Para algunos sectores de la sociedad hablar de Dios es una prohibición porque crecen en una época donde negarlo era el concepto preponderante. Efectivamente, más allá de las experiencias y reflexiones, las argumentaciones del entorno influyen en los conceptos que se comparten comunitariamente.
Ciertamente, la negación de la existencia de Dios no es un dato de los últimos siglos. Desde la antigüedad hubo quienes cuestionaron su existencia, como también la insistencia de otros en afirmar su realidad. Ambos extremos tienen sus razones de ser. El escucharlos y profundizar en ellos permite de suyo la expansión de la consciencia, como capacidad de darse cuenta, y de la conciencia, como herramienta valorativa de la realidad.
Se puede decir que la negación de Dios en ciertos tiempos corresponde más bien a la comprensión de su misterio que se hace en las diferentes épocas y regiones; en ese sentido, el rechazo no corresponde precisamente a Dios, sino al discurso y la institucionalización que lo contiene, es decir, a las estructuras sapienciales, éticas y celebrativas propias de las religiones.
Sin embargo, eso que llamamos Dios se encuentra mucho más allá de cualquier definición, estructura o sistema que pretenda abarcarlo total y definitivamente, por ello, separar el Misterio que da origen, sustento y sentido a la realidad de la idea institucionalizada provoca deserciones religiosas, pero no necesariamente carencia o alejamiento de experiencia espiritual.
En efecto, la realidad está rodeada de algo que le da fundamento, cohesión y sentido a toda la existencia. Fluir en ella es aceptar el origen, alimentarse de él, tomar lo nutritivo y eliminar el resto, integrar en sí mismo aquello que se es, con luces y sombras, con capacidades y limitaciones, con aciertos y errores para armonizar el propio ser sin engaños, ni falsas expectativas, es aceptar el futuro dirigiendo la vida en aquella dirección que de vida en plenitud porque se entrega la vida para que otros la tengan.
Esta realidad espiritual, buscada, reconocida y experimentada, que subyace en la experiencia de todo ser humano, necesita ocupar un lugar específico en la vida de cada persona para generar los frutos que posee y que benefician por igual a quien los recibe como a quien los aporta.
Así, el sentido más profundo de este misterio se encuentra en la cohesión que hace de todo lo existente, en esa articulación que va más allá de las individualidades, en la regeneración constante, en la armonía que suscita, en la belleza que provoca. En toda la creación esto funciona mecánicamente, como respondiendo a un programa pre-establecido que la observación y el conocimiento humano va descubriendo paulatinamente. Así se descifra que la existencia particular sólo cobra sentido en la medida que existe para el entorno.
En el caso de las personas, la capacidad de vinculación, el reconocimiento tanto del otro como de lo otro y el papel que se ocupa en el orden cósmico no son el producto de un programa al que se está condicionado, sino el resultado de decisiones y acciones que pasan por la intención y la voluntad.
El alcance de esta capacidad se manifiesta desde formas muy sutiles hasta las más grandes y heroicas manifestaciones, la tarea conjunta de todas ellas sostiene y hace más llevadera la existencia propia y ajena, por ello, más allá de la creencia religiosa que se tenga, el efecto de este misterio en la vida cotidiana de una persona evoca, provoca y convoca; se percibe, su ejemplo inspira, su modelo contagia y sobre todo abre el horizonte a la esperanza personal y comunitaria.
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