Él sabía que los nombres de las calles habían sido un gran debate histórico en el país. Se lo ponía un nombre a una calle, de alguna persona que había hecho algo, y ya saltaba el debate justo a veces sobre la disposición moral del personaje, y una contrapropuesta más justa. Rara vez los nombres se cambiaban. A veces se tapaban, a veces las personas las denominaban diferente, a veces se ignoraban. Era más fácil que las calles cambiaran el apellido con las modificaciones que se le veían hacer a la ciudad, que se agrandaba y se transformaba. A veces pasaban a ser avenidas, a veces boulevard, por ahí volvían a ser calles. Si les aparecía algo eran cortadas. Si no las consideraban muy importantes se volvían pasaje. Y si ya había mucha gente que caminaba en la ciudad y querían que no hubiera mucho tránsito, probaban con peatonal. Pero los nombres de las calles por nombres más justos, jamás se cambiaban
Pero esa mañana cuando se levantó e hizo su caminata tradicional vio algo que no había visto nunca, todos los carteles de nombres de las calles estaban vacíos, ya no estaban los viejos nombres conocidos, debatidos, nombrados. Se paró en medio de la plaza principal, una plaza de árboles enormes que eran un descanso para la vista. Uno de los pulmones de la ciudad le decían. Miró hacia los costados y lo mismo, las viejas calles que había tenido un nombre y una identidad, sin nombre. Casi todos de hombres que para otros hombres habían luchado por algo, generalmente algo que consideraban importante para el país, ¿a dónde habían ido los nombres? –se preguntó–.
¿Él seguiría teniendo nombre o también se había quedado sin nombre? ¿Cómo se iban a ubicar ahora? ¿Quizás los cambiarían por números, como en otras ciudades? ¿Cómo se ubicarían para orientar a las personas? ¿Iba a haber una crisis de orientación? Para él no era un problema ése, porque él no se orientaba por los nombres, sino a ojo, negocios importantes, lugares por donde había pasado, plazas, casas que llamaban la atención, monumentos, pero jamás por calle. De hecho pensaba que quizás, los nombres de las calles obedecían a su conocimiento, y aquellos que él no conocía eran los que habían cambiado.
Se fue a dormir con una sensación de culpa y de ciudad sin nombre en el espíritu. Anticipado como él era, ya había empezado a pensar cómo iba a hacerle para vivir en una ciudad sin nombre.
Cuando se despertó al otro día, y salió casi con miedo a la calle, se encontró con nombres nuevamente en los carteles. De lejos vio la ilegible letra pequeña que marcaba algo, se acercó a mirar con cierto miedo, y cuando vio el primer nombre se dio cuenta que algo nuevo estaba pasando, “Calle El gato de la señora Ofelia, animal fiel que lo ha acompañado a todos lados”. La primera calle tenía nombre de gato, del gato de una vecina cualquiera. Esto sobrepasaba los límites de lo que habían buscado los revolucionarios más avanzados de la denominación. La segunda calle que se cruzó se llamaba “Calle El Tito Marfati, el señor que tomaba un café en el café del centro todos los días a las nueve de la mañana y siempre dejaban una buena propina”. Pero mira vos, se dijo, al tito Marfati, lo conocía, había muerto el año pasado, pero que buen hombre que era.
Enseguida empezaron sus especulaciones. Si al Tito Marfati le habían dado la calle que antes era Perú, quería decir que le estaban poniendo los nombres de las calles todas las personas buenas de la ciudad, e inclusive los animales nobles. La tercera calle, una avenida principal ya lo encontró haciendo especulaciones sobre quién podía ser, uno si quiere se adapta rápido y forma parte de lo nuevo, “Calle el Cucha Saavedra, el cascarrabias de la gomería que los tenía cortitos a todos”. Eso lo confundió un poco, conocía el Cucha Saavedra, era bravo, mal llevado, y los tenía a todos a mal traer. Sin pensar que el Cucha era difícil, también le ponían nombre a las personas difíciles. La lógica para poner los nuevos nombres lo desorientó un poco. Era hombre necesitado de lógicas de anticipar acciones, de necesitar modus operandi generales para sentirse cómodo.
