Lo instantáneo es el signo de los tiempos que corren. Por ello, en un cintillo que ubican los informadores televisivos debajo de sus noticieros, de pronto leo que Máxima –así es su nombre en su natal Argentina–, reina de Holanda, ha dicho que “la pobreza es cara”. Ningún comentario del noticiario explica en cuál contexto o circunstancias ha expresado esta dama “plebeya”, incorporada a la nobleza europea vía matrimonio, afirmación tan interesante cuanto consistente.
Digna de análisis tal frase, porque la pobreza junto a la miseria material –a la que mi amigo, el gran escultor y pintor Federico Cantú, llamaba “miseria negra”– y moral se reproduce en la mayoría de los países del mundo. La ambición y la codicia han llevado a unos cuantos a ser poseedores del 90 por ciento de la riqueza mundial. “Antes, los ricos del mundo cabían en un avión, hoy basta un camión”, ha dicho un avispado analista de la economía. La concentración de la riqueza mundial y el aumento de pobres ha sido el signo de las últimas décadas. En todos los foros se habla de ello por los intelectuales orgánicos e “inorgánicos” –no sé si existan estos últimos, pero hay se los paso a Don Andrés Manuel–, aunque pocos personajes u organizaciones hacen algo por remediarla con constancia y tenacidad. El expresidente Lula da Silva lo intentó en Brasil, pero al término de su mandato, todo se vino abajo, en el régimen derechista de Jair Bolsonaro.
La desigualdad y la pobreza se enseñorean en este mundo de más de siete mil millones de seres humanos. “Creced y multiplicaos” dijo Dios al hombre y a la mujer, por supuesto, y así ha sido. Al margen de este texto bíblico, sociólogos significativos han expresado su preocupación por el aumento poblacional, y una vez más concitan al fantasma de Thomas Robert Malthus (1766-1834), economista y demógrafo británico, quien teorizaba que, mientras los alimentos crecen aritméticamente, la población lo hace geométricamente, aunque gracias a la reducción de pobres –porque iban a tener menos hijos–, las guerras, epidemias, crímenes y vicios, la situación se resolvería con fortuna.
Su visión, no obstante que fue importante en su tiempo, fracasó porque no tuvo en cuenta el desarrollo de los medios de producción, la división del trabajo, mano de obra especializada, aumento de la inversión, tecnologías e innovaciones en la industria y agricultura, etc. Y poco le faltó, en su línea poblacional, para que echara abajo la hipótesis de la reencarnación, porque ya hemos rebasado todos los pobladores que en el mundo ha habido, y no existen cuerpos en cuales alojarnos, de acuerdo con estadísticas creíbles.
A mayor pobreza, mayores desajustes sociales y económicos. Las necesidades básicas no pueden ser satisfechas y las exigencias se expresan en múltiples fenómenos que aquejan a gobiernos y sociedades del orbe. La internacionalización de las migraciones actuales, que devienen en tragedias y falta de solidaridad de las naciones receptoras, es sólo un ejemplo. “Los pobres del sur del mundo –dice José Saramago– van hacia el norte a recuperar lo que les robaron y saquearon por muchos siglos. Van por lo que les pertenece”.
La ley de la necesidad es opuesta a la libertad del hombre –y de las feministas encapuchadas, también– porque a mayor necesidad existe menor libertad. Quien padece de lo más necesario para vivir, le está vedado disfrutar de los bienes que hacen más libres a los seres humanos. Dormir, sin saber si mañana habrá un pan para comer o agua para beber, es un drama que conduce a la opresión más tétrica. La pobreza es uno de los males mayores que padece la humanidad y la lucha de mantenerlos o reprimirlos es muy onerosa para los países que por su falta de desarrollo pleno, confrontan problemas de la mayor gravedad derivado de la misma.
Adlai Stevenson, político demócrata norteamericano, tal vez pensaba lo mismo cuando dijo: “un hombre hambriento no es un hombre libre”.
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