Tengo el vicio de pepenar aquí y allá toda suerte de anécdotas y conocimientos que algunos –quizá muchos– juzgan inútiles. A causa de este reprobable hábito he sido satanizado e intimado con dedo flamígero para que me ponga a trabajar en algo productivo. Por eso cuando me tropiezo con un dato inusual, interesante o revelador, me siento moralmente resarcido.
Obtuve la transcripción de una carta que el Manco de Celaya mandó a su hijo Humberto al llegar este a la mayoría de edad. Cosa menor parecería un documento así, aún siendo ológrafo, de no ser que su lectura permite atisbar una faceta poco conocida de Álvaro Obregón: era un hombre que no atendía sus propios consejos.
En una edición de su Cartohistoria, José Ignacio de Alba recupera el episodio del brazo del general, herido en el combate de Santa Ana del Conde, cerca de León, Guanajuato:
“De una forma extraña, el doctor que realizó la amputación de la mano se la ofreció a uno de los colaboradores de Obregón y este se la entregó a su jefe ya manco. El sonorense rechazó el ofrecimiento diciendo: ‘haga con ella lo que le plazca’. Pero la mano estaba lejos de encontrar la paz.
El propio Obregón bromeaba sobre las pillerías de que lo acusaban. Decía que, para encontrar su mano, uno de sus soldados sacó una moneda de oro, la arrojó al suelo y, al sentir la vecindad del dinero, la mano se desenterró para ir a tomarla.
A Obregón lo enterraron en Huatabampo, Sonora, en 1928. Pero inexplicablemente, por aquella época la mano andaba en un burdel de la avenida Insurgentes, guardada en un frasco con formol. El general Francisco Roque Serrano reconoció la mano de su patrón y se la robó a una prostituta en un acto patriótico.
Serrano le entregó la mano a Aarón Sáenz, uno de los colaboradores más cercanos del sonorense y este convenció al presidente Lázaro Cárdenas para hacer un monumento a Álvaro Obregón, donde la mano quedara exhibida al público.
El tétrico espectáculo pudo ser visto por generaciones hasta que, en 1989, la mano fue incinerada y mandada a su natal Huatabampo, donde volvió a su general Álvaro Obregón.”
La carta que el fiero general reeleccionista escribió a su primogénito fue redactada unos días antes de que un grupo de diputados guanajuatenses lo convidara a un banquete en el restaurante capitalino de moda, La Bombilla, el 17 de julio de 1928.
Durante el convivio, un joven dibujante llamado José de León Toral se aproximó para inmortalizar la efigie del manco en su carpeta… con las consecuencias que conocemos. El episodio no ha quedado del todo esclarecido, ya que al parecer en la autopsia del revolucionario aparecieron más balas que las disparadas por Toral.
Pero regresemos a la carta. Sin duda el lector la encontrará interesante. He aquí un extracto:
“No pretendo incurrir en el error tan común de los padres, de querer transmitir su propia experiencia a los hijos; si la juventud es tan hermosa, lo es precisamente porque carece de esa experiencia. La experiencia no es sino el resumen de todas las rectificaciones que el tiempo al transcurrir, viene haciendo del bello concepto que de la vida y de nuestros semejantes, nos formamos desde que entramos en posesión de nuestras propias facultades.
Tú perteneces a esa familia de ineptos, que la integran con muy raras excepciones, los hijos de las personas que han alcanzado posiciones más o menos elevadas, que se acostumbran desde su niñez a recibir toda clase de agasajos, teniendo muchas cosas que los demás niños no tienen y van por esto perdiendo así mismo, la noción de las grandes verdades de la vida y penetrando en un mundo que lo ofrece todo sin exigir nada; creándoles además, una impresión de superioridad que llegan a creer que sus propias condiciones, son las que los hacen acreedores de esa posición privilegiada.
El valor de las cosas, lo determina el esfuerzo que se realiza para adquirirlas y cuando todo puede obtenerse sin realizar ninguno, se pierde la noción de lo que el esfuerzo vale, se ignora el importante papel que éste desempeña en la resolución de los problemas de la vida y el tiempo que nos sobra, nos aleja de la virtud y nos acerca al vicio; y éste es el otro factor negativo para los que nacen al amparo de posiciones ventajosas.
Todos los padres generalmente recomiendan a sus hijos huir de los vicios, yo he creído siempre que existe uno sólo que se llama exceso y que de éste, deben todos los hombres tratar de liberarse. Yo conozco casos de muchas personas, que de la virtud hacen un vicio cuando se han excedido en practicarla. Procura siempre no incurrir en ningún exceso y nadie podrá decir que tengas un solo vicio.
El objetivo lógico de todo hombre que se inicia en la lucha por la vida, debe encaminarse a obtener todo aquello que le es indispensable para la satisfacción de sus propias necesidades. Obtener lo indispensable y hasta lo necesario, resulta relativamente fácil para un hombre honesto, que no practica ningún exceso que le reste su tiempo y le mengüe los ingresos de su trabajo. Cualquier esfuerzo encaminado a realizar estos propósitos estará siempre justificado y es siempre reconocido por todos nuestros semejantes; pero si se incurre en el error tan común, desgraciadamente, de caer bajo la influencia de lo superfluo, todo sacrificio resulta estéril, porque el mundo de lo superfluo es infinito, no reconoce límites y son mayores sus exigencias mientras mayor satisfacción se pretende darle. Es lo superfluo el más grande enemigo de la familia humana y a este imperio de la vanidad, se ha sacrificado mucho del bienestar y de la tranquilidad de que los hombres disfrutarían, si a sus imperativos hubieran logrado substraerse y se ha perdido mucho del honor, que en holocausto a lo superfluo se ha sacrificado.
De todas estas verdades, solamente pueden liberarse los que teniendo un espíritu superior llegan a constituir las excepciones de las reglas, que siempre se refieren a los casos normales; y si tú logras constituir una de esas excepciones, tendrás que aceptar que has sido un privilegiado del destino, logrando así para honor tuyo y satisfacción de tu padre, librarte de los precedentes establecidos y podrás crearte una personalidad propia.”
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