En días pasados lamentamos el paseíllo a la Gloria de Jorge Ramos, quien por varios años ocupó en los festejos taurinos de La México, el palco de la autoridad y con quien compartí muchas charlas, pues era una persona que proponía y escuchaba argumentos nacidos del punto de vista particular, sobre lo acontecido en el ruedo.
Con él recordé varias veces a un juez que dejó gratos recuerdos en las plazas, el contador público Jesús Dávila –quien en sus años mozos intentó ser novillero e incluso llegó a alternar con mi señor padre José Luis en algún festejo de La Morena–, y que alguna vez me dijo: “tengo dos madres, la de la casa y la de la plaza y a ésta última muchas veces la recuerdan no de muy grata manera”. Eso último entre otras cosas, significa atreverse a ocupar un puesto que conlleva el compromiso de ejercer justicia en un espectáculo que por su naturaleza, es subjetivo.
El juez de plaza en México (en España le llaman presidente), es nombrado por la autoridad del gobierno, en el caso de nuestra ciudad de México; así ocurrió hace algunos años con los jueces que hoy contamos, uno de ellos fue Jorge, quien por lo tanto se convierte en su delegado, en tanto a lo que concierne a la celebración de festejos taurinos.
Es una posición compleja porque es mediador entre los profesionales y el público, a quién también representa, y su deber es el interpretar la voluntad popular –de ahí las discusiones– con base en el reglamento taurino en vigor, pues recordemos por ejemplo que el primer trofeo se concede con base en la opinión del cónclave y también que en la ciudad de México las protestas populares pueden influir en la devolución de alguno de los astados a los corrales.
El lenguaje del juez se comunica por toques de clarín y los pañuelos –en contadas ocasiones por el sonido local– mientras que el público cuenta con los últimos; los cojines y los gritos que a veces se vuelven iracundos, contra una decisión que toma el juez que es entonces cuando Jesús Dávila recomendaba acudir a la mamá de la plaza para no cegarse
Por eso se ha insistido en que el toreo sin público, pierde uno de sus elementos más importantes y su presencia es parte integral del espectáculo al convertirse en juzgador y calificador de lo que ocurre en el ruedo y no siempre sustentado en conocimiento profundo sino en el arrebato del momento, que provoca lo que está percibiendo para bien o para mal de lo que acontece en la arena.
La labor del juez empieza días antes de la corrida con la recepción de los toros y su aprobación concluyendo hasta que hacen su reporte cuando cierra el festejo, muchas horas, decisiones y presiones no aptas para cualquiera.
Cuando mi hermano Luis Alonso me comentó que lo nombraban juez en Baja California –dónde estuvo varios años antes de su partida a la Gloria– le dije que era muy osado al emprender una tarea tan compleja, sin embargo lo disfrutó a pesar de muchas situaciones particulares que vivió en el palco de las plazas fronterizas.
En la ciudad de México, no pasan de cuarenta las personas como Jorge Ramos o Jesús Dávila que son o hayan sido jueces de plaza, y aunque solamente he mencionado a dos, todos nos merecen nuestro reconocimiento y respeto a pesar de no siempre coincidir con sus decisiones que muchas veces son controvertidas.
Lo escribo recordando a todos aquellos que en la Gloria residen y a los que Jorge alcanzó hace unos días para dolor de sus familiares y amigos, allá se encontrará con aquellos que han desempeñado ese honroso puesto, algunos que fueron matadores de toros como Pepe Luis Vázquez, Jesús Córdoba y Ricardo Balderas.
Su afición desmedida a todos los llevó a ocupar un palco que conlleva una gran responsabilidad, los reconocemos y extrañamos, no cabe duda que no es fácil ser juez de plaza. Hoy con cariño lo recordamos.
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