A los siete años, ya vendía capulines, guamúchiles, agüilotes… cualquier cosa que encontrara en el campo. Descalzo, con el pantalón atado con una soga y una camiseta agujerada, recorría desde temprano las calles del pueblo. A veces, vendía la canasta completa; otras, le hacían un encargo: “mañana me traes unos nopales”, o “búscame una penca de sábila, tú que andas en el cerro”. Y Néstor regresaba con el pedido. Este chiquillo no le tiene miedo al trabajo, decía la gente, y le daban un taco o un tarro de atole. Vivía en la pequeña bodega de debajo del quiosco, un cuartucho de dos por dos y, como no molestaba a nadie, lo dejaban en paz.
Cuando cumplió diez años, nadie se enteró, mucho menos él. A lo mejor, quién sabe dónde, su madre. Lo que sí sucedió ese día, fue el anuncio del encierro voluntario por la pandemia de un nuevo coronavirus. COVID-19. A Néstor le gustó el nombre: “Covid”. Sonaba bien, así le hubiera puesto el cura que lo bautizó ya grande. Ése sí era un nombre elegante, cómo le fueron a poner Néstor. El caso es que el día de su cumpleaños, las calles se vaciaron poco a poco. Para la tarde, sólo quedaba él en la plaza. Un silencio…
Al día siguiente, asomó la cabeza con la esperanza de que hubiera alguien. Nadie. Un pueblo fantasma. ¿A quién venderle los tomatillos y las guayabas? La bodega ya olía a podrido. Néstor se subió al quiosco a comerse la venta del día, se metió las últimas guayabas al bolsillo y fue a deambular por el pueblo. En la pared de la delegación había un letrero con el dibujo de una corona color naranja. Era bonito. Cuando el delegado salió para irse a resguardar, él también lo encontró atento frente al letrero.
—Es el virus del coronavirus –le explicó–. Aquí te enseñan cómo cuidarte para que no te enfermes.
—¿El que estaban anunciando ayer en el micrófono, el covid?
—Ese mero.
Néstor le tendió una guayaba.
—De algo tienes que vivir tú, Néstor –opinó el delegado–. Si quieres seguir con tu venta, ve de casa en casa. En la tarde te llevo un tapabocas y un gel para que te laves bien las manos antes de entregar tu mercancía.
Y así fue como Néstor empezó su propio negocio. Primero con lo de siempre, después sirviendo de intermediario entre los comerciantes y sus clientes. Pero lo que le abrió las puertas al mercado fue su idea. En el cerro, había visto los primeros tejocotes, del mismo color que los del covid en la puerta de la delegación. Una tarde, llenó su canasta, le pidió aguja e hijo a una mujer y formó coronitas comestibles. En el pueblo silencioso, sólo se oía su pregón:
—Se venden covides… covides sabrosos, tiernitos y frescos…
El nuevo producto tuvo éxito entre los niños, así que, cuando se acabaron los tejocotes, empezó a fabricar coronas de fruta mixta. Ya tiene varios pedidos especiales. Han pasado apenas unos meses desde el encierro en el pueblo y Néstor ya tiene suficientes ahorros para poner un puesto en el tianguis. Si tiene un hijo, lo llamará “Covid” y lo educará para que sea santo y exista un San Covid, patrón de los niños abandonados.
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Me encantó!
Una historia muy original y que ilustra lo que es la inventiva. Preciosa!!!! Gracias, Susana