Con motivo de la pandemia del coronavirus, las autoridades eclesiásticas y el gobierno de la Ciudad de México –que jurídicamente es una entidad sui generis que tiene carácter de Estado de la República, pero no tanto– convinieron en que la imagen de ésta, que se exhibe en la Basílica, no fuera visitada por los miles de feligreses, los más llamados peregrinos, los días 11, 12 y 13 del presente mes, para evitar contagios originados en reuniones masivas.
Pues bien, hoy me quiero referir, en forma somera tanto a la existencia de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, como a la aparición de la venerada imagen impresa en el ayate o tilma de éste: prodigio acaecido en el Año del Señor de 1531, en el Cerro del Tepeyac, localizado al norte de la capital del país, en la hoy Alcaldía Gustavo Madero, por ser aún tema polémico a pesar de la canonización del primero, y la iterada devoción de millones de mexicanos y extranjeros católicos de la segunda. Está claro que quien niega la existencia de Juan Diego –canonizado por el Papa Juan Pablo II después de más de tres siglos de haber sido propuesto, para que pasara de la beatitud a la santidad–, no reconoce la aparición de la Virgen de Guadalupe.
El debate se ha dado entre aparicionistas y antiaparicionistas, a partir del códice Nican Mopohua –que es traducido como “aquí se narra”–, relación de los hechos del milagro mariano ocurrido al Vidente del Tepeyac. Al respecto, el sacerdote Lauro López Beltrán en su obra Protohistoria Guadalupana, cita la afirmación atribuida a Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1608), heredero de los manuscritos de Juan Valeriano, el primer cronista de la Aparición, que Juan Diego, a pesar de ser casado con una mujer de nombre María Luisa, ambos permanecieron en estado de castidad.
La anterior aseveración fue matizada por el padre Francisco de Florencia, el siglo XVII, en su obra: Estrella del Norte de México Aparecida al Rayar el Día de la Luz Evangélica en este Nuevo Mundo –¡vaya título!–, al decir que Juan Diego y María Lucía –aquí cambia el segundo nombre de la consort – vivieron por la gracia de Dios, y por lo menos, desde que recibieron el santo bautismo, o poco después, como dos ángeles en perpetua continencia (Texto resumido).
Ilustres representantes de la Iglesia Católica mexicana, ajustándose a los cánones de la Iglesia Romana, desde el siglo XVII hasta el actual, han incidido en demostrar las virtudes teologales de Juan Diego (Fe, Esperanza y Caridad y, aun las morales, Humildad, Mortificación, Pobreza, Castidad, Pureza y Obediencia). A manera de ejemplo cabe citar al padre Lauro López Beltrán, en su libro denominado Juan Diego; el Vidente del Tepeyac, publicado por el Centro de Estudios Guadalupanos, A.C., haciendo mención que la humildad y castidad de éste se comprueba “que por haber venido tarde a la doctrina y a la misa en la iglesia de Tlatiluco (Tlatelolco), y por haber ido a hablar con el obispo sobre la primera aparición, llevó, sin excusarse, “la penitencia que solía y suele darse a los faltones o tardones, que son algunos azotes en las espaldas –siete u ocho azotes– por no ser puntuales al pasar lista en sus distribuciones religiosas” (Texto resumido).
En la esquina contraria está en primer lugar el legendario, talentoso y rocambolesco, Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, con su famoso discurso que puso en duda la aparición de la Virgen, en el sermón pronunciado el 12 de diciembre de 1794, ante el virrey Miguel de la Grúa Talamanca, y el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, en el que afirmó que desde hace mil setecientos cincuenta años antes, los aztecas profesaban el culto a la Guadalupana –bajo el nombre de Tonantzin–, por los que se consideraban cristianos, en tierras de Tenayuca (sitio arqueológico del posclásico mexicano, siglos XII y XIII), lo cual le valió ser acusado ante la Santa Inquisición, encarcelado, excomulgado y desterrado a España.
El erudito historiador católico mexicano, Joaquín García Icazbalceta (1825- 1894), quien realizó una investigación sobre el caso de la aparición, arribó a la conclusión de que no existían pruebas fehacientes del suceso. Tal escrito se conoce como “Carta Aparicionista” y fue realizada por instrucciones del arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida (1816-1891).
Habrá oportunidad, en una segunda entrega, de continuar con los avatares de las apariciones de la también llamada Emperatriz de América, para dar cuenta de otros estudios y opiniones sobre esta cuestión teologal.
También te puede interesar: La pobreza es cara.