo tomó…
—¿Comando? No jefe… nunca hubo un comando. Una persona de la tripulación me confió que nunca existió algún comando, el capitán tomó la decisión de dejar correr esa información para evitar que la gente saliera de sus camarotes… era la única manera de evitar el caos porque el barco tenía sólo combustible y comida para llegar al primer punto de la travesía y pasarían semanas antes de que nos dejaran bajar en algún lugar.
No pude contestar, esa información desató cientos de conjeturas en mi mente sobre los efectos de una decisión que influyó totalmente en las vidas y destinos de todos los que viajábamos en ese barco, y que reconocíamos en el capitán a la máxima autoridad del navío. No quise calificarlo como estúpido o criminal de inmediato, prefería aplazar el veredicto para cuando pudiera reflexionar sobre el asunto. Sólo me limité a decir:
—No chingues, está muy cabrón hacer algo así…
—Juan, ¿tú sabes lo que sucedió en realidad?
—Sí, me lo comentaron otros pasajeros que pudieron de alguna forma tener señal en sus teléfonos al acercarnos a tierra… ¿no hubiera sido mejor decir la verdad sobre la existencia del nuevo virus para que la gente se quedara confinada?
—Creo que no… después de la experiencia del COVID, la gente habría buscado escapar del barco a toda costa, y según pasaran los días la situación se habría salido de control. Tal vez la decisión del capitán no había sido tan mala. Por eso cortaron toda comunicación del barco con el exterior.
—Y la nuestra de no participar en intentos de fuga tampoco. Era una huida hacia una situación peor que en el propio barco. En mi caso –agregó Juan–, el miedo que me paralizó me ayudó a mantenerme con vida.
Sólo entonces me asaltó un pensamiento que me tomó por sorpresa como mío, con forma de culpa plena. ¡No debí impulsarlos a tratar de huir! Fue una decisión funesta, basada en especulaciones.
—Debimos permanecer juntos y aguantar hasta el final.
—Pero Isabel ya se veía muy mal jefe, tenía que tratar de huir o moriría aquí…
Salimos al balcón a hurgar el horizonte, cada uno sumido en sus pensamientos. En otras circunstancias sería un momento placentero para disfrutar del sol, de la brisa y del agua salada. Hoy no lo era.
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