Mientras llegaba a la próxima cuadra caminando por la Cucha Saavedra, se puso a pensar que quizás le estaban poniendo nombre a las calles de vecinos comunes que ya no estaban. Bueno, eso no estaba mal tampoco. La calle a la que llegó, la de la esquina, una calle cortita de seis cuadras se llamó “Calle Mirta Marfeti, le gustan las tostadas, escuchara los pájaros a la mañana, y está tranquila si todas las tardecitas habla un ratito por teléfono con sus amigas”. Eso lo despistó totalmente, la cortada, la que toda la vida había sido la Sargento Cabral, aquella que agarraba para salir a caminar todos los días, que lo llevaba directo a la plaza, calle de plantas altas, calles anchas, lindas sombras y pájaros, ahora se llamaba “Mirta Mafei, tostadas, escuchar a los pájaros…”. Y a la Mirta Mafei él la conocía, de hecho estaba caminando de frente por vaya uno a saber qué calle. Ella con una sonrisa pícara lo cruzó, lo saludó, y tomó por su calle, pero no dijo nada.
Entonces pensó que le ponían los nombres de las calles por los nombres de los vecinos aún vivos. Más que enojarlo lo puso contento, cuántas veces había dicho que los homenajes hay que hacerlos en vida, y que todos somos únicos e importantes en este mundo. Y una cosa lo asustó, su propia calle, esperaba que no estuviera. Él era tímido, no quería de ninguna manera encontrarse con su propia calle en una esquina. Y además, qué característica iban a destacar de él, si ni él mismo conocía lo que le gustaba. Pero la calle de la plaza principal, esa avenida ancha y hermosa por la que caminaban varios, lo dejo mudo. Cuando llegó a la plaza y leyó el cartel, lo tuvo que leer dos o tres veces, porque pensó que estaba leyendo mal: “Calle la piedra gris bonita que está en la plaza al lado del monumento, la ancha y brillosa”. Se acordaba de esa piedra gris, todavía estaba ahí, la había mirado varias veces. Caramba, le habían puesto un nombre de calle a una piedra.
Ya visto todo eso volvió para su casa. Cruzó el pasaje “El pájaro que siempre se para acá, ese hornero hermoso”, que él cree haber visto más de una vez. La calle “El pepe Ferrone, le encanta el salame, los quesitos en el bar y su buena película a la noche, de las de no llorar”. Se alegró que el pepe también tuviera una calle, él conocía al pepe Ferrone. Y llegando a su casa, en la esquina, no le pareció demasiado la calle “La pulga el Ernesto, el perro del pueblo, hermoso bicho que siempre le cruza la panza a la vista de todos”. Estaba bien que el Ernesto o aunque sea esa pulga atrevida que se hacía ver por todos cuando el Ernesto se tiraba panza arriba teniendo una calle.
Se fue a dormir contento de haber encontrado una lógica, se le ponía calle a todo porque más que liberar un país o descubrir una montaña o crear un remedio, todo era importante. Al otro día, al salir a caminar, iba a poder caminar en la lógica más que en la incertidumbre, conocía los nombres de las calles.
Cuando llegó al otro día a la primera calle, la de la esquina, la calle de la pulga del Ernesto, hermoso bicho que siempre le cruza la panza a la vista de todos, vino la primera sorpresa, cuando la calle ésa ya no se llamaba así sino que ahora se llamaba “Calle la salmuera de la Tita, noble remedio casero que nos ha sacado la hinchazón a más de uno”. Los nombres de las calles habían cambiado de nuevo durante la noche. Atravesó la ciudad viendo nombres de distintas cosas, entre ellos al poncho que nos ponían de chico y las botitas amarillas para lluvia. El maravilloso olor a lluvia que caía antes de las lloviznas, el relajante colibrí que aparecía en la planta roja, el marianito que siempre nos alcanzaba la pelota.
Sorprendiéndose y también tranquilizándose, si los nombres de las calles eran tan rotativos, quizás nunca iba a pasar la vergüenza de ver el suyo, ni la manera en que lo consideraban. Aunque todas las consideraciones eran positivas, él mismo era negativo. En el camino fue pensando cómo se iba a ubicar la gente, pero tampoco le pareció de gran importancia, la gente si quería se ubicaba igual, y si quería se perdía igual. Su sorpresa mayor fue cuando llegó a la placita de su infancia, la del campito al lado. Le había puesto nombre al campito, a ése y todos los campitos de la ciudad “Campito el Jorge Pérez, que tantas veces jugó de relleno acá con los equipos que le faltaban jugadores y como entregó en cada partido. Buen pie, buen compañero”.
Un nombre un poco largo para un campito, pero eso no le impidieron las lágrimas, Jorge Pérez era el que tantas veces había ido de relleno. Finalmente sin querer, buscando en la ciudad, se había encontrado. Sí, pensó volviendo, la nueva manera de nombrar las cosa en la ciudad estaba bastante bien.
“A las cosas por su nombre” se fue diciendo, y durmió tranquilo esa noche.
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